Ha muerto el papa Francisco. Ahora que lo pienso, en ningún momento me ha entristecido la noticia. Me sorprendió cuando me enteré, pero aparte de un breve pensamiento por su alma, no recuerdo haber tenido ninguna sensación de duelo.
Obviamente, el papa Francisco no figura entre mis papas favoritos. De hecho, ya escribí una entrada al respecto: ésta, en 2016. Iba a escribir que llama la atención que los que no son católicos alaben tanto (si estuviera vivo sonaría a adulación) al difunto, mientras que los católicos, correspondientes muestras de pesar aparte, no han manifestado gran lamento. Sin comparación, desde luego, por la muerte de san Juan Pablo II, cuyo clamor para ser elevado a los altares estalló desde el mismo momento que se conoció el óbito. Pero el caso es que mi opinión es la misma que hace 6 años, y todo lo que oigo y leo sobre el difunto no hace sino reafirmarme en lo escrito entonces.
Corregida y aumentada, de hecho, porque en estos 9 años adicionales lo he tenido como papa y tengo más elementos de juicio. La clave es la explicación de que los que más hablen bien de él sean los que se niegan a hacer lo que predica, mientras que los que se supone que son sus seguidores lo hacían con un entusiasmo perfectamente descriptible. ¿Por qué? Pues porque Francisco tendía a meterse en charcos en los que no le correspondía meterse.
En fin, esperemos que el próximo sea un gran papa, que buena falta nos hace. Y, como chascarrillo final, será el primero nacido después de la segunda guerra mundial.
No hay comentarios:
Publicar un comentario