martes, 30 de octubre de 2018

Alta fidelidad




Estoy seguro: pocos jóvenes de ahora sabrán qué significa "alta fidelidad". Y, sin embargo, la alta fidelidad fue el sueño de casi todas las familias durante los 70, los 80 y me atrevería a decir que principios de los 90. Primero fue un sueño, un lujo imposible que quizá algún día. Después, ya con coche y televisor en color, la alta fidelidad empezó a ser algo más alcanzable. En los 80 ya era el deseo de todos. La máxima alta fidelidad. Lo más de lo más. Lo que nos diferenciaba a unos de otros, quién tenía más alta fidelidad que quién.

Hoy, la alta fidelidad ha desaparecido. En mi caso, y supongo que en el de más de uno, ha vuelto al lugar de los sueños: cuando sea mayor, volveré a tener alta fidelidad. 

Por si algún joven lee este artículo: la alta fidelidad es la reproducción, la búsqueda de la reproducción en realidad, del sonido musical a la perfección. Viene del tiempo en que la música se reproducía en "mono" (por un único altavoz), entre otras cosas porque también se grababa en "mono" (con un único micrófono) y el tratamiento de la grabación era también en "mono" (a través de una única pista). El efecto del "mono" es como el de escuchar con un solo oido, útil pero bastante pobre. La cosa mejoró cuando apareció el estéreo (dos micrófonos, dos pistas de tratamiento, dos altavoces), que proporcionaba ya un sonido estereofónico más o menos "envolvente. Poco a poco se fue grabando con más pistas, así que era lógico que los aparatos reproductores fueran mejorando. En la búsqueda de la alta fidelidad. El culmen se alcanzaba cuando, entre otras cosas, se dedicaba una habitación -y no pequeña- en exclusiva al equipo de música. Por supuesto, la habitación incluiría los pertinentes sillones, puede que un sofá, para escuchar cómodamente. Una mesa baja, un pequeño bar auxiliar,... Pero la joya de la habitación, de la casa, era el equipo de música. El tocadiscos. El amplificador. Los enormes bafles. Y el ecualizador. El ecualizador, cuando apareció, fue la leche. La diferencia entre tu equipo y el mío. Los primeros, más accesibles, tenían sólo 4 ó 5 frecuencias. Los buenos ya eran elementos aparte con no tengo ni idea cuántas frecuencias, y no sería extraño que viniera a instalarlo un técnico de "la casa". El ecualizador, y lo explico porque sospecho que el joven tampoco sabrá qué era, era un potenciador de frecuencias, cuyo objetivo era contrarrestar las frecuencias que, de forma natural, se difuminaban en la habitación por el mero hecho de la existencia de paredes y muebles, la posición y orientación de los altavoces, la calidad del equipo, etc.

El objetivo de la alta fidelidad es que se distinguiera el sonido de una gota de agua. Y a fe mía que se consiguió. hasta el punto de que escuchar música se convirtió en un placer. Algo que uno quería: no leer, no televisión, no conversaciones. Sólo escuchar la música. Y sólo el que ha escuchado aquella música, en aquellos equipos en aquellas habitaciones sabe realmente de qué hablamos, qué añoramos.

Ahora, en cambio, veo a la gente con esos minirreproductores, a menudo el teléfono, con esos auriculares, oyendo "esa música". Y me pregunto "pero éstos, ¿qué sabrán lo que es bueno?".

Sí, ya sé, soy un ingeniero del pleistoceno. Pero ¡qué acústica teníamos, en nuestras cavernas!

El primer susto con la música moderna me lo llevo cuando me hablan de los archivos comprimidos. Los MP3, MP4. Graban el sonido, sí, pero de una manera comprimida: no todas las frecuencias, porque ¿para qué? Total, el oido humano no va a distinguirlas todas... El caso es que la idea del mp3 es la de reducir espacio de archivo. A costa de la calidad del audio, pero seamos realistas: se va a escuchar en unos auriculares, seguramente en un entorno con su propio ruido ambiental (yo, en el coche las más de las veces). Con equipos de reproducción que también están diseñados para esa calidad de sonido.

Ése es el segundo susto: los equipos reproductores. Sí, minúsculos. Sí, los auricolares son ergonómicos y todo eso. Y sí, permiten escuchar en cualquier parte. Pero ¡por favor! Con alta fidelidad se escucha música; con lo de ahora, se oye. Y, sí, yo también tengo una birria de reproductor: mi ordenador, con unos pequeños altavoces de sobremesa. O el equipo del coche, si somos estrictos. Y, sí, suena -me parece- bien... Pero yo sé, y ustedes también, que no es lo mismo.

Claro que todo se explica, me temo, con el susto final. La música que mayoritariamente se escucha en la actualidad no se basa en la calidad del sonido: vamos, que ya no son los tiempos de Pink Floyd, Jean Michel Jarre o Mike Olfield. Sin querer menospreciarla (más de lo que ya hago), digamos sin más que la música basada en la riqueza de la instrumentación y los sonidos que producen se ha refugiado casi en exclusiva en las bandas sonoras de las películas. Que, eso sí, se están convirtiendo en auténticas joyas, de las que llegan a justificar el tener un equipo "hi-fi" en casa.

El caso es que yo añoro esos tiempos. Cuando escuchar música era una actividad en sí misma, el placer que proporcionaba a uno su propia casa. Y sueño con que vuelvan, con volver a tener en casa alta fidelidad.

En mi descargo, he de explicar que, al principio, yo sólo empleaba los MP3 para el coche. En casa oía los CD en un equipo en condiciones, en una habitación que reunía los requisitos de tranquilidad y silencio. Pero luego la vida, las malas compañías,... en fin, que arrinconé el equipo en unas cajas. Y primero compré un equipo pequeño, compacto, japonés hasta la exageración, y al final acabé oyendo la música de youtube en el ordenador. Y por eso escribo este artículo.

Lo triste de la alta fidelidad es que estamos perdiendo el conocimiento de su propia existencia. Será un placer olvidado, que no sabremos que podemos tener.






Ludovico Einaudi - Nuvole Bianche


 

domingo, 7 de octubre de 2018

Ambroise Paré o el fin de la barbarie




Antaño, a los combatientes heridos no se les curaba. Se les remataba, para ahorrarles sufrimientos. Lo cierto es que no habrían sabido cómo sanarlos, curar heridas de guerra. Nunca se había hecho. También habría sido un problema evacuarlos del campo de batalla, llevarlos consigo al avanzar el ejército, alimentarlos. Y desde un punto de vista militar quizá no tendría mucho sentido: el herido quedaría, a lo mejor, inválido, por lo que no serviría de ayuda en el futuro. Y eso si la herida era en un miembro; una herida en el abdomen o en el tórax, por ejemplo, tiene mala cura. Por no hablar de las condiciones higiénicas. No, la condena de muerte era casi segura. Lo más humano era rematarlos. Matarlos, en realidad.

Por suerte para todos nosotros, un hombre no pensó así.

Porque Paré era un maestro barbero que nació en Francia hacia 1509. Maestro barbero o cirujano-barbero, da igual: era una categoría de "médico" que se dedicaba al "cuidado" de los soldados heridos en los combates, aunque ya sbemos qué "cuidados" solían ser esos. Y cuya herramienta principal era, cómo no, la navaja.

Pues bien, Paré pensó que lo que había que hacer era intentar curar a todos los heridos. En una época en la que se solía echar aceite hirviendo sobre las llagas para limpiarlas, Paré utilizó un calmante de su propia invención. Una noche tuvo un cierto número de heridos, y con un gruposiguió la técnica habitual del aceite, mientras que con el otro empleó el cataplasma que se se había hecho. El grupo del aceite pasó la noche en agonía mientras que el otro grupo se estaba recuperando. Debido, en realidad, a que su cataplasma contenía aguarrás, que a pesar de todo tiene propiedades antisépticas.

Otra cosa que también se dedicó a hacer era ligar las arterias tras amputar un miembro: mucho mejor que lo que se hacía, que era cauterizar al rojo vivo el corte. Nuestro barbero incluso aprendió a reducir fracturas óseas y otros avances médicos. Como curiosidad, Paré demostró la inutilidad de las piedras bezoar contra los venenos. Un bezoar es un elemento no digerible que entra en el circuito digestivo; por ejemplo, un mechón de pelo. Una piedra bezoar es una piedra semipreciosa parecida a la perla de una ostra: un grano de arena va formando capas de calcio alrededor, como hacen las ostras. Pues bien, en aquella época se pensaba que estas piedras podían curar, o limpiar, no sé, la ingesta de venenos. De hecho, la palabra bezoar viene de una voz persa que significa "contraveneno" o "antidoto". El caso es que Paré no lo creía, y en cierta ocasión en que pillaron a un cocinero robando la cubertería de plata y lo condenaron a la horca, Paré le propuso el experimento: el cocinero tragaría unas piedras bezoar y luego ingeriría el veneno. Si el cocinero sobrevivía, quedaría libre. Siete espantosas horas después, Paré había demostrado que las piedras bezoar no curaban los venenos. Al menos no todos.

Paré murió en París en 1590. Tendría, pues, 80 años: una venerable edad en la actualidad, una considerable entonces (lo que me da qué pensar). Hoy, a Paré se le considera el padre de la cirugía moderna, y es fácil entender por qué.

No sólo los ingenieros y las personas con mentalidad de ingeniero somos responsables del avance de la Humanidad. Esta afirmación es aún más cierta cuando el avance que damos no es técnico sino moral. Paré, el protagonista de esta historia, introdujo varios avances técnicos, sí, pero su gran logro, sin discusión, fue de índole humana. Hasta el punto de que podemos decir, sin rubor, que Paré supuso el fin de la barbarie.




Xavier Rudd - Follow the sun