Estuvieron casados no sé, más de sesenta años. Don Ignasi se mantuvo muy bien, con ochenta y tantos seguía yendo todos los días al despacho. Pero a los 89 le operaron de la próstata, y aquello acabó con él. De golpe le cayeron todos los años encima, y se convirtió en un anciano incapaz. ¡Quién te ha visto y quien te ve! El deterioro, muy rápido, lo afectó a la movilidad - no en vano perdió todo el tono muscular que tuviera- y al oído. Luego, a la vista. Y de cabeza iba bien, no crean, pero si no oye no se entera. Y apenas ve. Le cuesta caminar, no sale de casa porque los tres escalones del portal son casi infranqueables, y además ¿adónde ir? Hizo vida familiar con sus hijos, sí, pero sobre todo hacía mesa camilla con su esposa. Pocos años después, un par de días antes de Navidad, murió. No recuerdo si en junio había sido bisabuelo o si lo iba a ser el junio siguiénte, qué más da.
La señora Montserrat siguió adelante. Era unos cuantos años más joven que su marido (obviamente la guerra civil, que le había cogido con veinte años, le había afectado el calendario vital), y se encontraba razonablemente bien; hasta el punto de que yo creí, cuando los conocí, que ella era su hija y no su esposa.
Pero los años pasaron. Al principio la cosa era viable, ella compraba poco y para esto están los servicios de reparto a domicilio. Luego, la asistencia con la casa. Fue perdiendo facultades, la vista, y la cabeza a veces. Una persona para acompañarla durante el día, más tarde una persona también por las noches. Hasta que, con 93 años, sus hijos tomaron una decisión: la ingresaron en una residencia. Ua buena residencia, pero una residencia. Y allí sigue, ciega del todo. Y esperando. Algunos ratos vienen a verla, le hablan. Pero la mayor parte del tiempo, tan sólo espera. ¿Qué espera? El final, claro. Como todos. No lo sé seguro, porque nunca lo dicen, pero... ¿qué otra cosa pueden hacer? Sobre todo cuando han llegado a una edad en la que, por fuerza de la Naturaleza, están solos: sus amigos han muerto, o ya no están en condiciones de seguir en contacto.
Cuando yo era chico, recuerdo que me hablaron en el colegio (en la clase de Religión, claro, en qué otra asignatura se iba a tratar ese tema) el caso de no recuerdo quién, que pensaba que él vivía porque tenía una misión que cumplir. El tipo no sabía cuál era esa misión, pero sí que él no vivía porque sí. Él tenía un papel que representar, tenía un sentido que él viviera. Había sobrevivido a ni idea qué, y ésa era la explicación que él encontraba a que todavía estuviera vivo. Como digo, no recuerdo nada más, sólo la idea. Idea que me pareció acertadísima, y de la cual extraje dos enseñanzas clave. La primera, por supuesto, que todos tenemos un papel o misión. Nos conviene, entonces, entender cuanto antes qué papel es, qué se espera de nosotros, el objeto de que vivamos, pero no es esto el tema de esta entrada.
La segunda enseñanza es que, pues que vivimos por alguna razón, cuando ya no está en nosotros el papel activo por fuerza tenemos un papel pasivo. Esto es particularmente cierto en el caso de los ancianos, como la señora Montserrat. Esta mañana, por ejemplo, me he encontrado con la señora Matilde, gran amiga de la señora Montserrat, y le he preguntado por ella. Me ha puesto al día, pero se ha despedido con un, más o menos, "la verdad es que los viejos no deberíamos vivir tanto". A lo que yo le respondí: "pues para ver lo que hacen". ¿Lo que hacen ellos?, me respondió asombrada. "No, lo que hacen los hijos". "Pero si ella no ve nada, no sabe lo que hacen". "No, no me refiero a que lo sepa ella. Me refiero a que lo sepan sus hijos".
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