sábado, 26 de noviembre de 2016

La fuerza de la mediocridad



Tengo un largo currículum. Con el pasar de los años he estado en muchas organizaciones, y he de decir que en todas ellas mi experiencia ha sido similar (salvo en el Ejército, donde creo que me pasé de listo). El caso es que este patrón, al final, cansa. Y el cansancio me es desesperante en sí mismo.

Cuando uno se integra en una organización, lo primero que hay que hacer es conocer al personal. Es importante saber quién es quién y cómo se hacen allí las cosas. Lo peor es lo contrario: entrar como un toro en una cacharrería. 

La frase que había escrito a continuación de ésta es que "yo soy ingeniero, y de mí siempre se espera que aporte...", pero en ese punto me he detenido a reflexionar. Porque la realidad es que me he movido siempre en entornos industriales o de construcción, entornos en los que abundan (es decir, no son raros) los ingenieros, y ahora que me doy cuenta, mi caso es singular: no he conocido más ingenieros con un comportamiento como el mío, todo lo más he coincidido con otros que también tenían mi carácter, pero mucho más diluido. Me temo que es opinión general que yo soy una persona con la que se rompió el molde, y no estoy seguro de que no se alegren de ello (de que no hubiera más como yo). Por si han leído "La ciudad y las estrellas": yo soy un bufón.

¿Y qué es lo que me pasa?

Verán, la mayoría de las personas, cuando se les contrata, hacen su trabajo. Y yo también, pero además hago otra cosa: intento cambiar las cosas (aquí, traten de imaginar cómo lo describirían mis críticos).

Estábamos con que, al entrar, uno debe ir con calma: lo primero es aprender qué se hace allí, y cómo. Y luego, es impepinable, mi tendencia es a mejorar el cómo se hacen las cosas. Quizá también a que se hagan otras, pero lo seguro es que intentp cambiar el cómo. ¿Han oído alguna vez que todo es susceptible de mejora? Es cierto. Y yo diría que tengo un don (o una maldición) para ello.

La resistencia al cambio, somos así, es algo natural. Pero que sea natural no significa que sea buena, sino que se produce siempre. La cuestión es que, para cambiar algo, uno ha de tener fe en que el cambio es para mejor. Si yo te digo que vengas aquí que se está mejor que ahí, si no me crees o si no crees que al menos es posible que sí se esté mejor, no vendrás. 

Cuando uno propone un cambio novedoso, una manera nueva de hacer las cosas, esa fe es más difícil, porque requiere una capacidad de visión que mucha gente no tiene. Esta capacidad de imaginar la situación tras el cambio puede obtenerse por la experiencia, tras el paso o el estudio de situaciones parecidas, y a veces, simplemente, la desarrolla uno por sí mismo. Elon Musk, por ejemplo.

El caso de Elon Musk, de hecho, es un paradigma excelente. Es el tipo que nos va a conducir al futuro (me recuerda a Michael Faraday y su empeño en fabricar la electricidad en un mundo en el que, no habiendo electricidad artificial, no tenía ningún uso). En ese futuro, Musk tendrá calle en todas las ciudades del mundo y será reconocido como un gran hombre al que tanto le debemos, pero hoy, y ayer, la vida de Musk es una lucha permanente contra el "eso no funcionará". "Probémoslo, y si no funciona, ayúdeme a mejorarlo", supongo que responderá, pero ya veremos cuántos le dirán que de acuerdo. Porque la lucha de Musk, más que contra el desconocimiento, es contra la mediocridad.

Los mediocres son los que carecen de esa capacidad de visualizar las ventajas del cambio. Son los que siempre nos dicen
  • No funcionará
  • Aquí las cosas siempre las hemos hecho así
  • Yo lo hago mejor así; no necesito eso
  • Tenemos que hacer todos las cosas igual, no puede ser que unos las hagan de una manera y otros de otra
  • Son las normas (eso está fuera de las normas)
y tantas otras respuestas a las propuestas de cambio. Pero lo que más me exaspera es cuando pretenden que todos seamos intercambiables, paras tú y sigo yo. Porque eso suena muy bien, pero sólo el mediocre cree que él es intercambiable con el pionero.
 
Recuerdo ahora, a propósito, una escena de hace muchos años. Había llegado la crisis, y tocaba hacer recortes. De personal, de horas extras y de nóminas. Sin embargo, a la oficina técnica no se la tocaba. Para mí era lógico, era la oficina técnica la que, con sus proyectos, iba a traer el trabajo para los del taller; no era el momento de reducirla, y menos aún de cerrarla. Pues bien, cuando la Dirección lo expuso a los del taller, un tornero saltó diciendo que echaran al de la oficina técnica, que ya se ponía él a hacer los planos que hubiera que hacer. La escena fue hilariante, porque el tornero no tenía ni repajolera idea, ni de dibujar ni de parir máquinas, y todos lo sabíamos, pero porque además el hombre lo decía completamente en serio y enfadado. Al de la oficina técnica, eso sí, no le hizo ni pizca de gracia.
 
El problema, por otro lado, es que los mediocres son mayoría. El drama de esta realidad es que organizaciones gestionadas con principios democráticos (estoy pensando en las universidades, pero hay muchas otras) termina regidas por principios de mediocridad y condenadas a eso, a la mediocridad. Lo mismo ocurre en organizaciones muy grandes españolas o en la rama españolas de multinacionales. Sin ir más lejos, fíjense en nuestras universidades, en nuestros partidos políticos o en las empresas públicas. Lo mismo ocurre en las organizaciones pequeñas, ya que lo más probable es que el que está a su lado sea un mediocre. Si no ocurre que el raro fenómeno de que el jefe sea un visionario, la mediocridad va a ganar. Entre otras cosas, porque el visionario debe convencer a sus compañeros y a su jefe directo. Si no lo consigue pero obtiene una audiencia con el gran jefe para tratar el tema, se va a sentar en una mesa con los mediocres (alguno de ellos, además, su superior jerárquico), y va a tener que convencer al jefe, que lo más probable es que viva muy alejado de la realidad que el visionario está intentando cambiar, frente a los falaces pero en apariencia irreprochables argumentos de los mediocres. Más aún, es posible que la conversación gire en un ataque ad hominem, tipo "tú eres un verso suelto", "tú haces las cosas a tu manera, no las haces como los demás", o incluso "lo que tienes que hacer es proponer la mejora por los canales establecidos para ello, y ya se analizará". Est último es lo peor, en primer lugar porque acaba la discusión y ya nos imaginamos el recorrido que tendrá la propuesta, y en segundo lugar porque retrata al visionario delante del gran jefe como un chalado indisciplinado y rebelde. Al final, el visionario arroja la toalla y se resigna a la mediocridad imperante; suerte tendrá si, en esa organización, controla un pequeño departamento o equipo en el que pueda imponer sus criterios y mejorar su rendimiento. Aunque la lucha no habrá acabado, porque los otros departamentos o equipos, los de los mediocres, quieren que todos sean como ellos. Que nadie destaque. De manera inconsciente, saben que la uniformidad es lo mejor para ellos.
 
 
 
Llegado a estas alturas del artículo, se estarán preguntando a dónde quiero ir a parar. Miren, lo cierto es que todos echamos pestes de España y tenemos países que envidiamos. Pero no sabemos decir porqué, pese a que España comparte historia con esos países (a menudo, incluso, mucho más gloriosa), una geografía próxima, un clima parecido, la misma cultura,...
 
Sin embargo, sabemos que en España no sobran los inventores. Sabemos que, cuando alguien quiere inventar o investigar, lo mejor para él y lo que suele ocurrir es que se marche a Estados Unidos o a Alemania. No tenemos premios Nobel (con la excepción que confirma la regla, Cajal, porque Ochoa... se había largado a Estados Unidos). Pocas de nuestras empresas son punteras a nivel mundial, pese a que en términos objetivos gozamos de una posición ideal, puente entre Europa, África y América, con estrechos lazos con multitud de países, con la mejor colocación para introducirnos en Iberoamérica, Marruecos o Argelia, etc. ¿Es que acaso somos incapaces? ¿Qué hay entre nosotros, que que hace que no alcancemos el nivel de países a los que les tocamos la oreja otrora, cuando éramos los reyes del mambo?
 
Muchos autores suelen atribuir esta diferencia al protestantismo, cuando no directamente al catolicismo. O bien dicen que la religión protestante compele a a excelencia, o bien dicen que la iglesia nos castró como país a lo largo de siglos, no queriendo que alcanzáramos nuestro glorioso destino como sí hicieron los países luteranos. No sé, me cuesta dar pábulo a este argumento; creo que es más por la inquina que le tienen a la Iglesia o por el temor que les acusen de fachas si no echan las culpas a la Iglesia con suficiente vehemencia.
 
Otros hablan de guerras (cuando los demás países han tenido tantas o más), de los efectos de las colonias (misma respuesta), de nuestro diferente carácter (¿¿??), de la diferencia de suelos y su agricultura, de no ser un cruce de caminos (¿perdón? ¡como si otros lo fueran!)...
 
Yo, en cambio, creo que es porque, de alguna manera, nos hemos convertido en un país de mediocres. Quizá porque no hemos tenido los gobernantes visionarios cuando tuvimos que tenerlos, pues es un hecho que hemos tenido visionarios a cascoporro: hubo una época en la que surgieron los Cortés, los Pizarro, los Orellana, los Balboa, los Quirós y los Torres, los Elcano y los De Soto, pero también los Servet, los De Vitoria, Herrera, Lastanosa o Esquivel, y una innumerable lista de prohombres de las artes, literatura, pintura, escultura, etc. Ciertamente, hubo un periodo, de quizá un centenar de años, puede que más, que consiguieron transformarnos en un país de mediocres. Y en esas estamos.
 
Esta situación, claro, es un círculo vicioso: lo que quieren los mediocres es que sólo haya mediocres.
 
Por todo ello, sólo les pido una cosa: dejen que haya gente que haga las cosas de manera diferente. Que no sigan las normas. Que prueben, que investiguen, que se salgan de lo establecido. Sean indulgentes con ellos, tolérenles cosas que les tolerarían a las tropas. Por favor. No quieran que sean como todos. Al contrario, por favor, estimúlenles a que intenten. Puede que no consigan nada, pero podrán decirles: por lo menos lo intentaste. Y, si se equivocan, no se ceben, no hagan leña del árbol caído. No se rían porque se caigan del caballo. Muestren respeto y admiración por los que lo logran, en vez de la envidia tan habitual entre nosotros. No critiquen, no busquen explicaciones maliciosas a su triunfo ni excusas a la ausencia del propio. Y apoyen a los que quieren investigar.
 
La próxima vez que la Asociación Española Contra el Cáncer le pida una ayuda económica, ayude. Tras ellos hay españoles que intentan descubrir y desarrollar una cura del cáncer. Aporte. Demuestre que quiere que en este país haya personas que investiguen, que busquen algo nuevo. Demuestre que no quiere que seamos un pais de mediocres.
 
 
 
  Paco de Lucía - Entre dos aguas

sábado, 19 de noviembre de 2016

Añoranza de Ratzinger




En la época en que los papas de Roma ejercían como soberanos, éstos cometieron muchos errores. Por supuesto. No errores teológicos, sino de gestión mundana. Bien, no pasa nada: fue hace siglos. También en tiempos modernos es posible que hubieran tomado decisiones equivocadas; no en vano y lo quieran o no, son las personas más influyentes de la tierra.

Lo más curioso es que lo normal es que sean criticados. Se critica la gestión que hizo Pío XII durante la segunda guerra mundial, por ejemplo, aunque el criticador carezca de cualquier elemento de juicio: pero es un papa, y por lo tanto se le ha de criticar como comportamiento social obligatorio.

Y así, todos recordamos a Juan Pablo II y sus viajes a África o a Iberoamérica: siempre eran noticia por alguna frase que había pronunciado y que, extraída de su discurso y contexto, encendía las iras de los opinadores habituales ¡y de todos aquellos que no comulgaban con la Iglesia!

Este último detalle es una de las cosas que más me llaman la atención de la influencia de los papas: a ninguno nos importa lo que opina el mandamás de la Iglesia de Dios Ministerial de Jesucristo Internacional, allá él (actualmente, ella) y sus creyentes. A mí me molesta mucho que personas que se declaran ajenas a la religión católica se metan en las cosas de la iglesia católica, tanto que alardean de lo ajenos que son hay que ver lo mucho que les importa lo que allí pasa o se dice, pero confieso que me alegra que esas opiniones sean siempre en contra: para mí, es señal de que ha pisado un callo, les ha dicho lo que se les debe decir y no lo que quieren oir, y lo saben.

Tras Juan Pablo II llegó Benedicto XVI, un titán intelectual cuyo pensamiento nos llamaba la atención por su profundidad y sabiduría. Y sin embargo el mundo no quiso saber nada de él. Más aún: incluso en los años en los que aún no era papa ya era criticado por los criticones habituales con mayor encono incluso que el entonces papa titular. Y no recuerdo ningún otro papa que fuera recibido más de uñas desde el primer día por los anticatólicos (que en España son muchísimos más que los meros no-católicos). Pero ahora tenemos de papa a Bergoglio.

Francisco I ha arrasado allí donde ha ido, sus frases se han descontextualizado pero para ser aclamadas y celebradas urbi et orbe, y todo izquierdista que se precie lo tiene como argumento de autoridad. Curioso, ¿no? A mí, en cambio, no me gusta casi nada de lo que dice. Porque lo que dice suena más a lo que dicen los líderes populistas mundanos, no los papas de Roma. Y él es uno de ellos. ¿De cuál de ellos, en realidad? Fíjense: vale la pregunta, porque no está claro. Pues eso.

En fin, dejémoslo. No me gusta el papa que tenemos ahora, eso es todo.





Fontella Bass - Rescue me