lunes, 4 de abril de 2016

Educando en el valor del dinero




Cuando era pequeño, mi colegio estaba a 100 m de mi casa; y en aquella época, la calle que teníamos que cruzar no era una calle sino un callejón, y semipeatonal. Sin embargo, al poco el colegio se trasladó a las afueras, a 3 km de casa, y allí que me fui.

Por suerte, el colegio habilitó un sistema de autobuses que nos llevaba y traía, cuatro viajes al día en total. La parada estaba donde la puerta del antiguo colegio, con lo que, para mí al menos, el sistema era muy cómodo.

Mis padres no me daban ninguna asignación semanal ni nada de eso. En verdad yo no tenía muchas necesidades, porque era fácil que hubiera algún hermano enfermo, lo que significaba una provisión de tebeos, o a lo mejor algún domingo mi padre se sentía espléndido y nos compraba algunos. En cuanto a las chucherías, podía hacer recados en casa y obtener alguna moneda por ello. El viejo Juanita tenía su puesto de chuches en la plaza de la parada del autobús y con una o dos pesetas uno podía  hacer provisión suficiente, así que ese flanco también estaba cubierto.

Cuando tuve 12 años, mi madre me propuso (o lo propuse yo, ya ni lo recuerdo ni importa) que fuera andando al colegio los viajes del mediodía. Ella se ahorraba la mitad del autobús escolar, y a cambio yo recibiría un cierto estipendio: el coste en el autobús urbano de la mitad de los viajes. Esto suponía que yo tendría que hacer al menos 5 caminatas semanales, y sólo podría ir 5 veces en autobús, pero... si hacía los diez viajes andando, me quedaba el dinero del autobús. Y ese dinero quedaba a mi libre disposición. Trato hecho, tenía 12 años. Y el curso siguiente se amplió a los cuatro viajes, 20 a la semana. Y doble importe de la asignación.

Por supuesto, no todos los viajes los hice andando. Cogía el autobús si llovía, si me encontraba mal, si llegaba tarde, si iba muy cargado, si hacía muuucho frío (recuerdo un día que nevaba ver, desde el autobús abarrotado, a mi hermano Guillermo volviendo a casa caminando; vale que se ahorraba pagar el billete, pero en aquel momento pensé que se estaba excediendo en su afán ahorrativo).

Pero, en general, la mayoría de los trayectos los hice andando. A la salida del colegio, era natural que fuéramos en grupo gran parte del trayecto, y a la ida solía quedar con mi amigo José a más o menos la mitad del trayecto; si entraba a y media, creo que quedábamos a y cinco o a y diez en la esquina de su calle; de allí al colegio había poco menos de 20 minutos, por lo que llegábamos al colegio unos cinco minutos antes de que abrieran. Es que llegar tarde era inconcebible. Esto además motivó un cierto sentido de la puntualidad: si quedábamos a y diez, era a y diez, no a y doce.  En una época sin móviles, uno no podía saber qué estaba haciendo el otro, así que si no estaba a y diez había que suponer que algo habría pasado... y largarse. Si se queda a y diez, a y diez hay que estar. Mis padres, por supuesto, se despreocupaban de si yo llegaba tarde a mi cita con José y con el cole; debía apechugar. Sí me resolvían la papeleta si llegaba tarde en la época del autobús - aunque los nervios que pasaba, en ese caso, no compensaban los beneficios de la indolencia-, pero en los años pedrestres la puntualidad era cosa mía.

Con doce años y un dinerito en el bolsillo, mis ideas estaban claras. La mitad de mi asignación se me iba en comprar El guerrero del antifaz, y la otra mitad se iba en autobuses - ya digo que no era raro cogerlos- o, si llegaba con posibles al viernes por la tarde, en un batido de chocolate en el bar del colegio. Al doblarse la asignación (y desaparecer el Guerrero, por cierto), mis opciones aumentaron y, por lo general, me llegaba para la entrada del cine del sábado por la tarde y, con suerte, unas palomitas que me compraba los sábados por la mañana al volver del colegio (solía subir a jugar al patio, éramos así).

Por lo demás, la política familiar respecto al dinero siguió siendo la misma. Me hice socio de la biblioteca municipal, y listos.

Pasó el tiempo, ya tenía 14 años, y quise una cosa: una máquina que jugaba al ajedrez. ¡Era tan chula! Pero era muy cara, y mis padres no me la iban a comprar. Mi tía Ana me sugirió que ahorrara y me la comprara yo. Mi tía Ana fumaba creo que Bisonte, y me hizo gracia: calculé cuánto se gastaba a la semana en tabaco, y cuánto al año, no sé si unas 4 ó 5.000 pesetas. Aquello me parecía una fortuna y, además de alejarme para siempre del vicio del tabaco, me animó a intentarlo. En una pequeña agenda de mano apunté los ingresos y las previsiones, y... podía hacerse. Quizá tardé un par de años, pero lo logré. Me la compré, y me la pagué yo solo. Con los años descubrí que fue una malísima compra, pues ni de lejos valió la pena el esfuerzo, pero quiero aprovechar la oportunidad para decir que éste sería un país mejor si a todos nos gustara el ajedrez. En fin...

Muy pocos años después, entré en una cofradía. De nuevo, ahorré para pagarme el hábito: 4.500 la tela y 4.500 la confeción. Y, de nuevo, prueba superada. Ya había abandonado el colegio, pero en mi casa seguían dándonos una asignación con el criterio anterior. Con truco, claro: ese criterio era para los hermanos más pequeños que recibieran esa asignación, la asignación base. Sobre ésta, los mayores teníamos un plus, digamos de antigüedad. Claro que la asignación debía abarcar los gastos que tuviéramos por elección nuestra, entiéndase los de salir con los amigos o los libros o música que nos quisiéramos comprar. Y por cierto, sigo con el hábito de entonces, y si Dios quiere y el tiempo no lo impide, procesionaré con la capa original.

Una vez conseguido el hábito, mi siguiente objetivo no tardó en aparecer: quería un equipo de música.Palabras mayores, en aquel momento; y no olvidemos que yo era aún estudiante. Esta vez, la estrategia fue distinta, porque estando, no sé, en segundo o así, tenía acceso a fuentes de ingreso mucho más potentes: cuidar niños y, sobre todo, clases particulares. Y además por aquella época yo era... ¿cómo decirlo? Un joven impetuoso. Tipo nunca maïs no ya. Vamos, que caí en las redes de los bancos. De lo que ahora es Ibercaja, en concreto. Abrí una libreta, me dieron un préstamo y me compré el equipo. Era alucinante. Mi madre se enfadó mucho, porque era un equipo regio y ella opinaba que uno sólo debía comprarse un equipo así si estaba ya casado. Que había que ser el propietario de la casa, vaya. Por otro lado, Belinda, nuestra asistenta, entró en la habitación, lo vió y se quedó parada en la puerta. ¡Qué equipo más bonito!, vino a decir, y yo valoré mucho más la opinión de Beli que la de mi madre. Total, que dos días después me llamó el director de la oficina y me preguntó si el equipo funcionaba bien; yo le dije que sí, y entonces se hizo el pago a la tienda del equipo. A cambio, estuve un par años ingresando religiosamente la cuota en el banco.

Y ya está. En cuarto de carrera empecé a trabajar de ingeniero, y todas estas historias pasaron a ser sólo eso, historias de cuando era chico.




José Luis Perales - Compraré

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