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martes, 1 de junio de 2021

3:15 de la madrugada

En cierta ocasión, siendo estudiante, me desperté temprano como acostumbraba. Como era invierno aún no había amanecido; ni siquiera había alborada. Me levanté en silencio para no despertar al resto de la familia, desayuné, realicé mis abluciones matutinas, me vestí, hice mi cama y salí sin hacer ruido. A la Universidad iba andando, estaba a sólo 20 minutos de mi casa. Sí, hacía frío, pero es lo que pasa en Zaragoza en invierno. Bufanda, guantes, manos en los bolsillos.

A mitad de camino cruzo la avenida Goya con la Gran Vía. En ese cruce hay un par de relojes/termómetro municipales, de ésos que dan la hora y la temperatura de manera intermitente. Siempre los miro, para saber qué tal voy de tiempo. Y aquella vez no fue una excepción.

Me extrañó lo que marcaba, pero seguí caminando un poco más. Entonces me pregunté si no sería cierto: había muy poca gente en la calle, puede que nadie, y echaba en falta el tráfico habitual. Mejor consultar mi reloj de pulsera. Y, en efecto, eran las 3:15 de la madrugada y yo probablemente me había despertado a las 2:30. ¿Qué diantres hacía caminando a esas horas?

Pues no lo sé. Lo que sí puedo decir es que volví a mi casa, entré sin hacer ruido (de nuevo) y me acosté otra vez. 

Y lo peor: unos días después me volvió a ocurrir lo mismo. De nuevo caminé hasta el reloj de Goya, y de nuevo eran las 3:15. Sí, la misma hora. Y de nuevo di media vuelta y me acosté en silencio.

Nunca más me ha vuelto a pasar y nunca he sabido qué me pasó. Pero tantos años después sigo preguntándome el porqué de lo que me ocurrió; una vez tendría un pase, dos veces casi seguidas y nunca más... eso hace el misterio mucho mayor para mí.

viernes, 28 de mayo de 2021

El castigo de Missila

 https://www.youtube.com/watch?v=mNLqKrWe5T0

 

 

Escuchaba, al terminar el artículo anterior, el maravilloso concierto de Shostakovich que les proponía como pieza de acompañamiento, y mientras me deleitaba en la música mis pensamientos empezaron su tren recordando qué profesores he tenido que emplearan libros; luego, de que los mejores que he tenido no los han empleado, y entonces caí en la cuenta: no es que no los emplearan, sino que sus enseñanzas no las recuerdo con un libro. ¿Empleó el Gálvez algún libro? De texto, creo que no; los muchos libros que empleó eran obras de Literatura, no en vano es lo que enseñaba. El Emiliano, sin duda no empleó libros. Ni el Chino, el Watussi o el Panzas; pero el Mol, el Polifemo, el Caballo o el Guapo... de éstos no estoy tan seguro. Probablemente sí los emplearon, pero mis recuerdos son de ellos enseñando en la pizarra; el libro, imagino, sería un texto de apoyo. De consulta adicional.

Mis profesores de inglés, el Delgado o el Perico, me enseñaron muy poco. Empleaban libros, y es de los libros de los que me acuerdo. En estas estaba cuando pensé que casi todo el inglés que aprendí en la escuela lo aprendí con la señorita Missila, y la señorita Missila no empleaba libros.

Mis pensamientos seguían fluyendo, y recordé que con la señorita Missila también empleábamos libros. Por eso digo que lo que me ocurre es que no recuerdo a mis profesores buenos con libros.

Y pensé en la Missila. El primer pensamiento, ya no puedo evitarlo, es que tardé tal vez 40 años en caer en la cuenta que no se llamaba Missila, sino Miss Sheila. Jajajá. Pero tengo otro recuerdo más de ella.

Yo tendría 7 años, no creo que 8. Supongo que me pillaría hablando en clase, el caso es que me castigó. El castigo habitual, por eso digo que sería una falta menor como hablar en clase. A continuar la clase de rodillas, delante de todos, donde el entarimado de la pizarra.

Lo que hizo que se me grabara en la cabeza el episodio no fue el castigo en sí. Ni fue la primera vez, ni la última, ni yo era el único. Era, ya digo, habitual. No, lo singular del caso fue que a los pocos minutos se acabó la clase. Y como yo había estado demasiado poco rato castigado, Miss Sheila me obligó a acompañarla a su clase siguiente y pasar allí el castigo. Lo que me dolió, insisto, no fue el estar de rodillas, sino estar castigado delante de otros niños. Que no eran mis compañeros, puede incluso que eran de un curso superior (porque recuerdo que hubo que subir escaleras). Menuda vergüenza pasé. No sé si aprendí la lección o sólo aprendí a que no me volvieran a pillar, pero desde luego nunca se repitió.

Imagino que la mayoría de los lectores se escandalizarán con el relato del castigo. Un niño de 7 años al que se le obliga a una clase de rodillas delante de todos. Maltrato infantil, expulsión de la maestra, apertura de diligencias. Todo eso. Pero no. En aquella época un castigo así ni se comentaba en casa. Para empezar, porque lo mejor que podría pasar es que el padre de uno observara que si no queríamos estar de rodillas mejor no hablásemos en clase; pero lo más probable es que se nos tildara de borricos irredentos, se nos impusiera algún castigo adicional y se nos obligara a pedir perdón a miss Sheila. En aquella época (y ahora me viene a la mente el término "uso de razón", que era opinión general que a los 6 años un niño ya la tenía), el castigo era la consecuencia de un acto negativo, y con ellos los niños aprendían ambas cosas: lo que está bien y mal, y que cada uno ha de asumir las consecuencias de sus actos. Si yo no estaba dispuesto a asumir el castigo, entonces lo que debía hacer era no cometer la falta.

Y, fuera de este recuerdo que me ha traído Shostakovich y un encadenado de pensamientos en un rato de meditación, aquello no me dejó ningún trauma psicológico; si mato a alguien no lo emplearé como excusa.

El pasaje que les propongo en esta entrada no es de Shostakovich sino de Max Bruch, más desconocido aún. ¿Por qué no lo escuchan mientras reflexionan sobre si estamos mejor o peor?



Max Bruch - Concierto para violín nº1, 2º movimiento

miércoles, 26 de mayo de 2021

A vueltas con el Chino

https://www.youtube.com/watch?v=l2bENbIb-4w 

 

 

Me ha llegado un comentario sobre el artículo del otro día del Chino, que me hacía notar que en la Facultad de Derecho los exalumnos del Chino tomaban apuntes en clase sin problemas y los demás condiscípulos se las veían y deseaban para seguir el ritmo de los profesores. Lo cito porque en mi Escuela de Ingeniería también pasaba, y durante toda la carrera, hasta el final, mis compañeros acudían a mí al terminar cada clase para que les completara sus apuntes: sabían que yo había recogido todo lo que se hubiera dicho.

A mí el Chino me dio clase varios años, y no me queda ningún trauma de sus métodos, pero ahora sí que me suena el sufrimiento del principio, hasta que me ponía a la altura.

En mi época, había tres saltos en la vida escolar aparte del obvio de cambiar de 1 maestro a múltiples profesores. El primero de ellos era dejar el lápiz y pasar al bolígrafo; los otros dos era el salto de la cuartilla al folio y el tomar apuntes. El salto al folio lo tengo como un hito, hacia los 11 años, cuando un profesor nos decía que en la Universidad se escribía en folios y teníamos que empezar a acostumbrarnos. Era una señal de la complejidad creciente de la asignatura: la cantidad de información que se nos iba a impartir era demasiada para recogerlas en las pequeñas cuartillas. Y también el tomar apuntes. Porque antes de eso, o bien el profesor o maestro explicaba una y otra vez el asunto, o bien escribía en la pizarra y nosotros copiábamos (esto también lo hacían muchos profesores en la universidad, y me río al recordar a algunos compañeros, más torpes, clamando que no borrase aún la pizarra que no les había dado tiempo a copiarla), o bien nos dictaban (inolvidable el Güe, mi profesor de matemáticas en bachillerato, o el catedrático de Tecnología Mecánica en 4º de carrera: increíble, pero cierto). Que el profesor, simplemente, empezara a hablar y que los alumnos intentáramos apuntar lo que decía porque ésa iba a ser nuestra fuente de conocimiento... Al principio cuesta.

Una característica adicional de esos profesores y de esa época era la ausencia de libros de texto. La verdad es que muy pocos profesores míos utilizaron libros de texto: por supuesto, se usaba en Inglés; pero no siempre en Literatura, lo que es curioso si pensamos que los libros de Literatura incluyen los ejemplos de redondillas, cuartetos y serventesios, pero me viene a la cabeza el Panzas, y con el Panzas no había libro: todo lo dictaba. Lo que por cierto tenía su aquél, porque recuerdo (y siempre lo haré) que el ejemplo que puso de "tetrástrofo monorrimo alejandrino o cuadernavía" (esto es, una estrofa de cuatro versos de 14 sílabas y rima AAAA") era en castellano antiguo y no conseguí aprendérmelo.

Da que pensar, esto de los libros de texto. Aparte de los hacedores de estos libros, ¿quién más está a su favor? Los niños no lo creo: seguro que prefieren no cargar con ellos (aquí he de precisar mi circunstancia personal: vivíamos a 3 km del colegio, comía en mi casa y los cuatro desplazamientos diarios los hacía, como la mayoría de los niños, andando) Los padres de los niños, que los han de comprar, tampoco: por lo que a ellos respecta, es problema del profesor si necesita un libro. Y los profesores tampoco deberían: si se saben la asignatura, ¿para qué necesitan el libro?

Sí, es una cuestión de comodidad. Para el niño es más cómodo, pues no ha de tomar apuntes y trabajarlos; y para el profesor también, es obvio.

El problema estriba en los libros. Si los libros fueran exigentes, pongamos con una letra apretada, frases complejas, léxico variado, con muchos textos de apoyo para los alumnos que aporten información extracurricular, con muchos problemas no resueltos para trabajar en casa, todo eso, los libros serían elementos valiosos. Pero la tendencia es la opuesta: letra de ogro, frases sencillas, vocabulario básico, información mínima. Ninguna dificultad. Y los libros fijan el nivel.


La imagen que incluyo es una página del libro de Ciencias de mi bisabuelo. Si la leen, sonreirán: habla del calórico, y explica que aparte del calórico que se mide con los termómetros cada cuerpo tiene un calórico oculto, que no se sabe qué es o para qué sirve, pero que los cuerpos sueltan cuando se derriten. Y esto sólo en el primer párrafo; si uno reflexiona, toda la página es un chorro de información que tenía que asimilar el alumno de 15 años. Y todo el libro es así. La información que he soltado en las tres líneas daría, en un libro del siglo XXI, para una página completa, sin duda con algunas imágenes que ayuden a asimilar la idea.

Existen profesores aún que no dejan que los libros de texto les marquen el ritmo. Se les reconoce fácil, porque en la reunión con los padres a principio de curso suelen insistir en la necesidad del esfuerzo y del trabajo diario. Y no a los alumnos, que supongo que sí, sino a los padres: han de explicar a los padres que el sufrimiento que van a ver en sus hijos es por su bien. Pero estos profesores son una minoría. No sabría decir cuántos padres se alegran al descubrir que los profesores de sus hijos son de ésos, pero... creo que también son minoría.

Es sintomático el que mis hija, en la carrera de Medicina, empleara un amplio catálogo de subrayadores fosforitos y lápices. Como todo el mundo sabe, en Medicina, como en Ingeniería, no se emplean libros de texto. Pero hoy en día tampoco apuntes: ocurre que los "apuntes" de la asignatura son ya archivos electrónicos que están disponible en las webs de las facultades y que el alumno se ha de descargar; no tiene sentido tomar notas en clase, y lo que se hace es seguir la explicación del profesor con los apuntes ya escritos y formateados por el mismo profesor.

Antaño había una palabra para lo que estamos creando: malcriados.



Dimitri Shostakovich - Concierto para Piano y orquesta nº2 2º movimiento: andante

domingo, 23 de mayo de 2021

Recuerdos del Chino

https://www.youtube.com/watch?v=PWUChqDaQ24 

 

 

En mi colegio, en aquella época, era normal que a algunos profesores se les conociera por el apodo. Un buen apodo convertía al profesor en leyenda. Y uno de los mejores apodos, una de las grandes leyendas de mi época, era el Chino. Para los alumnos de cursos menores que aún no lo habían tenido, saber que en los cursos superiores había profesores como el Chino helaban la sangre. Y el paso al primer curso en el que se tenía al Chino era el verdadero paso de pequeños a mayores.

El Chino impartía Geografía e Historia. Sobre todo, Historia.

Quizá parte de la popularidad del Chino era que su nombre verdadero tenía las cinco vocales y sólo 7 letras. Pero eso sería sólo una parte. No, la clave del Chino eran sus clases. Todas con el mismo esquema.

Duraban una hora. Tras entrar y rezar (una costumbre de la época, aunque fuera sólo un santiguarse, todos de pie) se sentaba en su silla y decían "estudien". No hacía falta nada más. Todos, en silencio, sacaban sus apuntes y los estudiaban. Así veinte minutos. A los veinte minutos el Chino volvía a hablar, con un escueto "cierren los libros". Y entonces dos alumnos tendrían que recitar la lección. De memoria, sentados en el pupitre (o de pie en el pupitre, no recuerdo). ¿Qué alumnos? En principio, elegidos por el profesor. Pero antes de elegirlos hacía una pregunta: "¿hay algún voluntario?". Ésa era la clave. Uno podía presentarse voluntario para recitar la lección. ¿Qué razón habría para tal cosa? Dos: la primera, presentarse voluntario permitía al alumno elegir el momento y la lección, haberla preparado de antemano. Y la segunda: si el alumno ya había tenido que recitar con anterioridad y por no haber estudiado hacía un papel bastante pobre, presentarse voluntario daba la oportunidad de enmendar la plana. Eso era importante, porque la nota se basaba en el examen y la ocasión en que se había tenido que recitar la lección. Dado que todos los alumnos, tarde o temprano, íbamos a ser interpelados, no era extraño que hubiera voluntarios. Lo que para todos los demás significaba bala esquivada.

La tercera parte de la hora era también la más temible, por su importancia y dificultad: el Chino impartía la siguiente lección. La dificultad estribaba en que no se empleaba ningún libro de texto o de apoyo, había que tomar apuntes. Y el Chino no dictaba. No esperaba a que los alumnos tomaran nota de lo que decía, no se cuidaba de que no se perdieran detalle. No, él hablaba. Eran los alumnos los que tenían que esforzarse; de la bondad de las notas que se tomaran en clase dependía todo. Luego, ese mismo día sin falta - y esto era algo que se aprendía por la experiencia- había que pasar los apuntes a limpio, cuando aún se tenía la memoria fresca. Había que reescribirlos con buena letra, porque las notas en clase solían resultar ilegibles a los dos días. Y había que estudiarlos. Primero, porque al día siguiente uno podía ser el elegido, y en segundo lugar porque la cantidad de información era tal que era imposible afrontar un examen pretendiendo estudiarse todo en un par de días.

No hace falta explicar porqué un profesor como el Chino sería imposible hoy en día. En primer lugar, no había libros de texto. Intolerable. En segundo lugar, exigía esfuerzo al alumno. Y no esfuerzo como un profesor de gimnasia. EL alumno tenía que esforzarse en tomar notas en clase por sí mismo; reescribirlas en su casa por la tarde, estudiarlas (no memorizarlas, pero casi), declamar delante de todos, con el posible ridículo al reconocer que no se sabe. Estudiar hechos. Fechas, batallas, nombres, lugares, información; todavía recuerdo que las cuatro plantas textiles son el cáñamo, el yute, el lino y el algodón y que los cuatro orígenes del carbón son la turba, el lignito, la hulla y la antracita. O el silencio en clase: se estudiaba en silencio, se mantenía el silencio mientras los compañeros recitaban, y cuando el Chino hablaba no había tiempo para hablar los demás. Era un profesor, no un colega: a sus clases no se iba a resolver traumas o problemas familiares; se iba a aprender, y también a prepararse para lo que entonces era el exigente mundo universitario.

Pero, sobre todo, el Chino suspendía. Y suspendía para septiembre, y si era necesario se repetía curso. Si un alumno había llegado, no se sabe cómo, a los cursos del Chino sin tener el nivel necesario...

El aspecto capital de la cuestión es que el Chino era un profesor de la época del bachillerato. De cuando la primaria llegaba hasta 4º y luego seguían seis cursos de bachillerato. Años 60. En los setenta se implantó la EGB y el BUP, y aunque el Chino (creo) sólo daba clases en el bachillerato (el BUP), daba igual: el material, los alumnos, le llegaban de la EGB. A medida que el material perdía calidad, los profesores fueron rebajando a su vez su nivel de exigencia al alumno. Cuando llegaron profesores que no habían impartido antes de la reforma no había ningun problema: no eran exigentes. Cuando llegaron profesores que habían sido educados en la EGB, pongamos a partir de 1983, la cosa entró en barrena. No sé cómo fue la convivencia entre estos últimos y los primeros, pero seguro que ambos grupos se alegraron cuando llegaron las jubilaciones.

Y eso que el binomio EGB/BUP se considera ahora el epítome de la dureza, para los formados con la LOGSE, no digamos con los planes educativos que haya en el futuro.

El Chino no era, como podría desprenderse de mi descripción, un profesor especialmente duro, de hecho bastaba con prepararse medianamente su asignatura para aprobarla. Es cierto que el alumno que no la trabajara o que se la dejara para la víspera del examen lo tenía chunguísimo, pero ¿no es eso lo mínimo que deberíamos exigirle a un profesor? Si su asignatura puede aprobarse sin esfuerzo, ¿por qué no exige un poco más? ¿No beneficiaría al alumno? 

Hoy, todo lo que representaba el Chino se ha ridiculizado como primer paso, luego denostado y por último erradicado. El profesor exigente. El método. El conocimiento, los datos. Respecto a esto último, primero se atacó el conocimiento de los datos concretos: fechas, nombres, reyes, batallas, lugares. Pasaba a estudiarse un estado general de las cosas en una época dada, la descripción general de la sociedad. Como si eso fuese la Historia. Luego  lo que se hizo fue quitar la Historia del currículo. En Cataluña, por ejemplo, se empieza la Historia en 1875 "porque así se puede profundizar más en la Historia reciente". No es que no sepan quién fue Recaredo o el duque de Lerma, es que no se sabe quiénes fueron los visigodos o los Austrias. Y en Geografía no me extrañaría que ocurriera otro tanto.

¿En serio creemos que hemos salido ganando con el cambio?

Y ¿tiene arreglo la cosa? Yo creo que no. Como sociedad, hemos perdido ya la capacidad de darnos cuenta del error. Así como un político jamás hará campaña diciendo que subirá los impuestos a los que les voten, ninguno se presenta diciendo que suspenderá a sus hijos. Aunque, eso sí, los impuestos sí los subirán; pero de momento no se ha conseguido que alguno quiera suspender a los hijos de sus votantes. Los padres no queremos que nuestros hijos suspendan, faltaría más, y colectivamente nos hemos vuelto una sociedad de madres, que decimos pobrecito chico, cuántos deberes le ponen en el colegio, es inadmisible porque el chico lo que tiene que hacer es jugar y divertirse (llamativo que nunca se diga que el chico lo que tiene que hacer es leer o recibir formación complementaria, como arte o música). Nuestra sobreprotección, el querer salvarlos de cualquier rigor o dificultad, es a lo que nos lleva.

¿Se nota la caída en el nivel de educación? Pues no puedo hablar por los demás, porque yo apenas me relaciono con otras personas, pero en la ingeniería sí se nota. Desde hace bastantes años, los ingenieros son peores. Y los delineantes también son peores. No sé qué relación tiene esto con la enseñanza de la Historia, pero es que lo de la Historia, lo del Chino, es sólo la excusa para plantear este tema. 



 Celine Dion - My way

lunes, 4 de enero de 2021

Jugando a indios y vaqueros

https://www.youtube.com/watch?v=k_i-AN18_xs 

 

 

Leo en el Heraldo la esquela de la anciana madre de un compañero de curso, que en paz descanse. Y, claro, me acuerdo de mi compañero. Y de cierta ocasión, siendo niños, que vino a jugar con nosotros.

Aquel verano nosotros lo estábamos pasando en un chalet en las afueras de Zaragoza y la otra familia, ignoro porqué, vino una tarde a visitaros. Y los chicos nos fuimos a jugar por ahí. El chalet, ya lo describí en esta entrada, tenía un jardín enorme: algo apartado de la casa había un campo de fútbol de hierba, rodeado en uno de sus laterales por una hilera de chopos, y al otro lado de la hilera había una pradera y más allá la chopera en sí. Bien, el caso es que la pradera era normalmente nuestro centro de juegos y, no sé la razón, en el centro tenía un pequeño poste metálico, redondo y pintado de blanco. Que me aspen.

Pues bien, nos pusimos a jugar a indios y vaqueros. Al pobre Pablito, mi compañero, lo cogimos prisionero y lo atamos al poste: es lo que hacen los indios. 

Y rompió a llover. Verano, ya saben. Raudos cual centellas, los chicos corrimos a guarecernos en la casa. ¿Y Pablito? No, Pablito no. Pablito se quedó atado al poste. En una pradera más allá de un bosque algo alejado de una casa que no conocía, con pongamos seis o siete años...

Cuando las madres descubrieron que faltaba, claro, nos obligaron a salir a soltarlo; e imagino que le darían un bocadillo de pan con chocolate para animarle; puede incluso que con cuatro pastillas de chocolate en el bocadillo, un lujo que sólo estaba autorizado a tomar mi hermano mayor por la obvia primogenitura ("niño grande, estómago grande", se llamaba ese criterio).

Pero me acuerdo de Pablo, llorando atado en el poste. Normal.

Creo que los chicos de ahora ya no juegan a indios y vaqueros.



Neil Young - Heart of gold (versión de Philip Bölter)


domingo, 13 de septiembre de 2020

Tiempos salvajes

https://www.youtube.com/watch?v=0HhA0Cghr4k 

 

 

Cuando era pequeño, el colegio estaba en la esquina de la manzana de mi casa. Pero al poco tiempo se trasladaron a las afueras, a 3 km, y para llevar a los alumnos montaron una red de autobuses. A mí me recogían en la placeta donde antaño estaba el portón de entrada del colegio, y luego el autobús enfilaba lo que ahora es la calle de san Ignacio de Loyola, pero que en aquel tiempo no era calle: era un callejón, el callejón de Rodón (mucho antes, al final de la calle estaba la fundición de Rodón, de ahí el nombre que luego se perdió).

El callejón de Rodón, recuerdo, no estaba abierto al tránsito en toda su longitud, había unos pilones de piedra en el final, pero cuando el autobús sí que lo estaba. Lo que pasa es que la calle, ya digo, no se parecía en nada a la comercial y transitada calle que es ahora. 

Entre otras cosas, era más estrecho. Y no estaba enfilado del todo con la entonces cortísima calle de San Ignacio, había que hacer un pequeño ajuste. Y ahí estaba el problema.

En aquella época había menos coches que ahora. También los coches eran más pequeños y estrechos, pero lo importante es que había menos. Muchos menos. Y parece mentira, pero una consecuencia de esa escasez era que no era normal dar vueltas para aparcar, porque solía haber sitio donde se quería ir. O cerca. Quiero decir, uno no tenía costumbre de dejar el coche lejos. A veces, eso suponía aparcar de una forma no muy canónica, No solía importar, porque había poco tráfico: pasa todavía en pueblos pequeños, que uno deja el coche debajo de la señal de prohibido detenerse e incluso en la puerta de un vado: el dueño ya conoce el coche que está ahí, y si lo necesita le avisará.

El caso es que con relativa frecuencia había coches aparcados en la entrada del callejón de Rodón, impidiendo el paso del autobús, A menudo, unos bocinazos solían bastar: el culpable los oía, regresaba y aparcaba el coche. Pero esto no siempre funcionaba, y a los niños había que llevarlos al colegio a tiempo.

Por suerte, aquellos eran tiempos rudos, en los que los hombres no paraban mientes y resolvían los problemas sin grandes alharacas, y sobre todo en los que los demás no nos espantábamos por ello.

Así que cuando el conductor del autobús decidía que lo de los bocinazos no funcionaba, se bajaba del autobús. Mi parada era la segunda de la ruta y a esas alturas éramos pocos, pero sabíamos que había que hacer. Los mayores - yo creo que tendrían en torno a 10 años, porque los mayores creo que entraban al colegio una hora antes, pero puede que esto sucediera en la ruta de la tarde y sí que hubiera chicos más mayores- se bajaban también. Y juntamente con el conductor, entre todos levantaban el coche que molestaba y lo desplazaban a donde fuera necesario. Tras lo cual se frotaban muy contentos las manos, se subía al autobús y se reemprendía la marcha.





Rocky sharpe and the replays - Rama lama

sábado, 6 de junio de 2020

Múnich, 1999




El día de feria había sido duro; parece mentira, pero son jornadas agotadoras. De pie, caminando, visitando, teniendo conversaciones. Un café de máquina, un sandwich, una comida rápida, una mala digestión, 10 horas sin parar, tensión constante, atento a todo. A lo mejor comí con un holandés de inglés incomprensible (como el mío) o con unas portuguesas o con un comercial italiano al que le quería comprar una máquina; en las ferias se ha de estar abierto a todo tipo de contactos, más en una época sin google en la que la red son las personas que uno conoce. Es normal que al terminar la jornada saliera a cenar, quizá a divertirme.

Íbamos tres. Conmigo venían dos comerciales, John, cuyas raíces australianas concordaban con sus ojos azules y su perfecto cabello, y un peruano.

En aquellos tiempos, los negocios se hacían con traje y corbata, y una feria en Alemania no era una excepción. Lo normal, imagino, es que a la noche dejara la chaqueta y la corbata en el hotel, no creo que me cambiara de pantalones y desde luego no de zapatos. Los otros, ejecutivos de ventas internacionales, quizá se hubieran cambiado y se hubieran puesto algún elegante polo; en cualquier caso, creo que todos íbamos correctísimos pero también aptos para sentarnos en cervecerías a saborear alguna jarra o a comer codillo y chucrut. Ha pasado el tiempo y no me acuerdo bien.

Pero sí que cogimos el metro, pues la zona de negocios no era la zona de ocio nocturno. Y ahí íbamos los tres, habiendo validado nuestros billetes, bajando al andén.

La policía en Alemania iba de verde, diferente de aquí. A simple vista los tomaríamos por guardias de seguridad de una empresa privada; como fuera, no les hicimos caso y pasamos a su lado.

Y de pronto nos dimos cuenta de que habían parado al peruano. Nos detuvimos y le esperamos, y un minuto después se nos unió y continuamos. Pero comentamos lo que había pasado.

Le habían pedido la documentación.

No sé si el peruano se había licenciado en Económicas en Estados Unidos, pero era de una acomodada familia de Lima y tenía un MBA del IESE. Por descontado, imagino que ganaría más que yo. Sé que vivía en un chalet en una desahogada urbanización, flotilla casera de coches, esas cosas.

Pero sus rasgos eran andinos.

Iba caminando correctamente vestido, hablando con dos acompañantes caucásicos también correctamente vestidos, en una ciudad que celebraba una feria internacional.

Pero sus rasgos eran andinos, y la policía le paró. Para nada en particular, no estaban parando a la gente ni pasaba nada, pero a él le pararon y le pidieron los papeles.





Manu Chao - Clandestino

lunes, 2 de marzo de 2020

Conduciendo el taxi





Cuando estuve en Chicago compartí habitación con un neoyorquino que se llamaba Jim. Jim Gordon. Alto, rubio, con gafas de pasta... seguro que se lo imaginan. Como además vestíamos traje, a menudo le llamaba Comisario Gordon. No es de extrañar.

Por cierto que con esto de los trajes hubo un detalle que me llamó mucho la atención: todos los norteamericanos vestían la chaqueta con un corte (me refiero a un corte en la parte inferior del faldón trasero), mientras que los europeos llevábamos chaquetas de dos cortes o de ninguno. Y no había excepciones a esta regla, por ninguna de las partes. Cosas de la moda.

Jim Gordon era un tipo franco y abierto. Recuerdo que en cierta ocasión, al caer la tarde, llegó y me dijo "mis sentimientos pueden resumirse en un ¡whoammmm!": estaba cansadísimo.

Y es que el idioma inglés es así. Como no tienen real academia que lo regule, no hay entidad reguladora y es, como dicen por aquí, 'can Pixa'. Al final, la autoridad la tienen los diccionarios. El Cambridge, el Collins, todos esos. ¿Pero qué da autoridad a un diccionario? Podría pensarse que la precisión y claridad de sus definiciones, pero con norteamericanos de por medio, lo importante es el número, no la calidad. Lo importante es tener muchas palabras registradas. Más que los demás. Quizá por eso el inglés es de los idiomas con más palabras, pero lo que sí es consecuencia es que aceptan palabras nuevas en seguida. El concepto de neologismo es desconocido para ellos, y si aparece la web Google, el primer diccionario que incorpore la voz googlear gana. El chorro de nuevas palabras es constante, que a competitivos nadie gana a los americanos, y si no aparecen nuevas webs algo han de hacer. Y una de las cosas que hacen es inventar palabras partiendo de sonidos. Por ejemplo, el gutural sonido 'yawn'. Es el típico sonido de victoria, de haberlo conseguido, del austrolopiteco que no reacciona articulando un ¡sí! o un ¡bien! o algo por el estilo cuando se marca el gol de la victoria; si prueba a gritar ¡yawn!, entenderá lo que digo. Pues bien, lo que hacen los diccionarios es recoger 'yawn' como palabra válida, y a partir de ahí un yawnido es decir (en voz alta, se supone) 'yawn'. Por eso pueden montar la frase "el bárbaro profirió un poderoso 'yawnido'".  

Pero volvamos con Jim Gordon.

No recuerdo cuál de los dos fue, supongo que fui yo. Pongamos que sí. Salgo del cuarto de baño tras vomitar en el retrete (por la razón que sea), y Jim me dice que he estado "driving the taxi". Conduciendo el taxi. No, no, he estado vomitando, intento aclararle. Pero él me explica. Es una expresión neoyorquina, que hace referencia a la cara y gesto habitual de los taxistas de allí, que agarran con fuerza el volante con ambas manos (muévase al mismo tiempo las dos manos, como Cary Grant cuando conduce un coche en las películas de Hitchcok) y se ponen a gritarle al mismo volante como si estuvieran vomitando. 

Todo esto viene a cuento de que llevo unos días con una sonora tos seca que hace que la gente se vuelva por la calle, flemas, malestar general,... Pero no pasa nada: en Urgencias, tras preguntarme si había estado en China, en Italia o en Irán, decidieron que era un catarro normal (6 años de carrera y 4 años de residencia) y no el coronavirus.

Y también he estado conduciendo el taxi. Era un tipo genial, Jim Gordon.





Donna Summer - Hot Stuff

lunes, 15 de julio de 2019

Sobre una humilde panadería





Hace poco más de un mes, la panadería de mi barrio bajó la persiana.

He de decir que la frase anterior contiene dos inexactitudes literales.

En primer lugar, no bajó la persiana: sorprendentemente, no tenía persianas.  Me explico: la panadería tenía tres locales o accesos a la calle, por decirlo de alguna manera. Uno de los locales era para el despacho de pan, repostería y pastelería; este local sí tenía persianas, pues cerraba de nueve de la noche a seis y media de la mañana (siete y media los domingos y festivos). Y también cerraba por la tarde los sábados, domingos y festivos, y durante el mes de agosto. Así que cuando me dieron la noticia, fui y miré: la persiana estaba bajada.

Pero en los otros dos locales estaba el obrador. El pan y todo lo que vendían se hacía allí mismo, pues los tres locales estaban conectados. Y el obrador sólo tenía puertas normales, de madera y cristal. Las puertas estaban cerradas cuando el obrador paraba, pero no había rejas ni persianas ni nada parecido. Supongo que, como el obrador trabajaba toda la noche, no hacía falta; de hecho, era habitual ver las puertas abiertas a las dos de la madrugada, para que ventilara un poco mejor, o a los panaderos (en realidad, sólo a Quique), fumando un pitillo en la acera.

Y ahí siguen, sin persiana bajada. Pero cerrados.

La segunda inexactitud es que no es "la" panadería de mi barrio. No sé cuántos sitios para comprar el pan tengo, pero en un radio de doscientos metros sin duda superan la docena. Dónde compro ahora el pan es una pregunta que me hace a menudo mi charcutero; él también vive en el barrio, y también quiere saber si he localizado una panadería buena. Porque comprar pan no es problema, pero que el pan merezca el embutido que le compro, sí.

Eran una familia de panaderos. Carla se encargaba de la venta, y su hermano Quique de la fabricación. Pero ellos eran la siguiente generación: sus padres, hace ya años, fueron los que consiguieron que se autorizara la venta de pan los domingos; si se acuerdan (o si no lo viieron, yo se lo digo) antes no se vendía pan los festivos. El sábado había que comprar pan para los dos días - y yo, en mi época de suministrador de pan para la familia llegué a comprar hasta 21 barras ese día-. Recuerdo, cuando era chico, ir la familia a Villanueva de Gállego, en aquella época pueblo pueblo, a un horno de pan que había allí y cuyo pan los domingos estaba bueno. Era una época en la que no se congelaba el pan (no creo que se le ocurriera a nadie, dado el tamaño de los congeladores de entonces. Y se desayunaban tostadas, porque el pan del día anterior había que tostarlo para comerlo. Pues bien, fueron los padres de Carla los que mantuvieron la batalla legal hasta que consiguieron la autorización general para el despacho de pan los domingos. Sí, eran un comercio con honda raigambre en el barrio.

Por esto digo que es "la" panadería del barrio. Porque los demás establecimientos son suministradores, como tantos que he visto llegar y marcharse, tantísimos. Y no soy yo el único que piensa así.

Y es que en mi barrio hay multitud de panaderías, pero son franquicias o qué se yo. Cadenas con quizá cientos de establecimientos, por no mentar los supermercados. Desde hace poco más de un mes, ya digo, compro el pan en la panadería de una cadena que además ejerce de cafetería. Pero no es lo mismo. Por ejemplo: un día les compré unos cruasanes. Desde entonces sólo les compro el pan. Y es que esta fraquicia me abastece de barras de pan que dan el pego: con aceite, tomate y un buen embutido el bocadillo tiene un pase. Pero todo lo demás... Cuando uno se ha acostumbrado a una harina superior, a un pan amasado con interés, a unos pasteles artesanos, a productos de primera... es difícil cambiar al producto industrial. Que ése es otro, el tema de su calidad. Exquisita es la palabra. Es difícil explicar sin ser un Proust lo bueno que estaba todo lo que hacían. ¿Se pagaba? Los precios eran altos, sí, pero las colas que se formaban podían ser enormes. Así que el precio sería acorde con lo recibido, ¿no?
 
Ahora todo ya da igual. Cerraron, porque trabajaban mucho para la hostelería y cierta cadena hotelera muy relacionada con un famoso vicepresidente (y luego pésimo presidente) del FC Barcelona les dejó un pufo de impagados que ya no pudieron asumir. Las panaderías abren y cierran (sobre todo si son cadenas); pero que cierren las panaderías que sí dan carácter al barrio... Supongo que son el signo de los tiempos. Los barrios evolucionan, está claro. Lo que no sé es si es a mejor.




Simon & Garfunkel - Kathy's song (versión de Laura Eliza)

lunes, 1 de abril de 2019

En la muerte de Rafael Sánchez Ferlosio



Ha muerto Rafael Sánchez Ferlosio. Ya saben, el autor de Industrias y andanzas de Alfanhuí y de El Jarama. Yo, si tuviera que ordenar a los novelistas españoles (y Cervantes no juega), no sé si el primer puesto se lo daría a Galdós o a Ferlosio. Por El Jarama, claro. Una novela imprescindible de verdad, que se lee y se relee una y otra vez.

Hace un par de años escribí un artículo sobre El Jarama (aquí), y no lo voy a glosar de nuevo. Sólo diré una cosa: la descripción de la sociedad española de ese momento y, en definitiva, de la Humanidad, es perfecta. Tanto, que necesita de varias lecturas, lecturas reposadas y cargadas de reflexiones, para captar todo lo que se dice, se muestra , se deja entrever.

Pues sí, ha muerto uno de los más grandes de todos los tiempos. Pero España es como es y la noticia pasa sin pena ni gloria. ¿A quién le importa, Rafael Sánchez Ferlosio?

Ése, ¿quién dice que es?

- Zacarías , tú lo que podrías hacer es venirte en la bicicleta de ella.
- Lo había pensado. Pero después ¿qué os parece que haga con esa bici?
- ¿Eh... Pues no lo sé. No sé qué haríamos. Pero...
- Calla, Fernando - cortó Mely-; dejarlo ahora, por Dios y por la Virgen, luego lo pensaremos.
Tito se adelantaba hasta ellos.
- No, Mely - le decía excitado, casi gritando-, es ahora cuando lo tenemos que pensar, ¡ahora!, ¿quién es el que se va a decírselo esta noche a su madre?, ¡di!, ¿quién se presenta allí con la bicicleta en la mano?...
Se habían detenido en la carretera.
No grites, Tito, por Dios . le suplicaba Mely con un tono lloroso-; dejarlo ahora, dejarlo; luego se pensará, ¡no me agobiéis todavía!...
- Hay que pensarlo ahora, Mely, ¿quién se lo dice?, ¿quién?
- Tito, sosiégate - intervenía Daniel-; así será peor; desazonarse más, inútilmente.
- Pero es que te desesperas, Daniel, tan sólo de pensar en irla allí a su madre...
- Habrá que hacerlo - cortaba Zacarías.
- Sí, Zacarías - dijo Tito-, habrá que decírselo, ya lo sé. La cosa es el cómo. ¿Cómo se le dice?
Echaban a andar nuevamente.
- No creo yo que haya ninguna manera mejor que otra - contestó Zacarías-, para decirle a una madre que su hija se ha muerto. Todas son la peor.
- ¡Pánico es lo que me da! - gemía Tito-. ¡Pánico!

Rafael Sánchez Ferlosio - El Jarama (pasaje escogido al azar)



Lennie Niehaus & Clint Eastwood - Claudia (Sin perdón)

martes, 1 de enero de 2019

Tiempo de almanaques



Espero que hayan empezado bien este 2019. Como se debe, es decir: escuchando el Concierto de Año Nuevo.

 

El otro día estuve comprando unos libros para regalar. El primero de ellos fue "Annapurna, primer ocho mil", de Maurice Herzog. En que lo vi dije "¡éste!". Y es que en mi mocedad había leido el relato de Lionel Terray de la ascensión (y creo que todavía lo tengo), y creo que el libro de Herzog lo había sacado de la biblioteca; en cualquier caso, la ascensión de la expedición francesa, Terray, Herzog y Lachenal al Annapurna me parece una verdadera hazaña de la Humanidad, muy por delante de subir al Everest - de hecho, dudo de que lo hubieran logrado sin el éxito del Annapurna-, y más aún, nes posible que un día de éstos escriba un artículo sobre esa expedición, por lo que no es de extrañar que eligiera ese libro. Casi que iba buscándolo.

El segundo libro es un relato sobre Narváez, pero no sobre Pánfilo (tan grande era España que hasta los indeseables de esa época tenían madera de héroes), sino sobre un navegante español de finales del siglo XVIII del que nunca había oído hablar y que parece que exploró el Pacífico norte. Veremos, pero promete.

El caso es que tras comprar los libros me di un paseo por la sección de cómics, por verla, y me sorprendió unas reediciones de El Jabato. Y entonces me acordé de cuánto me gustaban los Almanaques de Navidad.

Es un mundo que ya ha desaparecido, y me vuelve nostálgico. Es el mundo en que los niños leíamos tebeos.

El "Almanaque" era un tebeo especial, de mayor precio y contenido, que se publicaba coincidiendo con las vacaciones navideñas. MI favorito, el más esperado, era por supuesto el almanaque del Guerrero del Antifaz, que solía traer una aventura autoconclusiva o más (no recuerdo bien), más chistes, etc.

No sé cuándo dejaron los niños de leer tebeos, pero siempre pienso que fue un paso atrás para la sociedad muy grande. Por ejemplo, supuso los siguientes cambios:

1) Antes los niños encontraban su divertimiento en leer. Leer tebeos era el principio, luego novelas infantiles (ahora se dirían "juveniles") con ilustraciones, luego sin ellas, etc. Los tebeos eran un gancho. Ahora los niños no tienen ese gancho; su divertimiento no pasa por leer. Es más difícil que se aficionen a la lectura, y sin duda lo hacen más tarde.

2) Antes la cultura de los niños estaba en manos de personas próximas. Uno leía el Jabato o el Guerrero del Antifaz, o también Astérix, Tintín, Alix o Lucky Luke.  O Mortadelo y Filemón, Zipi y Zape o Carpanta, da igual. Ahora son videojuegos japoneses, Pokémon o qué sé yo. Astérix era un tebeo, pero era un tebeo que iba sobre nuestras raíces, sobre nuestra Historia. Cuesta ver eso en una serie infantil de Disney.

3) Los tebeos eran muy variados. Eran un collage de historietas, chistes, pasatiempos. Y había muchos. Además salían todas las semanas, y costaban una cantidad de dinero. Pero una cantidad pequeña. Ahora el divertimiento o bien no cuesta dinero (televisión, internet) o bien cuesta demasiado para unos niños (los videojuegos). Antaño, el tebeo costaba una cantidad de dinero pequeña que el niño podía ganarse, por ejemplo haciendo tareas específicas en la casa que justificasen una pequeña paga semanal. Ese dinerito servía para comprar el tebeo (y unos caramelos), y esa gestión era muy formativa. Ahora es impensable que un videojuego dure una semana (imagino), y desde luego un niño pequeño no puede afrontar su compra.

4) Los tebeos se cuidaban y se prestaban. Los programas de televisión ni se cuidan ni se prestan, y los videojuegos no requieren los cuidados de los tebeos y no creo que se presten a otros niños.

No menciono la bondad del entretenimiento en sí mediante el tebeo frente a la de la contemplación de las pantallas de televisión o a los videojuegos; estoy seguro de que muchos pedagogos sabrían explicarla muy bien, y en cualquier caso si usted leía tebeos sabe de lo que hablo; si no lo hacía, dudo que lo entienda.

En fin. En realidad lo que pasa es que ya soy un año más viejo, y añoro mi infancia. Si a usted no le pasa, no se preocupe: ya le pasará. 



Que este 2019 sea tan bueno que el 2018 se muera de envidia.



Johan Strauss, hijo - Marcha egipcia
 

martes, 30 de octubre de 2018

Alta fidelidad




Estoy seguro: pocos jóvenes de ahora sabrán qué significa "alta fidelidad". Y, sin embargo, la alta fidelidad fue el sueño de casi todas las familias durante los 70, los 80 y me atrevería a decir que principios de los 90. Primero fue un sueño, un lujo imposible que quizá algún día. Después, ya con coche y televisor en color, la alta fidelidad empezó a ser algo más alcanzable. En los 80 ya era el deseo de todos. La máxima alta fidelidad. Lo más de lo más. Lo que nos diferenciaba a unos de otros, quién tenía más alta fidelidad que quién.

Hoy, la alta fidelidad ha desaparecido. En mi caso, y supongo que en el de más de uno, ha vuelto al lugar de los sueños: cuando sea mayor, volveré a tener alta fidelidad. 

Por si algún joven lee este artículo: la alta fidelidad es la reproducción, la búsqueda de la reproducción en realidad, del sonido musical a la perfección. Viene del tiempo en que la música se reproducía en "mono" (por un único altavoz), entre otras cosas porque también se grababa en "mono" (con un único micrófono) y el tratamiento de la grabación era también en "mono" (a través de una única pista). El efecto del "mono" es como el de escuchar con un solo oido, útil pero bastante pobre. La cosa mejoró cuando apareció el estéreo (dos micrófonos, dos pistas de tratamiento, dos altavoces), que proporcionaba ya un sonido estereofónico más o menos "envolvente. Poco a poco se fue grabando con más pistas, así que era lógico que los aparatos reproductores fueran mejorando. En la búsqueda de la alta fidelidad. El culmen se alcanzaba cuando, entre otras cosas, se dedicaba una habitación -y no pequeña- en exclusiva al equipo de música. Por supuesto, la habitación incluiría los pertinentes sillones, puede que un sofá, para escuchar cómodamente. Una mesa baja, un pequeño bar auxiliar,... Pero la joya de la habitación, de la casa, era el equipo de música. El tocadiscos. El amplificador. Los enormes bafles. Y el ecualizador. El ecualizador, cuando apareció, fue la leche. La diferencia entre tu equipo y el mío. Los primeros, más accesibles, tenían sólo 4 ó 5 frecuencias. Los buenos ya eran elementos aparte con no tengo ni idea cuántas frecuencias, y no sería extraño que viniera a instalarlo un técnico de "la casa". El ecualizador, y lo explico porque sospecho que el joven tampoco sabrá qué era, era un potenciador de frecuencias, cuyo objetivo era contrarrestar las frecuencias que, de forma natural, se difuminaban en la habitación por el mero hecho de la existencia de paredes y muebles, la posición y orientación de los altavoces, la calidad del equipo, etc.

El objetivo de la alta fidelidad es que se distinguiera el sonido de una gota de agua. Y a fe mía que se consiguió. hasta el punto de que escuchar música se convirtió en un placer. Algo que uno quería: no leer, no televisión, no conversaciones. Sólo escuchar la música. Y sólo el que ha escuchado aquella música, en aquellos equipos en aquellas habitaciones sabe realmente de qué hablamos, qué añoramos.

Ahora, en cambio, veo a la gente con esos minirreproductores, a menudo el teléfono, con esos auriculares, oyendo "esa música". Y me pregunto "pero éstos, ¿qué sabrán lo que es bueno?".

Sí, ya sé, soy un ingeniero del pleistoceno. Pero ¡qué acústica teníamos, en nuestras cavernas!

El primer susto con la música moderna me lo llevo cuando me hablan de los archivos comprimidos. Los MP3, MP4. Graban el sonido, sí, pero de una manera comprimida: no todas las frecuencias, porque ¿para qué? Total, el oido humano no va a distinguirlas todas... El caso es que la idea del mp3 es la de reducir espacio de archivo. A costa de la calidad del audio, pero seamos realistas: se va a escuchar en unos auriculares, seguramente en un entorno con su propio ruido ambiental (yo, en el coche las más de las veces). Con equipos de reproducción que también están diseñados para esa calidad de sonido.

Ése es el segundo susto: los equipos reproductores. Sí, minúsculos. Sí, los auricolares son ergonómicos y todo eso. Y sí, permiten escuchar en cualquier parte. Pero ¡por favor! Con alta fidelidad se escucha música; con lo de ahora, se oye. Y, sí, yo también tengo una birria de reproductor: mi ordenador, con unos pequeños altavoces de sobremesa. O el equipo del coche, si somos estrictos. Y, sí, suena -me parece- bien... Pero yo sé, y ustedes también, que no es lo mismo.

Claro que todo se explica, me temo, con el susto final. La música que mayoritariamente se escucha en la actualidad no se basa en la calidad del sonido: vamos, que ya no son los tiempos de Pink Floyd, Jean Michel Jarre o Mike Olfield. Sin querer menospreciarla (más de lo que ya hago), digamos sin más que la música basada en la riqueza de la instrumentación y los sonidos que producen se ha refugiado casi en exclusiva en las bandas sonoras de las películas. Que, eso sí, se están convirtiendo en auténticas joyas, de las que llegan a justificar el tener un equipo "hi-fi" en casa.

El caso es que yo añoro esos tiempos. Cuando escuchar música era una actividad en sí misma, el placer que proporcionaba a uno su propia casa. Y sueño con que vuelvan, con volver a tener en casa alta fidelidad.

En mi descargo, he de explicar que, al principio, yo sólo empleaba los MP3 para el coche. En casa oía los CD en un equipo en condiciones, en una habitación que reunía los requisitos de tranquilidad y silencio. Pero luego la vida, las malas compañías,... en fin, que arrinconé el equipo en unas cajas. Y primero compré un equipo pequeño, compacto, japonés hasta la exageración, y al final acabé oyendo la música de youtube en el ordenador. Y por eso escribo este artículo.

Lo triste de la alta fidelidad es que estamos perdiendo el conocimiento de su propia existencia. Será un placer olvidado, que no sabremos que podemos tener.






Ludovico Einaudi - Nuvole Bianche


 

sábado, 17 de febrero de 2018

Canela en rama




Voy a escribir una serie (breve, de tres) artículos sobre EE.UU. y su querencia por las armas, ante la tibia reacción en ese país por el tiroteo escolar de esta semana. Como estamos en Cuaresma, tiempo religioso que precede a la Semana Santa, he pensado acompañar los artículos con marchas procesionales sevillanas; pero mientras las escuchaba he llegado a la conclusión de que música tan soberbia no puede dejarse caer así como así. Una glosa es necesaria.

Aviso: el contenido de este artículo es de carácter religioso. Si esto no es lo suyo, no siga leyendo.

La primera pieza, que acompaña a este artículo y que usted debería escuchar mietras lee, es "Virgen del Valle". 

Mi tío Pepe era de la cofradía del Valle. Y algunos de sus hijos, mis primos. Hábitos morados (puede que no sea ése el nombre exacto del color, quizá "cárdeno", no sé).  Sale el Jueves Santo por la tarde.

La pieza es de las más populares y seguro que figura en todas las recopilaciones de marchas sevillanas. Lo que pasa es que las grabaciones no le hacen justicia, porque les faltan dos elementos fundamentales.

A partir de aquí me baso en recuerdos personales. De niño estuve varias veces en Sevilla, en Semana Santa; no son actos para niños. Luego volví de joven, y eso fue en 1983. Hace 35 años, vaya. Desde entonces no he vuelto, y ahora... ahora me temo que ya no tengo edad para volver. Porque para disfrutar la Semana Santa en Sevilla hay que estar en forma (y contar con un grupo dispuesto a ello). 

Muchas personas dicen que han estado en Sevilla en Semana Santa. Y será verdad, pero no significa que hayan vivido y sentido lo que es. Yo he estado en el Museo del Prado. Y en Louvre, en el British Museum, en el Kunsthistorisches Museum de Viena, en los de Berlin, Munich... en tantos que muchos ni los recuerdo. Casi seguro que en ellos he estado toda una mañana, pero sólo una mañana. ¿Ustedes creen que dedicando una mañana al Louvre se ha visitado el Louvre? ¿Creen que se conoce el Louvre o se ha disfrutado de lo que el Louvre puede ofrecer? Pues es lo que le ocurre a la mayoría de las personas con la Semana Santa de Sevilla. Tuve un amigo, muy capillita en Zaragoza, que se fue de luna de miel a Sevilla a propósito. ¿Qué tal?, le pregunté a su vuelta. Fenomenal, me contestó, las he visto todas. En primera fila. El muy inútil había alquilado sillas en la carrera oficial y allí se las zampó todas, de la primera a la última. Como creer que recorriendo El Pueblo Español en Montjuic se conoce España.

El primero de ellos, es el runrún de la gente. El ruido. Es inevitable. La gente guarda silencio, escucha, pero aun así hay un runrún de fondo que lo llena todo. Oir la grabación, sin oir el rumor de las personas cercanas, sin estar apretado en medio de una bulla, intentando mantener el contacto con los acompañantes a la par que intentando progresar hacia una posición mejor o, sin más, una postura más cómoda... debe de ser como ver fuegos artificiales por televisión. No es una experiencia completa.

El segundo de ellos es el silencio. Escuche la música. Fíjese en los tambores. Tocan muy bajito, de fondo. Llevan un ritmo acompasado que evoca... Ahora le explico.

El momento cumbre en una procesión es, diría, la entrada en su iglesia titular. Terminan, y por ello dan todo lo que les queda. Si les queda un gramo de fuerza, lo gastarán entonces.  Los pasos en Sevilla son muy grandes, y las puertas de las iglesias no suelen serlo. Entrar una obra de arte de 2.000 kg que mide tres metros y medio por una puerta que hace tres metros cincuenta y cinco (números dados como ejemplo) no es fácil. Cuente que la obra de arte la meten cincuenta personas empujando a la vez, ninguna de las cuales ve por dónde va, y que a duras penas escuchan la voz del capataz. El capataz está fuera, pero él tampoco ve bien: el paso es demasiado grande, demasiado alto. La puerta es curva quizá, y puede pegar en varios puntos. O el atrio es estrecho y hay, por lo tanto, dos líneas de puerta. Tampoco ve los laterales. Tiene, eso sí, unos ayudantes, uno en cada esquina, que intentan indicarle cómo va la cosa por su lado. Pero no tiene margen de error, y cuando los cincuenta costaleros arrimen el hombro y se muevan...

El mejor sitio para ver ese momento es pegado a la puerta. El público, por supuesto, no puede entrar en la iglesia. Habŕa quien lleve horas guardando el puesto, habrá quien haya llegado con la cabecera de la procesión, habrá quien llegue en ese momento. Todos luchan por mantener la posición, progresar hacia la puerta.  Bien, si usted consigue acercarse lo suficiente, se quedará callado. Como todos. Escuchando. ¿Y qué oirá? Puede que la voz del capataz: "Manuel, ¿me oyes? Esta levantá va por...¡A ésta! ¡Izquierda atrás!" Pero el sonido clave es... el arrastrar de las alpargatas de los costaleros en el entarimado. Porque para entrar a la iglesia, como es normal, hay que subir unas escaleras. Pero la procesión no sube escaleras, así que éstas se salvan con un entarimado de madera ¡Ah, pisar ese entarimado! No sabe nadie que no sea cofrade lo que es pisarlo. Es la señal de qe ha terminado, que por fin se ha llegado. ¡Qué sensación más dulce es pisarlo, se lo aseguro! Y qué diferente de la del principio de la procesión, cuando pisarlo significaba todo lo contrario, el vamos allá, el por fin estamos en la calle que anhelará todo cofrade desde que terminó la procesión del año anterior.

Para mí, ese arrastrar, ese sonido de la madera, ese caminar de todos los costaleros a la vez, me lo evocan los tambores.

Y si usted está suficientemente cerca, y está atento, y sabe qué tiene que percibir, oirá todo eso. Olerá el incienso, el aroma de las velas que han pasado, la cera derretida que lo rodea todo, las flores del paso. Y el azahar. Y sentirá la presión. La presión física de las personas que le rodean, sí, pero también la expectación. La atención de todos los asistentes, porque va a ocurrir algo mágico que quizá no vivirán una segunda vez. Esa expectación está en el aire, la siente. La oye en el silencio. Y cuando cree que por fin empiezan... suena una saeta. ¿Quién la canta? No lo sé. Puede que alguien que haya convenido el acceso al balcón de enfrente con los dueños de esa casa, que haya avisado al cetro de la cofradía de sus intenciones. O puede que sea un espontáneo, que haya conseguido acercarse (hasta donde haya podido acercarse) y canta con la fuerza que le da su devoción y, quién sabe, su desesperación.

Y quizás a esa saeta le siga una segunda, de otra persona. Incluso una tercera. Si va usted como turista, "typical spanish". Pero si entiende usted lo que está pasando, notará el fervor. La religiosidad es, en algunas personas, cosa muy simple. Sin boato, sin ceremoniales ni extraños ritos. Sin palabras largas, sin plantearse los misterios. Hay personas sencillas, sin estudios, sin formación. Que no saben desentrañar los entresijos de los textos sagrados, y que sin embargo entienden lo básico. Que Jesús, un hombre honrado, justo, que no hacía daño a nadie. Al que los poderosos prendieron, torturaron y condenaron. Al que le hiciero cargar su propia cruz camino del calvario para allí acabar con él definitivamente. Y su Madre le acompaña en ese trance y asiste impotente. Que no puede hacer nada y llora. El saetero sabe todo eso, y llora. Le llora a jesús, compadecido. Le llora a su Madre, compadecido también, o le pide que haga algo, no como madre del hombre sino como Madre de Dios, no sé.  Lo que cante en su saeta.

Y el pueblo, la gente, usted y todos los que estarán con usted, escucharán con atención.

Mi abuelo Julio, contaba mi madre, decía que el objeto principal de las cofradías semanasanteras es llevar al menos una vez al año la imagen de Dios y de la Virgen a aquellos que jámas irían a verlas. Por eso salen a la calle. Quién sabe si en el camino de la procesión algún desalmado de ésos que jamás pisarían una iglesia se cruzará con la imagen del nazareno y, siquiera por un instante, piense en Él, y quién sabe si fruto de ese instante... El cofrade nunca sabrá si esto ocurre o no, pero sólo por la posibilidad de que sí ocurra debe intentarlo. Y, cada año, las cofradías salen a las calles.

Pues todo esto es lo que no atrapan las grabaciones. ¿Cómo podrían? Pero si usted ha estado allí y mantiene sus recuerdos, esta música se los evocará. Y disfrutará en ello.



Cada año, miles de personas viajan a Sevilla para conocer o disfrutar de su Semana Santa. Sí, ya sé que es lo más que pueden hacer, como los turistas que viajan a África o a Indochina. Pero si usted tiene deseos de conocerla lo más que pueda, permítame unos consejos.

En primer lugar, la Semana Santa es un hecho religioso. Si no es usted creyente, no siga leyendo. Para usted, la Semana Santa no son más que ritos etnológicos con un fuerte componente de espectáculo callejero y una indudable belleza plástica. Para los que sí lo son, usted se ha quedado sólo en el envoltorio. Podrá ser un gran experto y saberlo todo, pero será como la persona que ve a dos enamorados besarse.

En segundo lugar, la Semana Santa sevillana es lo máximo. Así que no se puede empezar ahí. Antes de ir a Sevilla hay que estar enseñado, hay que aprender en otras semanas santas. La sevillana es tan intensa, tan rica en matices y sensaciones, que si no está preparado se las va a perder.

En tercer lugar, le parecerá una chorrada pero un dato, que para los conocedores es vox pópuli, para el resto es desconocido y es fundamental. En Sevilla cada cofradía sale una vez (y eso si no cancelan la procesión por lluvia, vaya preparado para asumirlo), y la procesión consta de tres partes: de la iglesia a la carrera oficial, la carrera oficial (de la Campana a la catedral), y de la catedral a su iglesia, de vuelta. La carrera oficial tiene un horario que hay que cumplir (incumplirlo obligaría a retrasar a la cofradía siguiente, que ¿cómo va a a estar esperando, en la calle, a que usted llegue?), así que el primer tramo también tiene un horario. Interno, pero horario. En cambio, hecha la carrera oficial, la cofradía es libre. Y si quiere tomarse su tiempo, se lo toma. Por lo tanto, si usted no puede o no quiere caminar, vaya a la carrera oficial. Verá un procesionar de miles, uno detrás de otro.  Si quiere verlos y puede caminar pero no trasnochar, busque a la cofradía en su primer tramo. Si le indican bien, hay puntos con mucha calidad. Pero si quiere usted disfrutar de los momentos mágicos que sólo en Sevilla encontrará, las tendrá que buscar de vuelta a sus iglesias.

Tengo entendido que esto ya no es así. Yo escribo de "antes", de cuando las cofradías (¿56?) "cabían" dentro del horario dispoible en la carrera oficial. Pero el número de cofradías ha crecido, y no hay hueco para todas. También concurre que se radican en barrios alejados del centro, a 10 km o más: les es físicamente imposible ir a la catedral. Sin embargo, y recalco que a éstas no las he visto nunca, aunque las cofradías nuevas también son sevillanas (con el nivel mínimo que esto implica), no son las procesiones de las que estamos tratando.

En cuarto lugar, aunque usted se considere en forma y preparado, no puede asistir a toda la semana. Cual viaje organizado en autobús por Europa, Barcelona Milán Venecia Viena Praga Munich Ginebra, al final uno no se entera de lo que está viendo... ni le importa. Darse un atracón y tragar más de lo que se puede digerir no es disfrutar de una comida.

Mi consejo, si usted se siente fuerte, es que aterrice en Sevilla el Miércoles Santo. Se habrá perdido muchas, y lo siento por la Amargura y la Paz, que salen el Domingo de Ramos. Si se cree con fuerzas, vaya el Martes Santo. Verá a los Estudiantes (es que mi primo Carlos es de ésta) y a la Santa Cruz, por ejemplo. Pero el miércoles tiene ya mucho para ver. San Bernardo, la de mi tío Julio, es un must. La Sed y la Lanzada. Y los Panaderos, como aperitivo. Piense que saldrá de casa a las ocho de la noche y que volverá a las dos de la madrugada o más tarde aún. Habrá visto unas cuantas cofradías, y sobre todo le habrá servido de calentamiento para lo que le espera el día siguiente.

El Jueves Santo, cuando se levante a mediodía, desayune/coma bien. Descanse y eche una siesta. Planifique el orden, busque unos momentos de descanso y salga a la calle. Empiece quizá por el Valle, es una procesión corta. O los Negritos. Porque ésas es otra: debe saber primero qué procesiones son cortas y cuáles durarán doce horas. Y cuáles rodarán siempre el centro y cuáles se iran a barrios alejados. En el caso del Jueves Santo, tranquilo, las verá. Y luego empalmará con las de la madrugá. Las que salen de madrugada. A las doce, a la una. Las más antiguas cofradías (en Sevilla las cofradías salen por orden de antigüedad: las más antiguas, en la madrugá).

Si sólo va a estar una vez en Sevilla, debe verlas todas esa noche: el Silencio, el gran Poder, la Esperanza Macarena, la Esperanza de Triana, los Gitanos y el Calvario. Olvídese de ver entrar a la Macarena, en su Basílica, por la mañana: es usted de fuera y no tiene ninguna oportunidad. O con la Esperanza, cruzando el río. Pero quizá se tope con ellas, camino de sus barrios.

Y el Viernes Santo debería ser su último día. El Sabado Santo estará demasiado cansado, habrá visto demasiadas cofradías para no ser sevillano, demasiadas emociones pendientes de asimilar. Pero el Viernes Santo no se lo puede perder. El viernes sale el Cachorro, la cofradía de mi familia, la O, la Soledad,... y la Sagrada Mortaja. Sí, si ha llegado hasta aquí, la llegada de la Sagrada Mortaja a su iglesia debería ser su principal objetivo. ¿Por qué? Pues...

Ésta es la puerta de la iglesia, según captura de google Street View:


Y le advierto: para ver la entrada sólo tendrá una oportunidad, porque sólo llevan un paso.

En este vídeo de youtube apreciará mejor el problema:


Fíjense, al final, que hay un tipo junto a la esquina de la jamba. 

Yo he estado allí. Impresiona.




Lo dicho. Canela en rama.



Marcha procesional sevillana - Virgen del Valle

viernes, 22 de diciembre de 2017

Un signo de los tiempos




Estos días he recibido algunas felicitaciones navideñas por mi canal profesional: asociaciones, empresas, profesionales, lo normal. Pocas este año, lo reconozco, pero todavía hay personas que mantienen "las buenas costumbres". Nada que ver, desde luego, con mis recuerdos de infancia: los niños repartíamos a los compañeros, en el colegio, los christmas que escribíamos de nuestro puño y letra, cada niño escribía y recibía montones, y lo mismo ocurría en los niveles profesionales. Raro era esos días entrar e uan casa y que no tuvieran un mueble, un espejo o un cuadro grande, o un aparador, a reventar de felicitaciones, acumuladas una detrás de otra.  Y los lotes y aguinaldos. Las tiendas de ultramarinos y equivalentes tenían los escaparates llenos de las cestas que montaban, y era corriente ver por la calle a repartidores de cestas que siempre confiaban en que algo, un turrón, lo que sea, les cayera a ellos. Era una época en la que se enviaban muchas cestas. El porqué es fácil de explicar: se hacían muchos favores que no se cobraban. Por ejemplo, el médico: yo llevaba mis hijos a un pediatra privado, y le pagaba a tanto la consulta. Un día, dejó de cobrarme. Mis hijos, por supuesto, a partir de entonces se pusieron mucho menos enfermos que antes, pero desde luego cada avidad yo le enviaba al doctor una espléndida caja de bombones. Faltaría más. Pues entonces ocurría lo mismo, coregido y aumentado. La Seguridad Social no era ni de lejos lo que es ahora y era corriente tener un médico de cabecera, un pediatra o un especialista (un dentista, un oftalmólogo, un traumatólogo, qué sé yo) privado. Que se le pagaba, vaya. Sea por un trabajo bien hecho, por un trato preferente o por favores y urgencias no cobradas, el caso es que llegada la navidad era corriente una pequeña cesta de agradecimiento. Y es que en aquella época se tenía aprecio al dicho de que de bien nacido es ser agradecido.  Incluso los porteros de las fincas urbanas y los conserjes tenían su aguinaldo de los vecinos. Aunque fuera con cestas montadas a partir de las cestas recibidas por los mismos vecinos. El caso es que cuando había un motivo de alegría se compartía;  de hecho, recuerdo a la perfección que en mi casa, tras las fiestas de bautizos y primeras comuniones que se daban en mi casa - tuve muchos hermanos menores- organizábamos unas bandejas de canapés y se las bajábamos al portero (que en mi casa vivía con su familia en el sótano) junto con algunas botellas. Si era fiesta en nuestra casa, también tenía que serlo en la suya.

Y, por descontado, los ingenieros y los calculistas de estructuras se pueden ustedes imaginar: la cantidad de cálculos, esfuerzos y riesgos que se hacían sin cobrar, al cabo del año, bien daba para que se agradecieran en navidad.

Todo esto, por supuesto, es cosa del pasado. Pervive al menos la felicitación navideña, aunque también está decayendo en su formato tradicional: se impone el christmas electrónico. Alguna imagen encotrada en la red, una frase de buenos deseos y voilà! setenta y cinco mil christmas-churro enviados en un nanosegundo. Ya ni siquiera tienen la firma autógrafa, el saber que el felicitante sabe a quién felicita y que ha pensado en él al menos unos segundos.

Pero no es eso lo qe me ha llamado la atención, esta vez.

Es la imagen. ¿Navideña? Puede. Motivos invernales, quizá abetos, señales de los adornos que acostumbramos a poner en las casas todo lo más. Algún arquitecto me ha enviado una imagen que simplemente juega con los dígitos 2018. Y yo soy un carca y todo eso, pero para mí la navidad está asociada al motivo de la navidad. Es decir, son días de fiesta por una razón. ¿Dónde está esa razón aludida? Desde luego, no en los mensajes, totalmente asépticos y neutros, que hasta el mahometano más acérrimo encontraría agradable. Durante un tiempo, la imagen tuvo alguna reminiscencia de lo que fue, un sutil recordatorio de lo que en verdad se celebra en navidad. Pero ya nada de eso queda.

Y es que somos un país de descreidos. Y además de cobardes: es importante que la felicitación no moleste a nadie, que sea tan... ¡anodina!

¡Pero si es que incluso en la felicitación de Cáritas que he recibido no hay nada que recuerde lo que celebramos! Pues si ellos, que son una organización de la Iglesia católica, esconden el nacimiento de aquel niño en Belén, ¡cómo vamos a pedir a los demás que nos lo recuerden!

Miro por la ventana. Veré como un centenar de ventanas, diría que casi doscientas. En tres se ven luces de adorno, en una cuarta, a unos 300 m, creo que también, y en otras dos un árbol. En la panadería hay montado un pequeño nacimiento; en el super, un concurso infantil de dibujos, y en el bingo las luces de rigor. Es 22 de diciembre, todo el mundo sabe ya que este año tampoco le ha tocado el Gordo - sentimiento que inaugura las fiestas navideñas-, y aquí, en Barcelona, nada. 

Es lo que reflejan las felicitaciones navideñas. Es, me temo, un signo más de estos tiempos.

En fin. Pasado mañana hará 2016 años del nacimiento que lo cambió todo. Tenemos gracias a ello a(aunque lo neguemos) bastantes días de fiesta; creo que no sería excesivo que en ellos encontráramos unos pocos minutos para pensar en el verdadero mensaje de la Navidad.

Mientras tanto, les invito a escuchar uno de los más bonitos villancicos, quizá mi favorito.

¡Feliz Navidad!




Coro Laus Deo - El tamborilero