En numerosos artículos he defendido la tesis de que tiene que ser la sociedad, y los padres como su punta de lanza, quien exija y consiga los cambios en nuestro sistema educativo; sin esa exigencia la cosa no cambiará.
¡Iluso de mí! ¿Pues no tengo delante de mis narices y desde hace suficientes años un ejemplo perfecto de que el clamor de los padres no sirve de nada?
Estoy hablando, huelga decirlo, de la petición de incontables padres en las provincias catalanas para que se cumplan la ley y las sentencias de los tribunales (todas ellas, en la misma dirección) y a sus hijos les den clases en español. A estas alturas, incontables padres. En contra, el gobierno autonómico, la Administración catalana de Educación, el colectivo de maestros, profesores y directores de centros escolares, los padres independentistas y todo el mundo indepe que como un solo hombre, tengan niños o no, vayan sus hijos si los tuvieran a las clases afectadas o no, protesta y genera un ruido insoportable: como todo el mundo sabe, si un niño en una escuela en Balaguer recibe el 25% de sus clases en español Cataluña como la conocemos estará condenada a la extinción y el catalán desaparecerá de la faz de la tierra sin dejar ni un triste recuerdo.
Hasta el punto de que ¡ay del que se atreva a insinuarlo! La exclusión, la muerte civil y el acoso hasta conseguir que se largue de aquí es lo único que puede esperar, así que ya sabe: mejor ni intentarlo.
Vemos, pues, cómo se comporta el entorno: fácil es imaginar el futuro que tendría un padre que exigiera que a sus hijos (y a los compañeros de clase) se les enseñara de verdad y que demandara al colegio y a la Administración por lo hacerlo.
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