lunes, 15 de agosto de 2022

Un imperio de ingenieros

https://www.youtube.com/watch?v=WI7YCYR4EyM 

 

 

Durante la pausa de la comida en una visita a obra en Valencia aproveché para dar un paseo por el barrio. Encontré una librería (a punto de cerrar, era la hora de comer); entré, ví rápido un libro que pensé que podría gustarme y sin pensármelo mucho lo compré (ya a oscuras). El libro se titulaba "Un imperio de ingenieros", rezando el subtítulo "una historia del Imperio español a través de sus infraestructuras", y eran sus autores Felipe Fernández-Armesto y Manuel Lucena Giraldo. Cuando lleguen las vacaciones de verano lo leeré, pensé. Y a la cartera.

Llegadas las vacaciones, llegó el momento. ¿Fue un acierto comprarlo o una pérdida de dinero?

Fue un gran acierto.

El imperio español fue especial, único. Antes y después que él hubo imperios asombrosos, pero fueron imperios territoriales. Imperios donde podías ir con relativa facilidad de una punta a la otra, y aunque fueran extensísimos no había entre extremos las distancias que sí se daban en el español. Hablo, claro, de imperios preindustriales. También hubo imperios extensos, como el portugués, el inglés o el holandés, pero eran imperios "costeros": de las costas y de los puertos clave no salían. Sólo el español penetró en los territorios. Y no (sólo) con ánimo de explotarlos, sino también de desarrollarlos. Porque esa fue otra característica que los imperios costeros de su época no tuvieron: al igual que hicieron los romanos, modelo de imperio para aquellos españoles, ellos incorporaron los territorios a su monarquía, para ellos tan súbditos del rey eran los peninsulares como los no peninsulares.

Y para esa asimilación, los ingenieros resultaron fundamentales.

El libro, que cuenta todas estas cosas, es entretenidísimo. Supongo que en las próximas entradas traeré a colación cosas que cuenta, pero ahora quiero, a modo de introducción, referirme a dos detalles de cómo era, en la Edad Moderna, la profesión de ingeniero en España.

Según estudios, en el siglo XVI había 4 categorías de "ingenieros": teóricos, artistas, soldados y ejercientes.

Los teóricos en realidad no eran muy ingenieros: eran científicos y gente de despachos, no personas de obra.

Los artistas son lo que ahora llamaríamos arquitectos. Para ellos, la belleza del resultado era importante.

El tercer grupo, los soldados, son los ingenieros militares y navales. Gente que construye barcos, que mejora cañones, que prepara defensas o levanta puentes.

Y el cuarto grupo, los ejercientes, son los técnicos especialistas: niveladores, constructores, fundidores, relojeros, etc.

Como se intuye (y conté en una entrada hace años), los ingenieros descendemos, sobre todo, de la rama militar de la profesión. Y es lógico, ya que los ejércitos eran la mayor entidad organizada y la que tenía necesidades que resolver de manera expeditiva. Si había que construir un campamento, fortificar un perímetro o atravesar un río, la sociedad podía tomarse su tiempo para llevarlo a cabo, pero el ejército no. De ahí que en su seno se encontrase a los ingenieros. Pero lo importante es que ya entonces estaba la ocupación de ingeniero reconocida como tal, por más que el acceso no estuviera reglado.

Y una cosa que no sabía: los arbitristas, los que proponían arbitrios. Leo en el diccionario de la RAE que un arbitrista es una "persona que propone proyectos o soluciones quiméricos, especialmente en el ámbito de la política y la economía", claramente una degeneración de su significado original (y que el DRAE recoge como segunda acepción). Pero en la Edad Moderna el arbitrista era otra cosa: era un ingeniero (o no necesariamente) que proponía un arbitrio: una idea, un plan, un proyecto. Si la Corona, el Cabildo o quien fuera aceptaba acometerlo, y si tenía éxito, utilidad o beneficio, al arbitrista se le daba una merced, una ganancia. No hacía falta que fueran inventos, como las patentes actuales: si uno traía un proyecto (en ese momento, una ocurrencia) de un silo para el grano, una toma de agua para poner una fuente en la plaza Mayor o el trazado de un camino a alguna ciudad distante, por poner ejemplos, si conseguía convencer a las autoridades y luego hacerlo realidad, el proyectista (o sus herederos) recibía el premio correspondiente. Y yo me alegro de que así fuera.

Esto de los arbitrios, por cierto, me ha hecho comprender mejor la vida de un ingeniero sobre el que tratará una de mis próximas entradas: Blasco de Garay.

En definitiva, que yo sea un rollazo explicándome no significa que el libro no sea ameno e interesante, y recomiendo encarecidamente su lectura. En verdad, el dominio técnico de España en aquellos siglos es evidente, y fue causa necesaria para el mantenimiento del imperio. Un imperio, repito, como no ha habido otro.

Para terminar quiero recomendar la presentación que se hizo del libro en la Fundación Rafael del Pino (ya que el libro fue una iniciativa suya vehiculada a través de su fundación): https://frdelpino.es/video-frdelpino/un-imperio-de-ingenieros/. Da gusto oír a los dos autores.

Lo dicho, todo ingeniero que se precie debería leerlo. Siquiera para saber que una fanega era un rectángulo de 576 estadales cuadrados, información utilísima para quien sepa lo que es un estadal y que el libro dice: cuatro varas. La vara, explica también, equivalía a 3 pies. O a 4 palmos, como prefiera. Lástima que aquí comete el libro su error, cuando en el apéndice de unidades pasa éstas a unidades métricas, se nota que son hombres de letras y no les salta el error a los ojos: dicen que la vara son 0,835 milímetros, cuando querrían decir 0,835 metros o 835 milímetros. Lo que en definitiva nos lleva a decir que una fanega eran aproximadamente 0,64 hectáreas.

 

 

Ashley McBryde - A little bar in Dahlonega

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario