Noche de san Juan. Calor, ventana abierta. Hacia las diez de la noche empiezo a escuchar los primeros petardos, lejanos o flojos. Hacia las diez y media, ya están aquí. Hacia las once, cohetes estruendosos, y cierro la ventana.
Hace, pongamos, veinte años, en mayo empezaban a surgir como setas los puntos de venta de petardos. Allá donde hubiera un local libre o un espacio para una caseta temporal. En junio el buzón se llenaba todos los días con folletos de ofertas de petardos. Los niños no aguantaban, y ya dos semanas antes de san Juan se empezaban a escuchar los más leves, los que manejan los niños más pequeños. La semana de san Juan esto parecía Sarajevo. Luego estaba la noche en sí, conozco a personas que se iban de Cataluña esa noche por imposible. A la mañana siguiente, todas las aceras eran un reguero de carcasas de petardos, imposible no pisarlos. Y los niños que no habían podido tirarlos todos la noche antes aprovechaban la mañana. Petardeo, petardeo, petardeo.
Este año, nada de nada. Ni puestos de venta, ni folletos en el buzón, ni petardos antes de tiempo. Alguno potente por la noche, pero ni punto de comparación con antaño, cuando bajábamos las persianas para que no se colaran en casa. Y por la mañana, aceras limpias, sin carcasas. Y siguen sin oírse.
¡Qué diferencia! El cambio ha sido gradual, pero cuando uno echa la vista atrás la percibe.
Puede que haya cambiado la forma en la que celebramos la fiesta de San Juan.
Puede que haya cambiado la sociedad catalana, o la barcelonesa.
Puede que haya cambiado mi barrio y que ahora seamos o personas distintas o las mismas pero 20 años más viejas.