Cuando el lobo vio su oportunidad, llamó a la puerta: dejadme pasar, hijos míos, soy vuestra madre. Evidentemente, no iba a decir que era el lobo que venía a comerles, tenía que engañarles. Pero a los cabritillos les sonó raro, algo no casaba: su madre tenía una voz suave, dulce, y aquella voz era áspera y ronca.
El lobo comprendió que no bastaba con hablar como si fuera la madre, tenía que no sonar a lobo, así que fue al molino, echó al molinero y se tragó una docena de huevos.
Con la voz más clara, volvió a intentarlo: dejadme pasar, hijos míos, soy vuestra madre. Casi coló, muchos cabritillos estaban entusiasmados, porque era su madre. Pero uno de ellos le miró las patas por debajo de la puerta. Y obviamente no era su madre.
El lobo comprendió que había algunos, más listos, que le tenían calado, pero no se rindió. Volvió al molino y se enharinó las patas.
Un nuevo intento: dejadme pasar, hijos míos, soy vuestra madre. Y esta vez, el lobo no hablaba como un lobo, no sonaba como un lobo y no se le veían patas de lobo. ¡No era un lobo!
Ustedes se preguntarán por qué les vengo, ahora, con este cuento. En cambio, yo me pregunto porqué los adultos nos reimos de los cabritillos.
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