Estos días estoy yendo a una obra para entrar en la cual hay que registrarse en una caseta de 1,80x1,80 que se puso a la entrada. Una mesa, una silla y el aire acondicionado y nada más. El portero (no el barraquero, porque no es un peón de la obra sino de una contrata de seguridad) está ahí, todo el día, solo. Con lo que aprovecho cuando llego y cuando me voy para darle un par de minutos de conversación y hablar de alguna cosa.
Es un comportamiento que acostumbro a tener. Pero que no todo el mundo tiene. Precisamente, volviendo de la obra me acordé de una anécdota que me contó un jefe que tuve hace muchísimos años.
Mi jefe entonces, también entonces joven y alocado, era de los que conducían por el desierto, corría rallies y el Dakar salía de Francia y atravesaba el Sáhara, y en un viaje con él me contó esta historia.
En el interior de Argelia, bien dentro del desierto, se encuentra el macizo de Ahaggar. Para él era un lugar de aislamiento absoluto, lo más realmente lejos de la civilización que uno podía irse. LLegar allí es como la peregrinación a esos monasterios tibetanos en las novelas y cómics. El caso es que en cierta ocasión llegó a una gasolinera de ésas que hay de vez en cuando en el desierto, porque haberlas haylas ya que tiene que haberlas y no te las puedes saltar. Y, por descontado, cumplió el rito: se bajó del coche, saludó cariñosamente al gasolinero, éste le contó que le recordaba de haber pasado por allí el año anterior, tomaron té juntos, charlaron largo y tendido, etc. Lo de la gasolina ya vendría después, la parada iba a durar las horas que hicieran falta.
En estas que llegó otro todoterreno, se acerca el gasolinero, y el conductor baja la ventanilla, le da la llave del depósito y le dice: «Le plein, s'il vous plaît». Sube la ventanilla y se queda dentro del coche, con el aire acondicionado (no hace falta describir su necesidad).
Y el moro pensó: «¿Ah, si? ¡Pues ahí te quedas!». Y no le sirvió. Hasta que pasado el tiempo, el conductor del todoterreno entendió.
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