jueves, 28 de marzo de 2013

De tortillas y huevos

Si es usted un joven ingeniero que empieza a trabajar seguro que su madre le da un consejo: no llegues tarde. Es un consejo valiosísimo que yo repito a todos los pipiolos que han caído en mis manos. No vale la pena intentar apurar cinco minutos y llegar cinco minutos tarde; al contrario, hay que asegurar el llegar pronto; si es necesario, se espera fuera, tomando un café. Pero el día se empieza de mejor ánimo si lo empezamos cinco minutos antes. Vale, su juventud le fuerza a reírse de los consejos que les damos los mayores, pero con el tiempo descubrirá que su madre tenía toda la razón.

Es posible que su padre también le diera un consejo: no hables mal de los compañeros. De nuevo, es un buen consejo. Y, de nuevo, sólo lo descubrirá si no lo sigue, y para entonces ya será tarde. O aún no: si lo ha descubierto ya, decídase a seguirlo: nunca hable mal de un compañero. Sepa que su padre le lleva muchos años de ventaja en esto del trabajo, y algo habrá aprendido. Usted ni sabe de quién es amigo su interlocutor, ni sabe lo que la vida le va a deparar a los tres, a usted, a su interlocutor y al objeto de sus críticas. No será la primera vez que alguien empieza por debajo de alguien y termina siendo su jefe, y tampoco será la primera vez que alguien le cuenta algo a la persona menos indicada. Por cierto, el corolario a este consejo es que cuando hable, nunca revele sus fuentes. Nunca diga quién le ha contado el cotilleo que ahora usted va a repetir.

Yo también le quiero dar un consejo, pero como no soy ni su padre ni su madre, le voy a pedir algo a cambio. No mucho, sólo que lea la historia que contaré a continuación.

Hace bastantes años, yo trabajaba en una fábrica del sector químico. Trabajábamos un tipo de plástico bastante peculiar, que se producía mucho pero que tenía (entonces) pocas aplicaciones. Nosotros no producíamos ese producto, éramos una fábrica muy pequeñita, pero había una enpresa petroquímica (entre otras cosas) alemana que sí lo hacía. Nosotros, lo que sabíamos era trabajarlo, mezclarlo y extrusionarlo: llegué a hacer mezclas con cáscaras de granos de arroz, que es un desecho de la industria arrocera y que por lo tanto podía conseguir por casi nada, no le cuento cómo nos olía la fábrica en aquella época. Y yo, más o menos, era el director de fábrica. Por encima de mí estaban los dueños, cosas de las pymes.

El caso es que los alemanes y nosotros estábamos intentando conseguir un producto con el que hacer las moquetas del suelo de los coches. Y es que el mercado de la automoción es bestial, si conseguíamos poner nuestro producto en algunos modelos asegurábamos nuestra producción por años sin cuento. Nosotros, claro está, no éramos nadie para ir a la Opel o a la Volkswagen y decirles "Mira tío, que he pensado que las moquetas de vuestros coches en vez de hacerlas con este producto de mierda os irá mejor ponerlas con el nuestro". Pero los alemanes sí podían. Ésa, por cierto, era otra buena parte del negocio: de la gestión comercial se encargaban los alemanes, nosotros sólo éramos la fábrica. 

Sin embargo, querer hacer algo a menudo no basta. En este caso concreto, el producto tenía que ser barato y extrusionable. Con un comportamiento plástico, pero ignífugo. En caso de fuego, éste tenía que autoextinguirse. Tenía que tener masa, aislamiento acústico y térmico. Resistente al roce y al desgaste. Y poderse adherir a un tejido de moqueta. Entre otras cosas. ¡Ah, sí, tenía que ser también muy barato!

Por decirlo burdamente, el producto tenía tres componentes: el plástico que queríamos consumir y que sería en torno al 45% de la fórmula, el elemento barato que proporcionaría peso y ahorro de costes (porque sería casi gratis y sería el 50% de la fórmula) y que denominábamos "carga", y un 5% de aditivos. Los aditivos serían los que obrarían el milagro de conseguir las propiedades necesarias. Ahora bien, ¿qué aditivos? Nadie lo sabía.  ¿Qué elemento barato? Nadie lo sabía. Por suerte, contábamos con una tercera persona.

Esta persona era un químico de una empresa ya desaparecida de Asua (Asua es una población, en tiempos un pueblecito, que forma parte de Erandio, que a su vez forma parte del Gran Bilbao). La idea era determinar entre todos la fórmula idónea, y la empresa de Asua fabricaría los aditivos que necesitáramos. En principio todos, incluyendo los alemanes, colaborábamos; en la práctica, el esfuerzo de investigación lo hacíamos el químico y yo.

Hicimos tropocientas pruebas. Compramos una pequeña amasadora de hormigón, y un día a la semana yo destinaba una línea de producción de mi fábrica a experimentar. Los aditivos podían ser casi cualquier cosas, polietileno, polipropileno, PVC, yo qué sé. Incluso usábamos un aditivo especial, que llamaré "aditivo ASUA", que traía el quimico. En realidad, el aditivo ASUA era la fórmula que yo iba a probar (y que había discutido o compartido a lo largo de la semana con el químico), preprobada en dosis de laboratorio por el químico en Asua, y que servía para que mi fórmula se mezclara mejor. Pero yo callaba ante este conocimiento y hacía ver que simplemente era un ingrediente Z debido al genio del químico. Que, por cierto, era un genio.

A lo que iba. En el largo y lento proceso de descubrir la fórmula, solía ocurrir que yo, llevado de mi ardor juvenil, proponía dos cambios a la vez: por ejemplo, subir la dosis de PVC y por otro lado bajar la de polietileno, o variar la relación plástico/carga. Si ambos cambios iba a ser buenos, hagámoslos. Obvio, ¿verdad?

El químico de Asua era todo un personaje. En aquella época ya debía haberse jubilado, pero ahí seguía. De hecho -el hombre estaba soltero-, se había montado en un despacho adjunto al suyo en su fábrica - él no era el dueño, sino el Director Técnico- un dormitorio, de manera que vivía a medias entre la fábrica y su domicilo real; no era raro, pues, que el tío estuviera trabajando hasta muy tarde. Cuando venía, íbamos a comer y él me contaba historias de Barcelona, en la que pasó su juventud. Pero una Barcelona de 1950, en el ambiente canalla en el que él se movía entonces. ¡Caray cómo las gastaban ya en aquella época! ¡Y yo que me creía entonces moderno! Claro que él me solía llamar Charles Boyer, y allí ya le notaba un poquito sus años...

Pues bien: cuando sugería dos cambios, el químico siempre me repetía la misma frase: no puedes decir que tu madre hace mejores tortillas que la mía porque compra mejores huevos.

No puedes decir que tu madre hace mejores tortillas que la mía porque compra mejores huevos. Porque a lo mejor los huevos no son la explicación de que haga mejores tortillas.

Joven ingeniero que empieza a trabajar, recuerda siempre que no puedes decir que tu madre haga mejores tortillas que la mía porque compre mejores huevos. No eres tan tonto como para que necesites que te explique lo que quiero decir; en cualquier caso,  seguro que lo irás descubriendo a lo largo de tu trayectoria profesional. Tú sólo acuérdate de mí y te darás cuenta de que, como tu padre y tu madre, tengo razón.

Por supuesto, también te vale para entender porqué tu madre hace mejores tortillas que tú. Quizás la culpa sea de los huevos, pero no vayas por ahí echándole la culpa a los huevos.

1 comentario:

  1. Buscando una información concreta de ingeniería me he topado con este blog. Muchísimas gracias por sus aportaciones, creo que me convertiré a partir de ahora en una lectora habitual. Saludos.

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