Uno de las mejores enseñanzas sobre la profesión de ingeniero me la dieron mi primer día de carrera.
La primera clase fue sobre Cálculo Infinitesimal. Hagámonos una composición de lugar: Nueve de la mañana, diecisiete años yo, dieciocho otros, con las carpetas y los hábitos todavía del colegio; primer día en la Universidad. La Escuela Superior de Ingeniería no tenía edificio propio, y compartía aulas en el Interfacultades con otras carreras. Localizamos nuestra aula, en el quinto piso. Es un aula para doscientos cincuenta alumnos o más; lleno hasta la bandera, gente de pie, gente en los pasillos. Consigo sentarme en una de las últimas filas. Aparece el profesor de Cálculo y escribe en la pizarra el temario del curso y la bibliografía recomendada. Una chica delante nuestra se vuelve y pregunta: “Pero ésto, ¿no es Derecho?” Le decimos que no y sale corriendo roja de vergüenza. Y no es de extrañar: toda la bibliografía es de autores rusos, los títulos de los libros se entienden lo mismo que si los hubieran dicho en ruso y el temario igual. ¿Dónde nos habíamos metido?
La clase siguiente fue sobre Álgebra. Sin comentarios; baste decir que cinco meses después todavía creía que las clases las daban en ruso.
Estas dos asignaturas estaban a cargo de licenciados en Exactas, cuyos nombres olvidé hace mucho. Pero la clase siguiente fue de Física, y sí recuerdo cómo se llamaba el profesor: Rogelio Sampío.
Sampío no intentó abrumarnos con millones de autores rusos. No. Nos pidió que leyéramos todo lo que pudiéramos, pero no sobre Ingeniería. Quería que aprendiéramos sobre cualquier otra cosa, que nos cultiváramos, que supiéramos de algo más que no fuera de ingenieros. Porque, nos advirtió, llegará un día que nos encontraríamos con otros amigos. Uno de ellos sería médico: en seguida alguien saldría con que le duele el estómago, o que le pasa no sé qué. Otro sería abogado: que si un inquilino, que si me piden, que si una multa. Otro sería, por ejemplo, economista: pues a mí el banco me cobra esto, me quiere comisionar por esto otro... Todos tendrían qué contar. Pero nosotros, ¿qué podíamos decir? ¿Que el momento angular de esta manzana es...?
Indudablemente, uno de los mejores consejos que me dieron en toda la carrera. Seguramente por eso recuerdo el nombre de ese profesor: Rogelio Sampío.
Lo que nos lleva a Agatocles. Pero eso será ya en la próxima nota.
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