sábado, 27 de noviembre de 2021

El árbol de los Mancholas

https://www.youtube.com/watch?v=-eqJAAi1kE8 

 

 

Cierto verano, cuando yo era pequeño, pasamos unos días en un chalet en Vilafortuny. Hace muchos años de aquello, sé cuántos y son muchos. El chalet de enfrente era de los Mancholas, que tenían hijos de nuestra edad; y es posible que nuestros padres o madres se conocieran, pues en aquellos años la Costa Dorada era territorio zaragozano y se notaba.

Aquellos chalets eran relativamente nuevos, no debían tener muchos años. Era una época en la que en la costa se empezaba a construir, el suelo debía ser baratísimo, y las perras que se ganaban algunos las invertían en un chalecito. El de los Mancholas era de su propiedad. ¿Cómo lo sé? Por un detalle que lleva persiguiéndome los muchísimos años transcurridos: el árbol que tenían en el jardincito.

Aquel árbol, me contaron los hijos, lo había plantado su padre. Para que creciera y le diera sombra cuando se sentara a su vera.

Hace muchos años ya que sé que yo moriré sin conseguirlo. Nunca tendré un chalecito, un jardincito rodeándolo, un árbol que habré plantado y que me dará sombra. Nunca veré un árbol crecer y del que pueda decir "este árbol lo planté yo cuando llegué".

En aquellos años veraneábamos en sitios diferentes, unos días en unos, otros en otros, ora en la playa, ora en la montaña o en el campo, a veces eran unos días en un hotelito, otros en una casa que nos conseguían o nos prestaban algún familiar o conocido o qué sé yo. Algunos veranos esos periodos eran largos, otros eran cortos, supongo que mis padres harían lo que pudieran; yo era pequeño entonces y no captaba todos los matices, pero sí recuerdo que en esos años mi padre tenía 4 trabajos y no creo que fuera por vicio. Por cierto, el verano en Vilafortuny fue, creo, el año anterior a esta entrada. Puedo estar equivocado, pero yo diría que mi método para fechar es, mientras tenga recuerdos (y por eso escribo), infalibles: las bicicletas. Su ausencia o su presencia. Pero volvamos a los Mancholas.

Cuando yo era pequeño, mis padres no tenían chalet (ni entonces ni nunca, la verdad), pero se las apañaron para conseguir que pasáramos unos días al año en alguno. Y para mí, mocoso que levantaba dos palmos del suelo, el chalet era lo más. El epítome de la riqueza. Aunque fuera un chalet de 50 m² en una parcela de 250 m². Un chalet es una casa donde la puerta siempre está abierta y los niños entran y salen sin problemas. Verano, sin colegio, la banda de hermanos y la banda de niños que hubiera por allí... Un chalet suponía, en realidad, la libertad absoluta, recuerden la entrada en la que corrí por mi vida y que les referencié más arriba. Mi sueño era tener chalet. Pero cuando los Mancholas me contaron la historia del árbol de su padre, lo tuve clarísimo: eso era lo que yo más querría. Y así pasaron los años.

Con los años conocí chalets con amplios jardines. Jardines de más de una hectárea, aunque con ese tamaño ya no se suele llamar jardín. Conocí jardines muy elaborados, jardines en los que se construían arroyuelos, puentecitos, lugares apartados, cenadores ocultos, zonas asilvestradas,... de todo. Y mis deseos evolucionaron, y deseé tener un amplio jardín en el que yo también pudiera introducir arroyuelos y puentecitos. No, en realidad lo que yo quería era crear una charca y que en la charca apareciera la fauna que estudiaba en el colegio que aparecía en las charcas: pececillos y ranas, patos, conejos y zorros... Pero siempre con un árbol señero. Un árbol que habría plantado yo y que vería crecer.

Los años que pasaron se convirtieron en muchos años. El jardín japonés con el que soñaba fue perdiendo interés, aunque permanecía como el ideal  de lo que tendría si pudiera tenerlo. El árbol, en cambio, permaneció. Me he convertido en un señor mayor, y aún sigo pensando en el árbol. Pienso si me daría tiempo a verlo crecer, o si serían mis descendientes los que lo vieran hacerse fuerte y les dijeran a sus hijos "mi padre (o mi abuelo) plantó este árbol...". De hecho, lo he pensado muchísimas veces, a lo largo de muchos años. Si valdría la pena, si me daría tiempo, si cuando por fin el árbol fuera una hermosura yo ya sería demasiado mayor para disfrutarlo. Pensaba cómo viviría aquellos años, con la premura y la tensión por las ganas de que creciera cuanto antes, que me diera tiempo. Por durar yo lo suficiente.

He pensado mucho sobre el tipo de árbol que querría. Un año veraneamos en un chalet que tenía una higuera enorme junto a la puerta de la cocina, y les garantizo que es una delicia desayunar y comer bajo su sombra. Una higuera es fabulosa, aunque no sé si crecería con la suficiente velocidad. Un olivo ya les digo yo que no: además, el entorno se llenaría de huesos de oliva, y el suelo sería incomodísimo. El sauce llorón está, en mi imaginario creado en la infancia, en el primer lugar de los árboles que dan fresca sombra, y el jardín que tenía uno inevitablemente pasaba a ser el jardín de un rico. Pero lo más curioso es que en realidad a mí me daba igual: yo quería el mismo árbol que había plantado el señor Mancholas. Se me quedó tan grabada su imagen, que no he podido desear otro.

Nadie sabe lo del árbol. Nunca lo he contado, nunca he hablado del tema. Simplemente, es. Y toda mi vida he pensado que no tenía un chalet con árbol, y que no lo iba a tener. Me temo que el sueldo de un ingeniero honrado no da para más sin ayuda adicional, en la época que me ha tocado vivir. Así que cuando echo la vista atrás veo que me he ganado la vida dignamente, sí, pero no he sido un triunfador. No tengo un árbol como el de los Mancholas. ¿Me ha afectado? La verdad es que no. Pobre entré y pobre saldré, y no me importa. Tener un árbol como el señor Mancholas ha sido, es y será el ideal de cómo me gustaría que fuera mi vida, pero no he valorado mi felicidad en función de si he obtenido o no aquello que quería. Casi diría que al contrario, pues no tener lo que era consciente de que no tenía me enseñó a apreciar lo que sí tenía y a ser feliz con ello.

Como dice la hermosísima canción que les he enlazado en la cabecera, si las cosas que uno quiere se pudieran alcanzar...



Silvia Pérez Cruz y Cástor Pérez - Veinte años

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