A veces, paramos un momento y somos conscientes de lo rápido que avanzan las cosas. Tan rápido, que no somos capaces de seguir el ritmo y nos quedamos atrás. Como los del pleistoceno.
Es entonces cuando nos damos cuenta que quizá nosotros también somos ingenieros del pleistoceno.
¿Conoce usted el relato de los 4 músicos de Bremen? Cuando yo era chico era un cuento infantil muy popular. Uno de tantos. Y tradicional, era un cuento que sin duda llevaba no sé cuántas generaciones contándose de padres a hijos.
¿Cuentan los padres de ahora a sus hijos el cuento de los 4 músicos de Bremen? No sé de ninguna encuesta al respecto, pero no me extrañaría que fueran muy pocos los que lo hicieran. Y no creo que el de los músicos de Bremen sea el único relato que se está perdiendo.
¿Cuentan cuentos a sus hijos los padres de ahora? La verdad es que ésta debería ser la primera pregunta con la que empezar. Sin duda, nadie duda de la conveniencia de hacerlo. ¿Para qué se tienen hijos, si no es para contar uno los cuentos como uno quiere? Pero no me extrañaría que alguna estadística dijera que el porcentaje de padres que lo hacen es muy pequeño (debería ser el 99%) o que dejan de hacerlo cada vez antes (quiero decir, con los hijos cada vez más pequeños). La labor del padre es supervisar a sus hijos y llevar a cabo las servidumbres de la paternidad: alimentarlos, llevarlos al parque, vestirlos, asearlos, todo eso. Para contar cuentos, no hay tiempo. Los padres están muy cansados, bastante tienen con trabajar y conciliar (sea eso lo que sea) y reservar un poquito de tiempo para uno mismo, las excusas que quieran. Son solo excusas. Ninguno aducirá nunca que no es cuentista, que contar cuentos no le motiva, no es algo que le apetezca, no es su estilo.
Me da a mí que hoy en día no se cuentan cuentos leyéndolos de libros o recordándolos. Creo que la técnica habitual es que sea una pantalla la que se lo cuente al niño tan pronto como éste es capaz de ver una historia en una. Es una pena que no lean directamente de un libro, porque tengo para mí que la experiencia de que sus padres les cuenten los cuentos leyéndolos de libros es, ha de ser, un punto importante a la hora de crear futuros lectores.
¿Cuál es su experiencia personal al respecto?
¿Viviremos en una sociedad en la que los padres no contaron cuentos a sus hijos? ¿Querríamos, si pudiésemos elegir, vivir en una sociedad así?
Nat King Cole nació en 1919 y murió en 1965 antes de cumplir los 46 años, de cáncer de pulmón. Era un negro de Alabama (aunque siendo niño se mudó con su familia a Chicago) en esas décadas, así que se pueden imaginar el resto: él sí sufrió racismo del bueno. El pobre tenía problemas con los blancos porque era negro y con los negros porque... gustaba a los blancos.
A mi madre le gustaba Nat King Cole. Y teníamos en casa un disco, Cole Español creo que se titulaba, aunque puede que fuera Nat King Cole canta en español, no recuerdo. Mis padres tenían poquísimos discos, pero éste era uno de ellos.
Cole no hablaba español, según parece: era un zote para esto de los idiomas. Resulta que lo que hizo fue aprenderse las canciones en español palabra por palabra.
Yo, de pequeño, oía el disco de Nat King Cole. No tenía muchos discos por entonces y la verdad es que las canciones eran muy agradables.
Con los años, Nat King Cole me ha ido gustando cada vez más. Y canciones como la que acompañan este artículo... ¡buf!, hay que saborearlas despacio.
Cierto verano, cuando yo era pequeño, pasamos unos días en un chalet en Vilafortuny. Hace muchos años de aquello, sé cuántos y son muchos. El chalet de enfrente era de los Mancholas, que tenían hijos de nuestra edad; y es posible que nuestros padres o madres se conocieran, pues en aquellos años la Costa Dorada era territorio zaragozano y se notaba.
Aquellos chalets eran relativamente nuevos, no debían tener muchos años. Era una época en la que en la costa se empezaba a construir, el suelo debía ser baratísimo, y las perras que se ganaban algunos las invertían en un chalecito. El de los Mancholas era de su propiedad. ¿Cómo lo sé? Por un detalle que lleva persiguiéndome los muchísimos años transcurridos: el árbol que tenían en el jardincito.
Aquel árbol, me contaron los hijos, lo había plantado su padre. Para que creciera y le diera sombra cuando se sentara a su vera.
Hace muchos años ya que sé que yo moriré sin conseguirlo. Nunca tendré un chalecito, un jardincito rodeándolo, un árbol que habré plantado y que me dará sombra. Nunca veré un árbol crecer y del que pueda decir "este árbol lo planté yo cuando llegué".
En aquellos años veraneábamos en sitios diferentes, unos días en unos, otros en otros, ora en la playa, ora en la montaña o en el campo, a veces eran unos días en un hotelito, otros en una casa que nos conseguían o nos prestaban algún familiar o conocido o qué sé yo. Algunos veranos esos periodos eran largos, otros eran cortos, supongo que mis padres harían lo que pudieran; yo era pequeño entonces y no captaba todos los matices, pero sí recuerdo que en esos años mi padre tenía 4 trabajos y no creo que fuera por vicio. Por cierto, el verano en Vilafortuny fue, creo, el año anterior a esta entrada. Puedo estar equivocado, pero yo diría que mi método para fechar es, mientras tenga recuerdos (y por eso escribo), infalibles: las bicicletas. Su ausencia o su presencia. Pero volvamos a los Mancholas.
Cuando yo era pequeño, mis padres no tenían chalet (ni entonces ni nunca, la verdad), pero se las apañaron para conseguir que pasáramos unos días al año en alguno. Y para mí, mocoso que levantaba dos palmos del suelo, el chalet era lo más. El epítome de la riqueza. Aunque fuera un chalet de 50 m² en una parcela de 250 m². Un chalet es una casa donde la puerta siempre está abierta y los niños entran y salen sin problemas. Verano, sin colegio, la banda de hermanos y la banda de niños que hubiera por allí... Un chalet suponía, en realidad, la libertad absoluta, recuerden la entrada en la que corrí por mi vida y que les referencié más arriba. Mi sueño era tener chalet. Pero cuando los Mancholas me contaron la historia del árbol de su padre, lo tuve clarísimo: eso era lo que yo más querría. Y así pasaron los años.
Con los años conocí chalets con amplios jardines. Jardines de más de una hectárea, aunque con ese tamaño ya no se suele llamar jardín. Conocí jardines muy elaborados, jardines en los que se construían arroyuelos, puentecitos, lugares apartados, cenadores ocultos, zonas asilvestradas,... de todo. Y mis deseos evolucionaron, y deseé tener un amplio jardín en el que yo también pudiera introducir arroyuelos y puentecitos. No, en realidad lo que yo quería era crear una charca y que en la charca apareciera la fauna que estudiaba en el colegio que aparecía en las charcas: pececillos y ranas, patos, conejos y zorros... Pero siempre con un árbol señero. Un árbol que habría plantado yo y que vería crecer.
Los años que pasaron se convirtieron en muchos años. El jardín japonés con el que soñaba fue perdiendo interés, aunque permanecía como el ideal de lo que tendría si pudiera tenerlo. El árbol, en cambio, permaneció. Me he convertido en un señor mayor, y aún sigo pensando en el árbol. Pienso si me daría tiempo a verlo crecer, o si serían mis descendientes los que lo vieran hacerse fuerte y les dijeran a sus hijos "mi padre (o mi abuelo) plantó este árbol...". De hecho, lo he pensado muchísimas veces, a lo largo de muchos años. Si valdría la pena, si me daría tiempo, si cuando por fin el árbol fuera una hermosura yo ya sería demasiado mayor para disfrutarlo. Pensaba cómo viviría aquellos años, con la premura y la tensión por las ganas de que creciera cuanto antes, que me diera tiempo. Por durar yo lo suficiente.
He pensado mucho sobre el tipo de árbol que querría. Un año veraneamos en un chalet que tenía una higuera enorme junto a la puerta de la cocina, y les garantizo que es una delicia desayunar y comer bajo su sombra. Una higuera es fabulosa, aunque no sé si crecería con la suficiente velocidad. Un olivo ya les digo yo que no: además, el entorno se llenaría de huesos de oliva, y el suelo sería incomodísimo. El sauce llorón está, en mi imaginario creado en la infancia, en el primer lugar de los árboles que dan fresca sombra, y el jardín que tenía uno inevitablemente pasaba a ser el jardín de un rico. Pero lo más curioso es que en realidad a mí me daba igual: yo quería el mismo árbol que había plantado el señor Mancholas. Se me quedó tan grabada su imagen, que no he podido desear otro.
Nadie sabe lo del árbol. Nunca lo he contado, nunca he hablado del tema. Simplemente, es. Y toda mi vida he pensado que no tenía un chalet con árbol, y que no lo iba a tener. Me temo que el sueldo de un ingeniero honrado no da para más sin ayuda adicional, en la época que me ha tocado vivir. Así que cuando echo la vista atrás veo que me he ganado la vida dignamente, sí, pero no he sido un triunfador. No tengo un árbol como el de los Mancholas. ¿Me ha afectado? La verdad es que no. Pobre entré y pobre saldré, y no me importa. Tener un árbol como el señor Mancholas ha sido, es y será el ideal de cómo me gustaría que fuera mi vida, pero no he valorado mi felicidad en función de si he obtenido o no aquello que quería. Casi diría que al contrario, pues no tener lo que era consciente de que no tenía me enseñó a apreciar lo que sí tenía y a ser feliz con ello.
Como dice la hermosísima canción que les he enlazado en la cabecera, si las cosas que uno quiere se pudieran alcanzar...
Leo en el Heraldo la esquela de la anciana madre de un compañero de curso, que en paz descanse. Y, claro, me acuerdo de mi compañero. Y de cierta ocasión, siendo niños, que vino a jugar con nosotros.
Aquel verano nosotros lo estábamos pasando en un chalet en las afueras de Zaragoza y la otra familia, ignoro porqué, vino una tarde a visitaros. Y los chicos nos fuimos a jugar por ahí. El chalet, ya lo describí en esta entrada, tenía un jardín enorme: algo apartado de la casa había un campo de fútbol de hierba, rodeado en uno de sus laterales por una hilera de chopos, y al otro lado de la hilera había una pradera y más allá la chopera en sí. Bien, el caso es que la pradera era normalmente nuestro centro de juegos y, no sé la razón, en el centro tenía un pequeño poste metálico, redondo y pintado de blanco. Que me aspen.
Pues bien, nos pusimos a jugar a indios y vaqueros. Al pobre Pablito, mi compañero, lo cogimos prisionero y lo atamos al poste: es lo que hacen los indios.
Y rompió a llover. Verano, ya saben. Raudos cual centellas, los chicos corrimos a guarecernos en la casa. ¿Y Pablito? No, Pablito no. Pablito se quedó atado al poste. En una pradera más allá de un bosque algo alejado de una casa que no conocía, con pongamos seis o siete años...
Cuando las madres descubrieron que faltaba, claro, nos obligaron a salir a soltarlo; e imagino que le darían un bocadillo de pan con chocolate para animarle; puede incluso que con cuatro pastillas de chocolate en el bocadillo, un lujo que sólo estaba autorizado a tomar mi hermano mayor por la obvia primogenitura ("niño grande, estómago grande", se llamaba ese criterio).
Pero me acuerdo de Pablo, llorando atado en el poste. Normal.
Creo que los chicos de ahora ya no juegan a indios y vaqueros.
Neil Young - Heart of gold (versión de Philip Bölter)
Voy a escribir una serie (breve, de tres) artículos sobre EE.UU. y su querencia por las armas, ante la tibia reacción en ese país por el tiroteo escolar de esta semana. Como estamos en Cuaresma, tiempo religioso que precede a la Semana Santa, he pensado acompañar los artículos con marchas procesionales sevillanas; pero mientras las escuchaba he llegado a la conclusión de que música tan soberbia no puede dejarse caer así como así. Una glosa es necesaria.
Aviso: el contenido de este artículo es de carácter religioso. Si esto no es lo suyo, no siga leyendo.
La primera pieza, que acompaña a este artículo y que usted debería escuchar mietras lee, es "Virgen del Valle".
Mi tío Pepe era de la cofradía del Valle. Y algunos de sus hijos, mis primos. Hábitos morados (puede que no sea ése el nombre exacto del color, quizá "cárdeno", no sé). Sale el Jueves Santo por la tarde.
La pieza es de las más populares y seguro que figura en todas las recopilaciones de marchas sevillanas. Lo que pasa es que las grabaciones no le hacen justicia, porque les faltan dos elementos fundamentales.
A partir de aquí me baso en recuerdos personales. De niño estuve varias veces en Sevilla, en Semana Santa; no son actos para niños. Luego volví de joven, y eso fue en 1983. Hace 35 años, vaya. Desde entonces no he vuelto, y ahora... ahora me temo que ya no tengo edad para volver. Porque para disfrutar la Semana Santa en Sevilla hay que estar en forma (y contar con un grupo dispuesto a ello).
Muchas personas dicen que han estado en Sevilla en Semana Santa. Y será verdad, pero no significa que hayan vivido y sentido lo que es. Yo he estado en el Museo del Prado. Y en Louvre, en el British Museum, en el Kunsthistorisches Museum de Viena, en los de Berlin, Munich... en tantos que muchos ni los recuerdo. Casi seguro que en ellos he estado toda una mañana, pero sólo una mañana. ¿Ustedes creen que dedicando una mañana al Louvre se ha visitado el Louvre? ¿Creen que se conoce el Louvre o se ha disfrutado de lo que el Louvre puede ofrecer? Pues es lo que le ocurre a la mayoría de las personas con la Semana Santa de Sevilla. Tuve un amigo, muy capillita en Zaragoza, que se fue de luna de miel a Sevilla a propósito. ¿Qué tal?, le pregunté a su vuelta. Fenomenal, me contestó, las he visto todas. En primera fila. El muy inútil había alquilado sillas en la carrera oficial y allí se las zampó todas, de la primera a la última. Como creer que recorriendo El Pueblo Español en Montjuic se conoce España.
El primero de ellos, es el runrún de la gente. El ruido. Es inevitable. La gente guarda silencio, escucha, pero aun así hay un runrún de fondo que lo llena todo. Oir la grabación, sin oir el rumor de las personas cercanas, sin estar apretado en medio de una bulla, intentando mantener el contacto con los acompañantes a la par que intentando progresar hacia una posición mejor o, sin más, una postura más cómoda... debe de ser como ver fuegos artificiales por televisión. No es una experiencia completa.
El segundo de ellos es el silencio. Escuche la música. Fíjese en los tambores. Tocan muy bajito, de fondo. Llevan un ritmo acompasado que evoca... Ahora le explico.
El momento cumbre en una procesión es, diría, la entrada en su iglesia titular. Terminan, y por ello dan todo lo que les queda. Si les queda un gramo de fuerza, lo gastarán entonces. Los pasos en Sevilla son muy grandes, y las puertas de las iglesias no suelen serlo. Entrar una obra de arte de 2.000 kg que mide tres metros y medio por una puerta que hace tres metros cincuenta y cinco (números dados como ejemplo) no es fácil. Cuente que la obra de arte la meten cincuenta personas empujando a la vez, ninguna de las cuales ve por dónde va, y que a duras penas escuchan la voz del capataz. El capataz está fuera, pero él tampoco ve bien: el paso es demasiado grande, demasiado alto. La puerta es curva quizá, y puede pegar en varios puntos. O el atrio es estrecho y hay, por lo tanto, dos líneas de puerta. Tampoco ve los laterales. Tiene, eso sí, unos ayudantes, uno en cada esquina, que intentan indicarle cómo va la cosa por su lado. Pero no tiene margen de error, y cuando los cincuenta costaleros arrimen el hombro y se muevan...
El mejor sitio para ver ese momento es pegado a la puerta. El público, por supuesto, no puede entrar en la iglesia. Habŕa quien lleve horas guardando el puesto, habrá quien haya llegado con la cabecera de la procesión, habrá quien llegue en ese momento. Todos luchan por mantener la posición, progresar hacia la puerta. Bien, si usted consigue acercarse lo suficiente, se quedará callado. Como todos. Escuchando. ¿Y qué oirá? Puede que la voz del capataz: "Manuel, ¿me oyes? Esta levantá va por...¡A ésta! ¡Izquierda atrás!" Pero el sonido clave es... el arrastrar de las alpargatas de los costaleros en el entarimado. Porque para entrar a la iglesia, como es normal, hay que subir unas escaleras. Pero la procesión no sube escaleras, así que éstas se salvan con un entarimado de madera ¡Ah, pisar ese entarimado! No sabe nadie que no sea cofrade lo que es pisarlo. Es la señal de qe ha terminado, que por fin se ha llegado. ¡Qué sensación más dulce es pisarlo, se lo aseguro! Y qué diferente de la del principio de la procesión, cuando pisarlo significaba todo lo contrario, el vamos allá, el por fin estamos en la calle que anhelará todo cofrade desde que terminó la procesión del año anterior.
Para mí, ese arrastrar, ese sonido de la madera, ese caminar de todos los costaleros a la vez, me lo evocan los tambores.
Y si usted está suficientemente cerca, y está atento, y sabe qué tiene que percibir, oirá todo eso. Olerá el incienso, el aroma de las velas que han pasado, la cera derretida que lo rodea todo, las flores del paso. Y el azahar. Y sentirá la presión. La presión física de las personas que le rodean, sí, pero también la expectación. La atención de todos los asistentes, porque va a ocurrir algo mágico que quizá no vivirán una segunda vez. Esa expectación está en el aire, la siente. La oye en el silencio. Y cuando cree que por fin empiezan... suena una saeta. ¿Quién la canta? No lo sé. Puede que alguien que haya convenido el acceso al balcón de enfrente con los dueños de esa casa, que haya avisado al cetro de la cofradía de sus intenciones. O puede que sea un espontáneo, que haya conseguido acercarse (hasta donde haya podido acercarse) y canta con la fuerza que le da su devoción y, quién sabe, su desesperación.
Y quizás a esa saeta le siga una segunda, de otra persona. Incluso una tercera. Si va usted como turista, "typical spanish". Pero si entiende usted lo que está pasando, notará el fervor. La religiosidad es, en algunas personas, cosa muy simple. Sin boato, sin ceremoniales ni extraños ritos. Sin palabras largas, sin plantearse los misterios. Hay personas sencillas, sin estudios, sin formación. Que no saben desentrañar los entresijos de los textos sagrados, y que sin embargo entienden lo básico. Que Jesús, un hombre honrado, justo, que no hacía daño a nadie. Al que los poderosos prendieron, torturaron y condenaron. Al que le hiciero cargar su propia cruz camino del calvario para allí acabar con él definitivamente. Y su Madre le acompaña en ese trance y asiste impotente. Que no puede hacer nada y llora. El saetero sabe todo eso, y llora. Le llora a jesús, compadecido. Le llora a su Madre, compadecido también, o le pide que haga algo, no como madre del hombre sino como Madre de Dios, no sé. Lo que cante en su saeta.
Y el pueblo, la gente, usted y todos los que estarán con usted, escucharán con atención.
Mi abuelo Julio, contaba mi madre, decía que el objeto principal de las cofradías semanasanteras es llevar al menos una vez al año la imagen de Dios y de la Virgen a aquellos que jámas irían a verlas. Por eso salen a la calle. Quién sabe si en el camino de la procesión algún desalmado de ésos que jamás pisarían una iglesia se cruzará con la imagen del nazareno y, siquiera por un instante, piense en Él, y quién sabe si fruto de ese instante... El cofrade nunca sabrá si esto ocurre o no, pero sólo por la posibilidad de que sí ocurra debe intentarlo. Y, cada año, las cofradías salen a las calles.
Pues todo esto es lo que no atrapan las grabaciones. ¿Cómo podrían? Pero si usted ha estado allí y mantiene sus recuerdos, esta música se los evocará. Y disfrutará en ello.
Cada año, miles de personas viajan a Sevilla para conocer o disfrutar de su Semana Santa. Sí, ya sé que es lo más que pueden hacer, como los turistas que viajan a África o a Indochina. Pero si usted tiene deseos de conocerla lo más que pueda, permítame unos consejos.
En primer lugar, la Semana Santa es un hecho religioso. Si no es usted creyente, no siga leyendo. Para usted, la Semana Santa no son más que ritos etnológicos con un fuerte componente de espectáculo callejero y una indudable belleza plástica. Para los que sí lo son, usted se ha quedado sólo en el envoltorio. Podrá ser un gran experto y saberlo todo, pero será como la persona que ve a dos enamorados besarse.
En segundo lugar, la Semana Santa sevillana es lo máximo. Así que no se puede empezar ahí. Antes de ir a Sevilla hay que estar enseñado, hay que aprender en otras semanas santas. La sevillana es tan intensa, tan rica en matices y sensaciones, que si no está preparado se las va a perder.
En tercer lugar, le parecerá una chorrada pero un dato, que para los conocedores es vox pópuli, para el resto es desconocido y es fundamental. En Sevilla cada cofradía sale una vez (y eso si no cancelan la procesión por lluvia, vaya preparado para asumirlo), y la procesión consta de tres partes: de la iglesia a la carrera oficial, la carrera oficial (de la Campana a la catedral), y de la catedral a su iglesia, de vuelta. La carrera oficial tiene un horario que hay que cumplir (incumplirlo obligaría a retrasar a la cofradía siguiente, que ¿cómo va a a estar esperando, en la calle, a que usted llegue?), así que el primer tramo también tiene un horario. Interno, pero horario. En cambio, hecha la carrera oficial, la cofradía es libre. Y si quiere tomarse su tiempo, se lo toma. Por lo tanto, si usted no puede o no quiere caminar, vaya a la carrera oficial. Verá un procesionar de miles, uno detrás de otro. Si quiere verlos y puede caminar pero no trasnochar, busque a la cofradía en su primer tramo. Si le indican bien, hay puntos con mucha calidad. Pero si quiere usted disfrutar de los momentos mágicos que sólo en Sevilla encontrará, las tendrá que buscar de vuelta a sus iglesias.
Tengo entendido que esto ya no es así. Yo escribo de "antes", de cuando las cofradías (¿56?) "cabían" dentro del horario dispoible en la carrera oficial. Pero el número de cofradías ha crecido, y no hay hueco para todas. También concurre que se radican en barrios alejados del centro, a 10 km o más: les es físicamente imposible ir a la catedral. Sin embargo, y recalco que a éstas no las he visto nunca, aunque las cofradías nuevas también son sevillanas (con el nivel mínimo que esto implica), no son las procesiones de las que estamos tratando.
En cuarto lugar, aunque usted se considere en forma y preparado, no puede asistir a toda la semana. Cual viaje organizado en autobús por Europa, Barcelona Milán Venecia Viena Praga Munich Ginebra, al final uno no se entera de lo que está viendo... ni le importa. Darse un atracón y tragar más de lo que se puede digerir no es disfrutar de una comida.
Mi consejo, si usted se siente fuerte, es que aterrice en Sevilla el Miércoles Santo. Se habrá perdido muchas, y lo siento por la Amargura y la Paz, que salen el Domingo de Ramos. Si se cree con fuerzas, vaya el Martes Santo. Verá a los Estudiantes (es que mi primo Carlos es de ésta) y a la Santa Cruz, por ejemplo. Pero el miércoles tiene ya mucho para ver. San Bernardo, la de mi tío Julio, es un must. La Sed y la Lanzada. Y los Panaderos, como aperitivo. Piense que saldrá de casa a las ocho de la noche y que volverá a las dos de la madrugada o más tarde aún. Habrá visto unas cuantas cofradías, y sobre todo le habrá servido de calentamiento para lo que le espera el día siguiente.
El Jueves Santo, cuando se levante a mediodía, desayune/coma bien. Descanse y eche una siesta. Planifique el orden, busque unos momentos de descanso y salga a la calle. Empiece quizá por el Valle, es una procesión corta. O los Negritos. Porque ésas es otra: debe saber primero qué procesiones son cortas y cuáles durarán doce horas. Y cuáles rodarán siempre el centro y cuáles se iran a barrios alejados. En el caso del Jueves Santo, tranquilo, las verá. Y luego empalmará con las de la madrugá. Las que salen de madrugada. A las doce, a la una. Las más antiguas cofradías (en Sevilla las cofradías salen por orden de antigüedad: las más antiguas, en la madrugá).
Si sólo va a estar una vez en Sevilla, debe verlas todas esa noche: el Silencio, el gran Poder, la Esperanza Macarena, la Esperanza de Triana, los Gitanos y el Calvario. Olvídese de ver entrar a la Macarena, en su Basílica, por la mañana: es usted de fuera y no tiene ninguna oportunidad. O con la Esperanza, cruzando el río. Pero quizá se tope con ellas, camino de sus barrios.
Y el Viernes Santo debería ser su último día. El Sabado Santo estará demasiado cansado, habrá visto demasiadas cofradías para no ser sevillano, demasiadas emociones pendientes de asimilar. Pero el Viernes Santo no se lo puede perder. El viernes sale el Cachorro, la cofradía de mi familia, la O, la Soledad,... y la Sagrada Mortaja. Sí, si ha llegado hasta aquí, la llegada de la Sagrada Mortaja a su iglesia debería ser su principal objetivo. ¿Por qué? Pues...
Ésta es la puerta de la iglesia, según captura de google Street View:
Y le advierto: para ver la entrada sólo tendrá una oportunidad, porque sólo llevan un paso.
En este vídeo de youtube apreciará mejor el problema:
Fíjense, al final, que hay un tipo junto a la esquina de la jamba.
No me acuerdo de muchos lances de mi niñez; supongo que eso nos pasa a todos. El caso es que una de esas vivencias la recuerdo, sin duda porque aquella vez corrí por mi vida: todavía me dura el susto. Y aunque han pasado muchas décadas, jamás he vuelto a encontrarme en una como ésa.
Puedo datar el año en que sucedió, porque participó mi bicicleta amarilla. Por lo tanto, yo tenía 7 años, ya que me la regalaron ese año. Fue en verano, así que mi hermano Julio tenía 8 años y Guillermo 9 ó 10 (cumple los 21 de julio). Y, como era costumbre entre nosotros, también estaría en la partida mi hermano menor, que tendría 6. Cuatro hermanos, de 9-10, 8, 7 y 6 años. Bicicletas, tres: la mía, amarilla, recién estrenada; la Makiki, una bicicleta pequeña que heredamos de los primos de mi padre (y que quizá habían estos heredado, a su vez, de otros primos), y la azul, la bicicleta titular de mis dos hermanos mayores y que era demasiado grande para los pequeños. Como es lógico, uno iría de paquete en la bicicleta azul. Guillermo, de largas ancas llevaría la azul y al pequeño; yo, en la amarilla, que por algo era mía, y sin duda Julio iría en la makiki.
El lugar era la finca "Los Almendros", a la salida de Zaragoza. Describí la finca en esta entrada, por lo que ahora daré cuatro trazos: Al sur había una charca natural, quizá de unos 50 m o más de diámetro (yo era pequeño para juzgar estas cosas). Ya no existe, porque lo he comprobado con Google Maps, que la finca está en 41,6805/-0,9620, pero entonces estaba: tenía patos, y todo. Detrás de la chacar estaba la carretera. Al norte, un cementerio de coches. Al oeste, una escuela vacía (como todas las escuelas, en verano) de sordomudos. No íbamos mucho, porque ningún niño quiere ir a una escuela en verano, y porque una vez que fuimos y bajamos a la piscina vacía, cuando yo estaba descendiendo por la escalerilla (manos ocupadas) una avispa me picó y no me pude soltar. Y al este había un camino y un polígono industrial. Hoy no queda nada de estas cosas, pero entonces estaban ahí.
Nunca íbamos al polígono industrial. Fuimos una vez, y fue suficiente.
Aquel día cogimos las bicis, los cuatro hermanos, y nos fuimos. Sin duda, era por la tarde: Por la mañana vagueábamos en casa, hacíamos los trabajos de vacaciones, llegaba el "Panadero Díaz" con su 2CV haciendo el reparto del pan, desayunábamos como se desayunaba entonces, y esperábamos que dieran, más o menos, las once, la hora en que podíamos meternos en la piscina. Las mañanas se pasaban en la piscina, a la vista de mi madre; en cambio, por la tarde no nos bañábamos: supongo que las primeras dos horas serían las reglamentarias, y luego haríamos juegos de hermanos: cuatro niños pequeños es una banda mucho mayor de las que suele haber ahora, en las casas de vacaciones. También las tardes eran los momentos de las aventuras, así que sí: sería por la tarde.
Aquel día, ya lo he dicho, cogimos las bicis y nos fuimos por el camino del polígono. Mi hermano mayor tendría 9 ó 10 años; los demás, 8, 7 y 6. ¿Adultos? Por supuesto que no. En aquella época, los niños podían largarse solos; supongo que bastaría con un "nos vamos con las bicis" o algo así.
Íbamos tan panchos, a la descubierta. Sabíamos que más allá estaba la vía del tren, ése era nuestro objetivo primario, pero luego no lo teníamos claro. ¿Qué habría, más allá de la vía del tren? ¿Se podría ir siguiendo la vía del tren hasta Zaragoza? ¿Y hacia el otro lado? Había que explorarlo. Y para explorar, había que darle a los pedales. Tarde de verano, naves en el campo, niños pequeños en bicicleta con ganas de explorar...
En ese momento, unos perros asesinos salieron de alguna nave que habría por allí y, ladrando, se abalanzaron sobre nosotros. Ya no hay perros como los de antes, se lo aseguro: ahora son de raza y están todos domados, tienen un chip y pasan los controles veterinarios, pero en aquella época, perros como ésos estaban en las industrias para espantar a los gitanos (a los ladrones, es lo correcto decir).
Ahora bien: tampoco hay ahora niños como los de antes. Aquí nadie se paralizó: al contrario, prietas las filas, inyección de adrenalina y a pedalear como si fuéramos Ocaña y Merckx. Y sin aflojar, oiga, que nos iba la vida en ello.
Nos salvamos. Corrimos tanto que no nos alcanzaron, y los dejamos atrás. Eso sí, no paramos hasta las vías del tren. Y volvimos por otro camino, que ése nunca más lo cogimos.
Desde entonces, he montado en bici muchas veces, pero nunca me han atacado perros. Y, si alguna vez lo han hecho, un simple golpe de pedal habrá sido suficiente. Ya digo, no hay perros como los de entonces.
Porque, se lo aseguro, aquella tarde dependí de mí mismo para sobrevivir. Nadie daría los pedales por mí, era yo quien se había metido en ese lío y yo quien me sacó de él.
Tenía siete años, y todavía me acuerdo.
John Denver - Rhymes and reasons (cover de Mike Sinatra Rendition)
Soy un bicho de otra época. Cuando era chaval, mi dormitorio era una habitación superpoblada (llegamos a ser cinco, durmiendo). La habitación de mis dos hermanos mayores era, en cambio, un cuarto despejado debido a que las camas de ellos eran plegables (cuando, siendo yo más pequeño aún, yo dormía en esa habitación no lo eran, pero en la época a la que me refiero sí). Además, la habitación mía tenía una mesa redonda en el centro, con sus correspondientes sillas, y el baúl de los juguetes. La mesa, por supuesto, era el centro de una considerable actividad, lo que contribuía a que no hubiera mucho espacio de tránsito. El caso es que era natural que yo pasara muchas horas en la habitación de mis hermanos mayores; más aún, estando allí el aliciente sobre el que versa este artículo.
El dormitorio de mis hermanos era un espacio razonablemente cuadrado, con sus cuatro paredes. Una estaba ocupada por la ventana y una mesa que era un tablero alargado debajo de la ventana, y otra, perpendicular, por el mueble completo que albergaba las camas, el armario ropero y zapatero y las librerías. Las otras dos paredes, como la superficie principal del cuarto, estaban despejadas, decoradas con algunos carteles de películas (que conseguía mi hermano cuando se retiraba alguna película de los cines, iba en el momento en que ponían el cartel de la película nueva y pedía el de la vieja)… y este mapa de Europa:
En acumulado, horas mirándolo. Interminables juegos con mis hermanos, retándonos a localizar tal río o tal ciudad. Estimando distancias, recorridos, viajes. Por ejemplo, en los minutos que transcurrían entre que terminábamos de comer y teníamos que lavarnos las manos para volver a salir para ir al colegio por la tarde. ¡Qué quieren, cada época tiene sus maneras de entretenerse!
El caso es que para mí Europa es ese mapa. Por ejemplo, sigo pensando en Chequia y Eslovaquia como una unidad, como dos países hoy separados pero que en realidad son uno solo. O que cuando me hablan de Hungría, interiormente la identifico como "ese país verde oscuro del centro". ¡Qué le voy a hacer!
Y tengo para mí que no soy el único al que le pasan estas cosas.
Hoy domingo, día de la madre (las madres se merecen de largo un día en su honor, no así los hijos, ni los maridos ni las esposas), me dió por leer Maigret se divierte.
Maigret se divierte se escribió en 1957. El dato me parece importante, porque me encantan las descripciones que hace Simenon y es fundamental saber qué año está describiendo. En este caso, ya digo, es 1957.
Lo primero que me llamó la atención es que "como de costumbre, empezó por pasar la aspiradora eléctrica por la sala". En 1957. ¿Aspiradora eléctrica? Es posible, si tenemos en cuenta que es en París, no en España, y la acción ocurre en la consulta de un doctor "mundano", así lo indican en la novela varias veces. Es decir, por si no usan la palabra "mundano": se trata de un médico que trata a la alta sociedad parisina. Que gana una pasta, caramba.
"Maigret conocía el barrio; al llegar a París fue quizá el que más le impresionó por sus edificios tranquilos y elegantes, sus puertas cocheras que permitían ver antiguas cuadras al fondo de los patios...". No pude dejar de leer y sonreir: parecía que estaba describiendo algunas casas de la izquierda antigua del ensanche barcelonés. Que no sé si quedan ya, pero como mínimo hasta hace nada, como quien dice, las había.
Es 1957, y Maigret, de vacaciones, lee los periódicos de la mañana y de la tarde. Habla con su amigo Pardon, y éste le cuenta un dato interesante.
- ¿Cómo se ha enterado de que ha vuelto a casa?
- Sencillamente, por la radio.
A Maigret, que también tenía radio, jamás se le ocurría escucharla.
Es 1957. En España no arrancó la televisión hasta finales de octubre del 58. Tampoco estábamos tan atrasados.
Pero estábamos con que hoy es el día de la Madre. Y otro día puede, pero hoy todo el mundo ha de llamar a su madre y rendirle su respeto. Y yo seré un descastado y todo lo que ustedes quieran, pero hasta allí podíamos llegar. Además, quería confirmar que en 1957, en España, no había aspiradoras "eléctricas". Mi madre me lo confirmó hasta donde pudo: ella, desde luego, no tuvo hasta muchos años más tarde. Las conversaciones, ya saben, una cosa lleva a la otra, y yo recordaba los viejos atizadores de palmero y los colchones sacudiéndose en las ventanas. El recuerdo principal era el colchón secándose en la ventana, pero eso era porque mi hermano pequeño, de pequeño, se hacía pis. Pero sí, se sacaba el colchón para que se joreara y se sacudía para recolocar la lana. Y entonces me explicó mi madre algo que yo no sabía (yo era pequeño).
De vez en cuando, contrataban a un hombre y sacaban los colchones al patio. Allí el señor abría los colchones y sacaba la lana, y la ponía en un montón. Y entonces se dedicaba a coger los manojitos de lana (si no recuerdan cómo eran los colchones de lana, era como si se hicieran pelotas de papel de periódico para rellenar el colchón, solo que en este caso eran manojos de lana) y los esponjaba de nuevo. Porque, claro, con el uso la lana se iba apelmazando y ya no era cómodo. Luego volvía a meter la lana en el colchón, y listos. Y me cuenta mi madre que tras esto ¡daba un gusto volver a dormir en los colchones....! Me los imagino, mullidos de nuevo...
Es un oficio que, no hay que decirlo, ya ha desaparecido. Como tantos otros.
Una reflexión mientras releo lo escrito: acabo de comprender porqué mi almohada, la que usaba mientras viví en casa de mis padres, era cada vez más incómoda. Por la razón que fuera, yo no cambié a almohada de espuma cuando aparecieron, seguí con mi almohada "de toda la vida". Que era cada vez más y más peculiar, nada de elástica, en que apoyaba la cabeza se formaban dos pelotas fuera y... una birria. Era de lana, claro, y hacía ya muchos, muchos años, que ese señor no venía a casa. Con él se había perdido la práctica de sacar los mechones de lana, esponjarlos con los dedos y volverlos a meter: yo me conformaba con distribuirla un poco sin sacarla de la funda. Y así me fue. Y ahora me entero de qué tenía que haber hecho. Aparte de cambiarme de almohada, claro está.
Cuando yo era pequeño, a mi casa nos traía el pan la panadera. Traían la leche y el periódico. Venía un peluquero (eramos muchos y salía a cuenta), el médico de cabecera (o pediatra, que los que nos poníamos malos éramos niños), el practicante a poner las inyecciones, una costurera de vez en cuando a arreglarnos la ropa, el mozo con la compra, el butano (esto se sigue haciendo), el carbonero cada otoño, y por lo que me he enterado hoy, también un señor que se dedicaba a mullir los colchones.
En algunas cosas la vida era muy diferente a como es ahora. En algunas cosas.
Cuando era pequeño, mi colegio estaba a 100 m de mi casa; y en aquella época, la calle que teníamos que cruzar no era una calle sino un callejón, y semipeatonal. Sin embargo, al poco el colegio se trasladó a las afueras, a 3 km de casa, y allí que me fui.
Por suerte, el colegio habilitó un sistema de autobuses que nos llevaba y traía, cuatro viajes al día en total. La parada estaba donde la puerta del antiguo colegio, con lo que, para mí al menos, el sistema era muy cómodo.
Mis padres no me daban ninguna asignación semanal ni nada de eso. En verdad yo no tenía muchas necesidades, porque era fácil que hubiera algún hermano enfermo, lo que significaba una provisión de tebeos, o a lo mejor algún domingo mi padre se sentía espléndido y nos compraba algunos. En cuanto a las chucherías, podía hacer recados en casa y obtener alguna moneda por ello. El viejo Juanita tenía su puesto de chuches en la plaza de la parada del autobús y con una o dos pesetas uno podía hacer provisión suficiente, así que ese flanco también estaba cubierto.
Cuando tuve 12 años, mi madre me propuso (o lo propuse yo, ya ni lo recuerdo ni importa) que fuera andando al colegio los viajes del mediodía. Ella se ahorraba la mitad del autobús escolar, y a cambio yo recibiría un cierto estipendio: el coste en el autobús urbano de la mitad de los viajes. Esto suponía que yo tendría que hacer al menos 5 caminatas semanales, y sólo podría ir 5 veces en autobús, pero... si hacía los diez viajes andando, me quedaba el dinero del autobús. Y ese dinero quedaba a mi libre disposición. Trato hecho, tenía 12 años. Y el curso siguiente se amplió a los cuatro viajes, 20 a la semana. Y doble importe de la asignación.
Por supuesto, no todos los viajes los hice andando. Cogía el autobús si llovía, si me encontraba mal, si llegaba tarde, si iba muy cargado, si hacía muuucho frío (recuerdo un día que nevaba ver, desde el autobús abarrotado, a mi hermano Guillermo volviendo a casa caminando; vale que se ahorraba pagar el billete, pero en aquel momento pensé que se estaba excediendo en su afán ahorrativo).
Pero, en general, la mayoría de los trayectos los hice andando. A la salida del colegio, era natural que fuéramos en grupo gran parte del trayecto, y a la ida solía quedar con mi amigo José a más o menos la mitad del trayecto; si entraba a y media, creo que quedábamos a y cinco o a y diez en la esquina de su calle; de allí al colegio había poco menos de 20 minutos, por lo que llegábamos al colegio unos cinco minutos antes de que abrieran. Es que llegar tarde era inconcebible. Esto además motivó un cierto sentido de la puntualidad: si quedábamos a y diez, era a y diez, no a y doce. En una época sin móviles, uno no podía saber qué estaba haciendo el otro, así que si no estaba a y diez había que suponer que algo habría pasado... y largarse. Si se queda a y diez, a y diez hay que estar. Mis padres, por supuesto, se despreocupaban de si yo llegaba tarde a mi cita con José y con el cole; debía apechugar. Sí me resolvían la papeleta si llegaba tarde en la época del autobús - aunque los nervios que pasaba, en ese caso, no compensaban los beneficios de la indolencia-, pero en los años pedrestres la puntualidad era cosa mía.
Con doce años y un dinerito en el bolsillo, mis ideas estaban claras. La mitad de mi asignación se me iba en comprar El guerrero del antifaz, y la otra mitad se iba en autobuses - ya digo que no era raro cogerlos- o, si llegaba con posibles al viernes por la tarde, en un batido de chocolate en el bar del colegio. Al doblarse la asignación (y desaparecer el Guerrero, por cierto), mis opciones aumentaron y, por lo general, me llegaba para la entrada del cine del sábado por la tarde y, con suerte, unas palomitas que me compraba los sábados por la mañana al volver del colegio (solía subir a jugar al patio, éramos así).
Por lo demás, la política familiar respecto al dinero siguió siendo la misma. Me hice socio de la biblioteca municipal, y listos.
Pasó el tiempo, ya tenía 14 años, y quise una cosa: una máquina que jugaba al ajedrez. ¡Era tan chula! Pero era muy cara, y mis padres no me la iban a comprar. Mi tía Ana me sugirió que ahorrara y me la comprara yo. Mi tía Ana fumaba creo que Bisonte, y me hizo gracia: calculé cuánto se gastaba a la semana en tabaco, y cuánto al año, no sé si unas 4 ó 5.000 pesetas. Aquello me parecía una fortuna y, además de alejarme para siempre del vicio del tabaco, me animó a intentarlo. En una pequeña agenda de mano apunté los ingresos y las previsiones, y... podía hacerse. Quizá tardé un par de años, pero lo logré. Me la compré, y me la pagué yo solo. Con los años descubrí que fue una malísima compra, pues ni de lejos valió la pena el esfuerzo, pero quiero aprovechar la oportunidad para decir que éste sería un país mejor si a todos nos gustara el ajedrez. En fin...
Muy pocos años después, entré en una cofradía. De nuevo, ahorré para pagarme el hábito: 4.500 la tela y 4.500 la confeción. Y, de nuevo, prueba superada. Ya había abandonado el colegio, pero en mi casa seguían dándonos una asignación con el criterio anterior. Con truco, claro: ese criterio era para los hermanos más pequeños que recibieran esa asignación, la asignación base. Sobre ésta, los mayores teníamos un plus, digamos de antigüedad. Claro que la asignación debía abarcar los gastos que tuviéramos por elección nuestra, entiéndase los de salir con los amigos o los libros o música que nos quisiéramos comprar. Y por cierto, sigo con el hábito de entonces, y si Dios quiere y el tiempo no lo impide, procesionaré con la capa original.
Una vez conseguido el hábito, mi siguiente objetivo no tardó en aparecer: quería un equipo de música.Palabras mayores, en aquel momento; y no olvidemos que yo era aún estudiante. Esta vez, la estrategia fue distinta, porque estando, no sé, en segundo o así, tenía acceso a fuentes de ingreso mucho más potentes: cuidar niños y, sobre todo, clases particulares. Y además por aquella época yo era... ¿cómo decirlo? Un joven impetuoso. Tipo nunca maïs no ya. Vamos, que caí en las redes de los bancos. De lo que ahora es Ibercaja, en concreto. Abrí una libreta, me dieron un préstamo y me compré el equipo. Era alucinante. Mi madre se enfadó mucho, porque era un equipo regio y ella opinaba que uno sólo debía comprarse un equipo así si estaba ya casado. Que había que ser el propietario de la casa, vaya. Por otro lado, Belinda, nuestra asistenta, entró en la habitación, lo vió y se quedó parada en la puerta. ¡Qué equipo más bonito!, vino a decir, y yo valoré mucho más la opinión de Beli que la de mi madre. Total, que dos días después me llamó el director de la oficina y me preguntó si el equipo funcionaba bien; yo le dije que sí, y entonces se hizo el pago a la tienda del equipo. A cambio, estuve un par años ingresando religiosamente la cuota en el banco.
Y ya está. En cuarto de carrera empecé a trabajar de ingeniero, y todas estas historias pasaron a ser sólo eso, historias de cuando era chico.
"¡Rasmia, hijo, rasmia!", o bien "¡Venga, hijo, con rasmia!". Dos exhortaciones con las que mi padre solía pedirme, de niño (o de muchacho) que pusiera más energía en la tarea que estaba ejecutando. Y es que rasmia el Diccionario de la RAE la define como "Empuje y tesón para acometer y continuar una empresa". Aunque, eso sí, precede la definición con las abreviaturas "f.", por femenino, y "Ar.". Por Aragón. Estamos pues ante una voz aragonesa, que la RAE cataloga como de "origen incierto". Que carece de etimología y nadie sabe cómo se originó, vaya. O que se la inventó un cabrero, para qué engañarnos.
Resulta curioso, además, que no aparezca ninguna otra acepción ni ningún sinónimo. ¿Acaso no hay otra palabra equivalente? ¿Es acaso el empuje y tesón para acometer y continuar una empresa un concepto poco usual fuera de Aragón?
Viene todo esto a que, caminando por la calle, reflexionaba sobre que, por aquí por Barcelona, no oigo nunca a nadie pedirle rasmia a nadie.
Y esta reflexión venía a cuento de que estaba haciendo cola para pagar y la cajera, bajita, de piel cobriza y con una larga melena negra de pelo liso que recogía en una coleta... pues que no cobraba con rasmia y hacía la clásica cola que exaspera a los que, como yo, pedimos rasmia en este tipo de tareas. Por lo normal intento evitar a las cajeras bajitas de piel cobriza y con una larga melena negra de pelo liso recogida en una coleta, pero en este caso no tenía opción, no había otra. Por suerte, al cabo de un rato apareció una segunda cajera, regordeta
y no tan joven pero que probablemente tenía ascendencia aragonesa, porque sí se puso con rasmia a
cobrar, y salí de allí en un plisplás.
Y es que, es verdad, "¡Rasmia!" sólo se le puede exhortar a los hijos de uno.
Come together. Tal vez lo mejor de los Beatles vino al final; creo que en esta canción todo lo que les he dicho en las anteriores de lo fresca que sonaría ahora huelga repetirlo. Cuarenta y seis años después, ésta es quizás la canción que más suena de los Beatles. Y gusta a todos los jóvenes de ahora. Como siempre. Por algo será.
"Soldar es malo. No soldar es peor".
Fernando Mora
Nunca entendí qué quiso decir mi profesor, Fernando Mora, con eso de soldar. Si bien es cierto que él no era profesor de estructuras, sino de máquinas. Lo que pasa es que fue mi mejor profesor, y mis profesores de estructuras los peores que he tenido en la vida: unos y otros son excelentes ejemplos de que es mejor que los profesores universitarios tengan una vida al margen de la Universidad; más aún, que lo de dar clases sea algo secundario en su trayectoria profesional, casi que lo hagan "pro bono". Y es que yo no sé si en otras carreras, como Derecho o Medicina, no conviene que sea así, pero en Ingeniería lo mejor es que los profesores sean ingenieros, hayan trabajado de verdad como ingenieros y sigan trabajando como ingenieros al margen de la enseñanza.
A lo que íbamos. La frase citada la he repetido muchas veces. Hablamos, por supuesto, de la estructura metálica. ¿Es mejor soldada o atornillada?
Inciso: para todo lo que sigue, debe tenerse en cuenta que los avatares profesionales me han hecho especializarme en lo que nadie más quiere o puede masticar. No hago grandes edificios, estructuras espectaculares de esas de las que luego se alardea; de hecho, lo cierto es que cualquier despreciaría las cosas que yo hago, son difíciles, mal pagadas y no tienen títulos o descripciones rimbombantes. En otras palabras, mis trabajos profesionales son "los marrones" que nadie quiere. Pues bien, comprenderán que es lógico que estos encargos no los ejecuten empresas punteras, sino piratas cuyo amor por la calidad de su propio trabajo es... perfectamente descriptible.
Retomo el hilo.
El primer impulso es proyectar las estructuras soldadas. Para la norma, las soldaduras son un chollo: resisten siempre. Lo que los autores de las normas no saben es que la vida no es como las normas la pintan. Y las soldaduras no son como ellos se creen. Hasta el punto de que el mejor argumento a favor de las estructuras atornilladas es ver una estructura soldada.
A la mayoría de los calculistas, este tema no les preocupa; supongo que ejercen su legal derecho a suponer que las estructuras se las construyen bien y, que si no es así, no es cosa suya. A mí, en cambio, siempre me ha preocupado, y a lo largo de los años he ido haciendo acopio de experiencias con soldaduras y con tornillos. Guardo incluso cordones de obras mías, cortados por la mitad. Arandelas, tuercas y tornillos.
Y por eso les digo que el mejor argumento a favor de las estructuras soldadas es vivir un montaje atornillado.
Mientras escribo, voy recordando experiencias y fotografías de mis archivos. Tengo para parar un carro, así que no les voy a aburrir con ninguna; me morderé las ganas. Porque de lo que se trata aquí es de discutir qué opción es favorable.
Lo primero que ha de decirse es que hay muchas ocasiones en las que soldar no es una opción. Ahí está claro. También las hay en las que atornillar no es una opción, como son las estructuras tubulares. También está claro.
En segundo lugar: las soldaduras en taller salen bien por definición. Esto no es una verdad de fe y he vivido casos en los que los problemas, muy gordos, han venido de que el trabajo en taller no ha sido correcto; al respecto, mi consejo para todo calculista es que se lea los capítulos de la norma que hablan de las tolerancias, de la fabricación en taller y del montaje, y que proyecten teniendo en cuenta lo que dicen.
El tercer hecho a tener en cuenta es que el herrero es su enemigo. Por muy buena relación que tenga con él. Siempre que pueda, hará lo que le dé la gana, y las más de las veces la cagará. Por lo tanto, sea muy claro y diga las cosas con mucha claridad antes de que sea demasiado tarde. Si tiene ocasión de hablar personalmente con la empresa de calderería (algo que las más de las veces no va a pasar, porque a nadie se le va a ocurrir que ese contacto sea interesante), explíquele su proyecto y los puntos clave. Lo que nos lleva al cuarto apartado.
Cuarto apartado: cuando proyecte o calcule, localice los puntos clave y márquelos. Indique en los planos las soldaduras importantes que cree que serán difíciles de ejecutar y acote que se sometan a control especial. Si una soldadura puede hacerse en taller pero también in situ, marque su preferencia; mi técnica al respecto es recuadrar una nota que dice que todas las soldaduras se harán en taller excepto las indicadas, y marcar las que se hacen in situ - si son muchas, no marco las obvias. Diga siempre el tipo de tornillo, DIN931 o DIN933, ISO4014 o ISO4017, por ejemplo; si quiere tornillos especiales, identifíquelos. Tenga en cuenta que el herrero, salvo que se le advierta muy claramente, siempre pondrá IS4017; por eso yo calculo siempre con ISO4017 pero en planos pido ISO4014: es una seguridad adicional que vale cuatro perras y me da pie a echarle la bronca al herrero, y esto último es una bala que conviene tener en la recámara cuando se afrontan los montajes.
Lo más difícil cuando se proyecta con tornillos son las chapas de testa: resulta que no se fabrican como se diseñan. Porque las chapas se diseñan planas, y al soldar los perfiles, se deforman. Esto hace que no haya contacto pleno. También puede ocurrir que los perfiles no se corten a 90 grados, o que en el momento de soldarlos en taller la chapa no esté del todo perpendicular al perfil; esto hace que las placas, en el montaje, no se enfrenten paralelas. Además, es difícil que en el momento del montaje lleguen como se diseñan. Puede que calcule las superficies de contacto como granalladas y lo prescriba así en planos, y luego se encuentre que se las han pintado. Puede que las granallen y no las pinten... y le lleguen a obra con una capa de calamina. Si usted es un fan de los tornillos pretensados, sepa que aquí se la juega. Mi consejo es que huya de los pretensados; si no tiene más remedio, intente que el cortante entre con el mínimo tratamiento posible, marque visiblemente en los planos lo que quiere que se haga, remarque que se han de conservar protegidas hasta el montaje... ¡y advierta de esto a todos los que pueda! Ítem más, cuente a todos sus experiencias con las chapas alabeadas y pida que se sea especialmente cuidadoso en ese aspecto.
En lo que respecta a las soldaduras, intente que todas las in situ sean de suelo o verticales. Jamás pida una soldadura de techo in situ; si no le queda más remedio, marque con claridad que se ensayará esa soldadura. Busque todas las soldaduras in situ que crea que son difíciles de hacer o que las hará el chaval.
Inciso: las soldaduras en taller suelen salir bien porque las hace un soldador con más conchas que un galápago que lleva 40 años soldando. El hombre puede girar las piezas para que sean siempre de suelo, se ilumina la unión, se fuma un pitillo antes de soldar (me gusta que no suelden nerviosos), y si duda levanta la mano y acude el encargado del taller. En obra, ese soldador tan bueno está en el taller soldando otros encargos; al montaje ha ido un montador, soldador ocasional, o un chaval que está aprendiendo. O peor aún, un marroquí que en realidad es médico y suelda con un ojo en el cogote por si aparecen los de Inmigración. Si la soldadura se ha de hacer a nueve metros de altura, subido a un cesta y forzando un poco la espalda, les aseguro que el viejo y experimentado soldador, con problemas de próstata y una tripa de miles de cervezas, no subirá: mandará al chaval o al marroquí. Fin del inciso.
Estas soldaduras que se harán de esas maneras, lo primero que tiene que hacer es calcularlas con esto en mente. En mi caso, nunca las hago trabajar a más de 1.000 kg/cm2; si no lo consigo, busco otro diseño. Esto último suelo extenderlo a todas las soldaduras in situ, aunque tengo cierta flexibilidad si las veo fáciles de hacer.
El problema intrínseco con las estructuras atornilladas es que es muy difícil que salgan como en papel. La empresa de montaje ha de ser muy buena y trabajar con mucha precisión. Esto es muy caro, y aunque el cliente lo pague, el montador tiende a ahorrarse el coste de la precisión. Para que se hagan una idea de lo que puede pasar, les contaré una anécdota. Se trataba de una estructura metálica industrial, un forjado colaborante a 4,5 m de altura. Dos líneas de pilares y jácenas IPE400 de pilar a pilar. La unión jácena-pilar se hacía con chapas de testa. Yo no la proyecté ni viví el montaje, porque me llamaron cuando aparecieron los problemas: cabezas de tornillos en el suelo. Aün no se había colocado la chapa colaborante, con lo que no había cargas. ¿Qué estaba pasando? Mi primera instrucción, en obra, fue mandar comprobar todos los tornillos ya colocados. Resultó que casi todos los de las chapas de testa citadas estaban rotos, sujetos sólo por la pintura; los que habían encontrado antes era porque aún no habían pintado. Sin entrar en detalles, había dos causas posibles: la primera, que la llave dinamométrica con la que apretaron los tornillos estaba mal tarada. Esa llave desapareció y jamás pude verificarla. Y la segunda opción es que los pilares estuvieran unos milímetros desplazados, o que se montaran con unos minutos de desplome, o que las jácenas fueran unos milímetros más cortas, o que la cimentación se hubiera hecho unos milímetros más allá... algo que hiciera que las jácenas no encajaran en la separación entre placas de pilares: el montador atornilla una unión, y luego, dándole caña a la llave, consigue el contacto en la placa opuesta. Este encaje se hace forzando los tornillos, y se partieron. En cadena, en que rompa uno rompen todos los demás de la unión, ya saben. ¿Cómo se podía haber evitado? El calculista había diseñado pórticos rígidos, en esas uniones habría flexión y cortante (más la tracción por un montaje no de relojero); sobre el papel, su proyecto era irreprochable. Podría decir que a mí no me habría pasado, porque suelo diseñar con otros criterios, pero quizá sí; ya digo que su diseño parecía correcto.
Por todo esto, mi opinión es que es algo que tiene que valorar el calculista. No existe una regla tajante. Empero, me atrevo a dar algunas recomendaciones.
El primer criterio tiene que ser el tamaño. Si la obra es grande, varias plantas, varios vanos, muchas toneladas de acero, lo mejor es soldar. Hay muchas soldaduras y se soldará muchos días, por lo que los herreros desplazarán a soldadores con experiencia (al gordo prostático no, pero al menos serán tíos con kilómetros a sus espaldas). Habrá una partida de control de calidad que podrá destinar a ensayos, y podrá ensayar e inspeccionar cuando todavía quede mucha obra por hacer; al segundo error, el soldador se pone las pilas. En cambio, si la hace atornillada los errores de montaje (las tolerancias existen) irán acumulándose e invalidando las uniones atornilladas. Si suelda, los errores de montaje se pueden poner a cero, porque para soldar no hace falta que los perfiles estén en contacto. Otro inconveniente de las uniones atornilladas es que no son instantáneas: siempre le dirán que están todavía sin ajustar, sin apretar, sin repretar, sin pretensar,... excusas de todo tipo. He estado en obras donde se han dado excusas alargando los plazos hasta que la Dirección deja de interesarse por esa unión y se deja sin terminar (se lo digo de verdad). Sobre todo, en este tipo de estructuras los fallos de las uniones atornilladas no tienen arreglo, porque no son desmontables por todo lo que ya han montado a continuación. Una soldadura, en cambio, se puede quitar y volver a hacer sin desmontar el resto de la estructura.
En cambio, si la estructura es pequeña ocurrirá todo lo contrario. En ese caso, lo mejor es atornillar. Por todos los argumentos dados, vueltos del revés.
Un segundo criterio es la calidad que usted prevea que va a haber en la ejecución. Puede que sea una estructura para placas solares sobre la azotea de un bloque de pisos; en ese caso, hay una constructora más grande detrás y el jefe de obra también exigirá calidad al calderero. O puede que sea una chapuza para una comunidad de vecinos: ahí, el precio se impone y usted no va a tener ninguna autoridad. Si duda de la calidad, piense en si las soldaduras las podrán hacer bien. Si no lo tiene claro, diseñe con tornillos. La razón es muy sencilla: si una soldadura no se puede hacer bien, usted tampoco la podrá inspeccionar bien. Las uniones atornlladas se pueden inspeccionar siempre.
El tercer criterio es la viabilidad de que usted pueda dirigir el montaje y hablar con el estructurista antes de empezar. Si va a ser así, puede afrontar uniones complicadas; de lo contrario, evítelas. Su elección será entonces el sistema que las evite.
En cualquier caso, sea cual sea su decisión, convierta en regla lo que he dicho en el apartado cuarto. Si lo hace, poco a poco irá habituándose a estudiar estos detalles y desarrollará el instinto de saber qué es mejor en cada situación. Aparte de que, aunque no lo desarrolle, se evitará muchos problemas en los montajes. O, al menos, será el bueno de la película cuando aparezcan.
Come together. Aunque fuera una canción horrible, que ya sé que no puede serlo, esta canción siempre estará en mis recuerdos. Verán, en mi casa, en casa de mis padres, el tocadiscos estaba en el salón. Como en todas las casas de la época, en las que había un salón para recibir visitas, niños-free. Mi casa también tenía la habitación de sólo mayores, pero al ir aumentando la población infantil hubo que desmantelar aquel salón y emplearlo como comedor: la mesa era tan grande que no cabía en ningún otro sitio. Pero la librería con el tocadiscos se mantuvo. En este tocadiscos oía yo a los Beatles, y Abbey Road era un sonido que desagradaba al resto de la población. Como pueden suponer, yo me había comprado unos cascos auriculares (de los de entonces).
En cierta ocasión vino a casa mi abuela; yo estaba oyendo el disco con los auriculares. Mi abuela, que ya les expliqué un día que nació viejita, no sabía qué era eso que llevaba en la cabeza. Y yo alucinaba con que no lo supiera, pero tengamos en cuenta que por aquella época mi abuela me había pedido que le reinstalara el tocadiscos de su casa, quería oir a la Callas, y resulta que sus discos eran de baquelita. El caso es que le puse los auriculares en la cabeza, para que supiera lo que eran. Sonaba Come Together, ya les digo, ¡y mi abuela se puso a bailar! Mi abuela nunca salió a la calle sin guantes, hasta ahí podíamos llegar, y yo la tenía delante bailando al compás de una canción de los Beatles.
Sé que le hice (o le hicieron) una foto, y por algún sitio estará, en alguna lata. Para mí, es un recuerdo imborrable; quizá sea desde entonces que Come Together es una de mis canciones favoritas.
Y, como de costumbre, aquí una versión que demuestra que lo bueno es bueno siempre.
¿Por qué no es lo de
Mataró la gota que colma el vaso?
Lo de Mataró es que
una familia solicita que a sus hijos se les dé algo más de educación en español
conforme lo marcado por la ley y sentencias de tribunales, el colegio (con el
apoyo de la Generalitat) se opone, se pleitea, la familia siempre gana, la Gene
siempre pierde pero puede pleitear hasta que suenen las trompetas, y por fin el
Tribunal Superior de Cataluña dice que sí, que ya vale de marear la perdiz y
que a las clases de esos chicos se les dé en español una asignatura que no sea
Gimnasia, aparte de Lengua española. A estas alturas, los chicos ya están
creciditos, ya tienen 12 años.
Mataró es una ciudad
de 124.000 habitantes a 30 km al norte de Barcelona, en la playa. No es una
aldea de la Cataluña profunda que creen que seguimos a principios del siglo
XVIII.
Pues bien,
concejales de CiU, ERC y demás partidos independentistas lideraron una
manifestación en la puerta del colegio para protestar contra esos niños. Exigen
que no se aplique ni la ley ni las sentencias, que se siga impidiendo la
voluntad de sus padres de que reciban educación en su lengua materna (que es el
español, no urdu ni swahili). Que, en todo caso, en esa asignatura venga un
profesor, se lleve al chico a una habitación y le imparta en solitario,
separado de sus compañeros, la lección en español. Activistas de estos partidos
y de la asociación de padres del colegio están pidiendo a los padres que den
instrucciones a sus hijos para que los interfectos se queden solos en el patio
y que nadie les dirija la palabra nunca. Claro que, según lo ven ellos, la
culpa es de los padres españolistas, que con su actitud provocan que se les
haga el vacío a sus hijos. Alguno opina, para más inri, que los niños ya tienen
edad para oponerse a los padres y que por lo tanto también merecen el
tratamiento, no son víctimas.
Por supuesto, hay
que añadir el habitual acoso de carteles por doquier, señalamientos por la
calle, etc.
Hace tiempo que no
escribo de esto, pero... ¿cuándo hay que decir basta?
Además pregunto yo,
¿no era todo esto del prusés muy pacífico y festivo y que no quería dejar fuera
a nadie y que no creaba ningún tipo de enfrentamiento en la sociedad?
¿Por qué un colegio
que imparta una asignatura (por ejemplo, Ciencias Naturales) en inglés es un
buen colegio y si la imparte en español está peligrando la supervivencia del
catalán y provocando fractura social?
¿Por qué nuestro
presidente, Artur Mas, lleva a sus hijos a un elitista colegio privado donde no
sólo no se practica la inmersión lingüística sino que se enseña en español,
catalán, francés e inglés? ¿Cree Artur Mas que lo mejor para sus hijos es que
no se les eduque únicamente en catalán sino en otros 3 idiomas adicionales,
precisamente entre los más importantes del mundo? ¿Por qué cree que es lo mejor
para sus hijos pero no para los nuestros?
Antes que Artur Mas,
nuestro presidente era José Montilla, de sereno liderazgo. Los hijos de José
Montilla, el del sereno liderazgo, iban a un elitista colegio privado donde se
practica la inmersión lingüística… en alemán. No se enseña en catalán, se enseña
en alemán. Cuando se le preguntó al respecto, Montilla, de sereno liderazgo,
respondió con su laconismo habitual "es una cuestión personal".
Personal. Sí, es personal porque la decisión es suya, los demás no podemos
influirle, pero como cargo público sí podemos juzgarle no sólo por lo que dice
sino también por lo que hace. Y lo que hace es buscar que sus hijos no reciban
una educación en catalán.
Más explícito que
Montilla fue su mujer, la que tenía 17 cargos públicos. La señora declaró que
sus hijos van al Colegio Alemán porque "está cerca de casa" y conoce
a sus profesores, y por la importancia que le da a las lenguas extranjeras. "Los
niños saldrán de allí dominando perfectamente el alemán y el inglés. Es una
maravilla. Sólo por saber alemán ya encontrarán trabajo. Es como tener una
carrera". Esto lo dijo en el 2007 y a mí se me quedó grabado, si quieren
pueden leerlo en este enlace.
Los llevan al
ColegioAlemán porque sabrán dominando
alemán e inglés, que es lo que consideran que hay que saber en el futuro. Se le
preguntó también por el español y el catalán, y la señora respondió que esos
idiomas ya los aprendían en casa, no necesitaban la inmersión. Terrible manera
de pensar, y tengo derecho a suponer que compartida por su marido y padre de
las criaturas y quien paga el colegio, el en aquel momento mi presidente
gracias a su sereno liderazgo. Ellos creen que sus hijos tendrán enormes
ventajas competitivas frente a los míos si los suyos dominan varios idiomas
(inglés y francés o alemán) y consiguen que los míos sólo catalán (si no les
enseño yo español, peor para ellos).
¿Acaso saben ellos
cuál es la mejor educación y la quieren sólo para los suyos y que los nuestros
no la reciban?
¿El Colegio Alemán y
la Escuela Aula no están contribuyendo a la desaparición del catalán pero que un
colegio de Mataró imparta Música en español sí?
Aquí ya no se trata
de hipocresía. Se trata de que ellos que pueden están luchando para que la
educación de mis hijos sea mucho peor que la de los suyos. No es como
un Sig. Billonetti o un Mr. Dolarini, que les costean la más cara educación a sus hijos pero no se meten
con lo que yo consiga para los míos, no. Es que luchan para que yono les dé algo que se parezca a lo que ellos
se quedan.
Y luego, por
mediación de terceros, consiguen generar un asfixiante ambiente antiespañol. Ahora es el acoso social de Mataró. ¿Cuánto pasará hasta que les rajen las ruedas del coche?
¿Hasta que les peguen a sus hijos en el colegio? ¿Hasta que una noche le peguen
fuego a su vivienda con ellos dentro?
Y la consejera de
Educación, nombrada por Mas, insiste en que todo esto es una tormenta generada
por un problema muy pequeño: sólo una familia de Mataró, nadie más quiere la
educación en español. Dejando de lado que quitaron de los formularios la opción
de pedir educación en español, ¡como para atreverse a solicitarla! Conozco un
caso en el que fue colegio de mis hijos: aquella familia, años después, tuvo
que largarse del colegio. En todos los años que pleiteó no consiguió nada más que el
vacío de los demás padres, furiosos porque les harían comprar un libro de texto
más, en español, y la predisposición en contra del profesorado.
Ya ven, así están las cosas
en Cataluña, y no espero que cambien. Cada año votamos, este año lo haremos
quizá 3 veces, y nunca cambia nada. A mejor, quiero decir. No nos rebelaremos,
tragaremos carros y carretas. Tampoco los alemanes se rebelaron cuando lo suyo llegó
al punto de funcionar Auschwitz.
Y el resto de
España, como si esto no fuera con ellos. Quizá incluso piensen que mejor para
ellos, que cuanto peor nos vaya a nosotros menos competencia seremos. Nos van a
dejar que nos cozamos en nuestro propio jugo. Y lo peor es que creo que yo no
puedo culparles.