domingo, 13 de septiembre de 2020

Tiempos salvajes

https://www.youtube.com/watch?v=0HhA0Cghr4k 

 

 

Cuando era pequeño, el colegio estaba en la esquina de la manzana de mi casa. Pero al poco tiempo se trasladaron a las afueras, a 3 km, y para llevar a los alumnos montaron una red de autobuses. A mí me recogían en la placeta donde antaño estaba el portón de entrada del colegio, y luego el autobús enfilaba lo que ahora es la calle de san Ignacio de Loyola, pero que en aquel tiempo no era calle: era un callejón, el callejón de Rodón (mucho antes, al final de la calle estaba la fundición de Rodón, de ahí el nombre que luego se perdió).

El callejón de Rodón, recuerdo, no estaba abierto al tránsito en toda su longitud, había unos pilones de piedra en el final, pero cuando el autobús sí que lo estaba. Lo que pasa es que la calle, ya digo, no se parecía en nada a la comercial y transitada calle que es ahora. 

Entre otras cosas, era más estrecho. Y no estaba enfilado del todo con la entonces cortísima calle de San Ignacio, había que hacer un pequeño ajuste. Y ahí estaba el problema.

En aquella época había menos coches que ahora. También los coches eran más pequeños y estrechos, pero lo importante es que había menos. Muchos menos. Y parece mentira, pero una consecuencia de esa escasez era que no era normal dar vueltas para aparcar, porque solía haber sitio donde se quería ir. O cerca. Quiero decir, uno no tenía costumbre de dejar el coche lejos. A veces, eso suponía aparcar de una forma no muy canónica, No solía importar, porque había poco tráfico: pasa todavía en pueblos pequeños, que uno deja el coche debajo de la señal de prohibido detenerse e incluso en la puerta de un vado: el dueño ya conoce el coche que está ahí, y si lo necesita le avisará.

El caso es que con relativa frecuencia había coches aparcados en la entrada del callejón de Rodón, impidiendo el paso del autobús, A menudo, unos bocinazos solían bastar: el culpable los oía, regresaba y aparcaba el coche. Pero esto no siempre funcionaba, y a los niños había que llevarlos al colegio a tiempo.

Por suerte, aquellos eran tiempos rudos, en los que los hombres no paraban mientes y resolvían los problemas sin grandes alharacas, y sobre todo en los que los demás no nos espantábamos por ello.

Así que cuando el conductor del autobús decidía que lo de los bocinazos no funcionaba, se bajaba del autobús. Mi parada era la segunda de la ruta y a esas alturas éramos pocos, pero sabíamos que había que hacer. Los mayores - yo creo que tendrían en torno a 10 años, porque los mayores creo que entraban al colegio una hora antes, pero puede que esto sucediera en la ruta de la tarde y sí que hubiera chicos más mayores- se bajaban también. Y juntamente con el conductor, entre todos levantaban el coche que molestaba y lo desplazaban a donde fuera necesario. Tras lo cual se frotaban muy contentos las manos, se subía al autobús y se reemprendía la marcha.





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