El Uber de ayer por la mañana era un Toyota Corolla; nada que objetar. El conductor parecía de origen marroquí e hizo el viaje ataviado con una sudadera tapado con la capucha; era poco elegante, porque vestía unos pantalones vaqueros con aparotosos cortes o rotos a la altura de las rodillas. No llevaba la radio puesta y no me dio conversación fuera de la mínima imprescindible para llegar a destino, tampoco es que hablara el español como un natural. Digamos que un viaje correcto.
El regreso lo hice en un Tesla Modelo 3. El conductor era dicharachero, o por lo menos tuvimos una agradable conversación; yo, es que soy de los que suele conversar con el que me lleva, sobre todo si soy forastero: me gusta que me cuente cómo son las cosas por esos lares.
El Tesla era nuevo: 20 días. Apenas llevaba 12.000 km. Antes conducía un Toyota Corolla híbrido. Cada turno le echaba al Toyota 42 euros de gasolina, otro tanto el compañero de la noche, y al Tesla le pone la mitad en corriente eléctrica. Emplea los cargadores de Tesla, porque son rapidísimos, el tiempo en mi opinión de un café y bocadillo, pero el de Nuevos Ministerios, si va a las 10 de la mañana, que es la hora en la que baja el trabajo y los conductores aprovechan para recargar, pues tarda más, tal vez porque son de carga compartida. Así que procura ir a otros que sabe que son más rápidos. Eso sí, reconoce que para un viaje largo, pues no: tiene una autonomía de 465 km.
A lo que iba: el Tesla no es un coche. Es... otra cosa. Es como comparar un ábaco y una calculadora programable. No es que esté 1 generación por delante de los coches normales, es que está al menos 2: hay más diferencia entre un Tesla y un coche de ahora que entre un coche moderno de ahora y un coche de 1975. Estuvo contando y enseñándome las cosas que hace, y aluciné.
Y sí, la tecnología eléctrica tiene sus cosas, pero el Tesla, como coche, es otra historia: es una categoría aparte. Yo, desde luego, no voy a echar pestes de ello. Si puedo, repetiré.
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