Los presidios no eran, originalmente, lo que todo el mundo cree, sino los fuertes fronterizos que los españoles empezaron a construir a medida que iban ampliando sus dominios, especialmente por el norte de Méjico y todo el vasto sur de los Estados Unidos que hay entre el Golfo y el Pacífico.
Ya conté, el otro día, que estaba leyendo un libro sobre los ingenieros en el imperio español (enlace aquí), y en él explica que los españoles, que querían que su imperio fuera réplica del romano que tenían idealizado, denominaron presidios a los fuertes fronterizos porque los romanos llamaban así a las fortificaciones que "presidían" el avance de las legiones. Solo que la frontera española estaba mucho más lejos que la romana, era mucho más larga y, sobre todo, contaban con muchos menos medios y hombres.
Estos fuertes, perdidos en las inmensidades de Tejas, Nuevo Méjico o Arizona, no eran destinos soñados, sino todo lo contrario. Guarniciones olvidadas, que recibían insuficientes soldadas, sin nada que hacer (ociosidad, madre de todos los vicios), sin medios para ser eficaces, a menudo con la subsistencia como objetivo fundamental, para defender a algún misionero loco (como es lógico, no hay comercio apenas en la frontera de Nuevo Méjico) o a los pueblos indios en los que hubiera habido éxito y se hubieran convertido al catolicismo. Hasta el punto que algunos presidios se clausuraron porque ¿para qué?
Pues bien, el libro cuenta que las guarniciones de los presidios empezaron siendo de 25 hombres, luego aumentados a 50 y finalmente a 100, y ésta era una cantidad que en la práctica no se conseguía. Porque había un problema: reclutar. Como he dicho, no eran los destinos soñados por nadie, no digamos ya por los que querían hacer una carrera de armas. Al final, y como es fácil de imaginar, las guarniciones se completaban "con toda clase de desesperados, perezosos e irresponsables -con toda franqueza la escoria del Imperio-".
Fácil es imaginar de dónde vendría la expresión "ser carne de presidio".
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