El arte es un concepto difícil de definir. Sí, el diccionario da varias acepciones de la palabra, pero ninguna de ellas valdría para responder en verdad a la pregunta de si algo es arte o no. De hecho, a menudo el objeto de la pregunta permanece inalterable y sin embargo la respuesta cambia con el tiempo. El ejemplo más claro es, para mí, Monet: sus cuadros no gustaron a nadie en su tiempo, se consideraron mamarrachadas, y sin embargo. O Van Gogh, del que creo que sólo vendió un cuadro suyo en vida. Es precisamente esta ignorancia ante la respuesta que dará el futuro ante la mamarrachada que tengamos delante lo que hace que no tiremos al puerto con un bloque de cemento en los pies a la miríada de mamarrachos que nos presentan sus mamarrachadas y pretenden que las aceptemos como si fueran inmortales obras de arte.
Pero ahora lo que me interesa son las otras creaciones, las que desde el primer momento fueron consideradas obras maestras. Indiscutibles.
Imaginemos que el Museo del Prado, aplicando una nueva política de seguridad, en vez de presentar los cuadros originales exhibiera copias. Copias, eso sí, realizada por falsificadores de novela, indistinguibles del original sin análisis químicos o espectrometrías de rayos X, esas cosas. ¿Nos importaría? La verdad es que no, al menos a mí. Claro que sabría que estoy viendo una copia, pero no admiraría la perfección de la copia sino la maravilla del original del que es copia fidedigna. O tal vez admiraría la perfección de la copia en cuanto copia, pero da igual: seguiría extasiándome ante ella. La clave, claro está, es la calidad de la copia: ha de ser suficiente. Si en vez de una copia perfecta se exhibiera la que yo pudiera hacer de Las meninas…
Si eso mismo se hiciera en más museos, que exhibieran copias de cuadros de otros museos, tampoco pasaría nada siempre que uno supiera que no está contemplando el original. Y, como antes, la calidad sería fundamental para establecer su público, desde los más exigentes hasta los patanes que se conformarían con mi copia.
Esto que digo no es tan ridículo, y de hecho se hace en otros géneros. Por ejemplo, El pueblo español de Barcelona: un recinto en Montjuich que alberga una reproducción de las obras de arquitectura más características de España, una al lado de la otra. Supongo que válida sólo para turistas chinos y norteamericanos, los demás la contemplamos asombrándonos del cuajo que tuvo su promotor al pensar que algo así atraería a los turistas. O la exhibición Cataluña en miniatura, en un pueblo de las afueras de Barcelona: nunca he ido, pero creo que es lo mismo que El pueblo español pero de ámbito sólo catalán… y en maqueta. En miniatura. Pero publicitadísima de forma permanente en Barcelona, oigan.
O los restaurantes chinos: todos aceptamos que el Muralla feliz no es un verdadero restaurante chino, sino lo que nosotros creemos o aceptamos creer que es un restaurante chino. Por lo mismo, un restaurante chino en el Chinatown de San Francisco será para nosotros mucho más chino que nuestro Muralla feliz, aunque tampoco sea para un chino de verdad una verdadera casa de comidas china.
El ejemplo más claro, en realidad, se produce en la música. Lo que una orquesta nos ofrece no es la creación primigenia, sino la interpretación que consiguen hacer. Como si fuera una copia de un cuadro. Si la orquesta tiene la calidad suficiente para que nos satisfaga su interpretación, estupendo. Si no, pues depende: si han ido de cara y estamos avisados de que la versión de la novena de Beethoven va a ser interpretada con chuflainas, pues alabaremos su esfuerzo y nos reiremos de la parte cómica del resultado; si en cambio nos lo venden como el concierto de Año Nuevo de Viena, pues es normal que nos indignemos.
Dicho esto…
Está en cartel, en el Gran teatro del Liceo de Barcelona, la ópera Tosca. Así se publicita, así se vende. Pero he leído una crítica (https://metropoliabierta.elespanol.com/vivir-en-barcelona/tosca-exige-dimisiones_67288_102.html) que se resume en «actores desnudos de forma gratuita, estética que no viene a cuento, todo en la Tosca de Rodríguez Villalobos en el Liceu carece de sentido» además de una interpretación musical espantosa, que me llamó la atención por lo inusual. No de la crítica, sino de que el periódico digital en cuestión no acostumbra a publicar críticas: tengo claro, entonces, que aquello debió de ser inaceptable y sin atenuantes.
Por un lado, me parece bien la crítica. A un montaje de Calixto Bieto (que no era el director de este montaje, pero que sí acostumbra a ofrecer funciones "peculiares"), uno ya sabe o debería que no va a asistir a una representación fidedigna de la obra sino a una interpretación personalizada, a una variación sobre el tema. Como Las meninas de Piccaso. Si luego gusta el montaje es como si gustan Las meninas, cosa de cada uno: pero nadie se llama a engaño y sabe qué tiene delante. Aquí lo que ha pasado es que lo que el director ha presentado es una mamarrachada que además se vendió como si fuera la original (y probablemente los intérpretes lo intentaron, pero son los directores los que mandan y definen el producto). Una engañifa, pues, e inadmisible viniendo del Liceo; no el presentar una mamarrachada, pues bien que programan a Bieto, sino por no avisar de lo que en verdad iban a exhibir y que sí sabían ellos.
Pero, por otro lado, esta crítica envolverá el pescado mañana. Tosca terminará su programación y nadie (salvo el crítico) habrá arqueado siquiera una ceja. Es el paisaje de esta ciudad, de esta sociedad. En esto nos hemos convertido. Si hubiera ocurrido algo semejante en el Madrid galdosiano, seguro que hubiera habido un escándalo y no se hablaría de otra cosa: puede, incluso, que hubiera caído el gobierno o al menos el ministro, como propietarios y responsables últimos del teatro. Pero hoy en Barcelona, en Cataluña, el arte no pinta nada. Lo que tenga que ver con el arte no pinta nada.
Y esto nos retrata.
Pero ahora lo que me interesa son las otras creaciones, las que desde el primer momento fueron consideradas obras maestras. Indiscutibles.
Imaginemos que el Museo del Prado, aplicando una nueva política de seguridad, en vez de presentar los cuadros originales exhibiera copias. Copias, eso sí, realizada por falsificadores de novela, indistinguibles del original sin análisis químicos o espectrometrías de rayos X, esas cosas. ¿Nos importaría? La verdad es que no, al menos a mí. Claro que sabría que estoy viendo una copia, pero no admiraría la perfección de la copia sino la maravilla del original del que es copia fidedigna. O tal vez admiraría la perfección de la copia en cuanto copia, pero da igual: seguiría extasiándome ante ella. La clave, claro está, es la calidad de la copia: ha de ser suficiente. Si en vez de una copia perfecta se exhibiera la que yo pudiera hacer de Las meninas…
Si eso mismo se hiciera en más museos, que exhibieran copias de cuadros de otros museos, tampoco pasaría nada siempre que uno supiera que no está contemplando el original. Y, como antes, la calidad sería fundamental para establecer su público, desde los más exigentes hasta los patanes que se conformarían con mi copia.
Esto que digo no es tan ridículo, y de hecho se hace en otros géneros. Por ejemplo, El pueblo español de Barcelona: un recinto en Montjuich que alberga una reproducción de las obras de arquitectura más características de España, una al lado de la otra. Supongo que válida sólo para turistas chinos y norteamericanos, los demás la contemplamos asombrándonos del cuajo que tuvo su promotor al pensar que algo así atraería a los turistas. O la exhibición Cataluña en miniatura, en un pueblo de las afueras de Barcelona: nunca he ido, pero creo que es lo mismo que El pueblo español pero de ámbito sólo catalán… y en maqueta. En miniatura. Pero publicitadísima de forma permanente en Barcelona, oigan.
O los restaurantes chinos: todos aceptamos que el Muralla feliz no es un verdadero restaurante chino, sino lo que nosotros creemos o aceptamos creer que es un restaurante chino. Por lo mismo, un restaurante chino en el Chinatown de San Francisco será para nosotros mucho más chino que nuestro Muralla feliz, aunque tampoco sea para un chino de verdad una verdadera casa de comidas china.
El ejemplo más claro, en realidad, se produce en la música. Lo que una orquesta nos ofrece no es la creación primigenia, sino la interpretación que consiguen hacer. Como si fuera una copia de un cuadro. Si la orquesta tiene la calidad suficiente para que nos satisfaga su interpretación, estupendo. Si no, pues depende: si han ido de cara y estamos avisados de que la versión de la novena de Beethoven va a ser interpretada con chuflainas, pues alabaremos su esfuerzo y nos reiremos de la parte cómica del resultado; si en cambio nos lo venden como el concierto de Año Nuevo de Viena, pues es normal que nos indignemos.
Dicho esto…
Está en cartel, en el Gran teatro del Liceo de Barcelona, la ópera Tosca. Así se publicita, así se vende. Pero he leído una crítica (https://metropoliabierta.elespanol.com/vivir-en-barcelona/tosca-exige-dimisiones_67288_102.html) que se resume en «actores desnudos de forma gratuita, estética que no viene a cuento, todo en la Tosca de Rodríguez Villalobos en el Liceu carece de sentido» además de una interpretación musical espantosa, que me llamó la atención por lo inusual. No de la crítica, sino de que el periódico digital en cuestión no acostumbra a publicar críticas: tengo claro, entonces, que aquello debió de ser inaceptable y sin atenuantes.
Por un lado, me parece bien la crítica. A un montaje de Calixto Bieto (que no era el director de este montaje, pero que sí acostumbra a ofrecer funciones "peculiares"), uno ya sabe o debería que no va a asistir a una representación fidedigna de la obra sino a una interpretación personalizada, a una variación sobre el tema. Como Las meninas de Piccaso. Si luego gusta el montaje es como si gustan Las meninas, cosa de cada uno: pero nadie se llama a engaño y sabe qué tiene delante. Aquí lo que ha pasado es que lo que el director ha presentado es una mamarrachada que además se vendió como si fuera la original (y probablemente los intérpretes lo intentaron, pero son los directores los que mandan y definen el producto). Una engañifa, pues, e inadmisible viniendo del Liceo; no el presentar una mamarrachada, pues bien que programan a Bieto, sino por no avisar de lo que en verdad iban a exhibir y que sí sabían ellos.
Pero, por otro lado, esta crítica envolverá el pescado mañana. Tosca terminará su programación y nadie (salvo el crítico) habrá arqueado siquiera una ceja. Es el paisaje de esta ciudad, de esta sociedad. En esto nos hemos convertido. Si hubiera ocurrido algo semejante en el Madrid galdosiano, seguro que hubiera habido un escándalo y no se hablaría de otra cosa: puede, incluso, que hubiera caído el gobierno o al menos el ministro, como propietarios y responsables últimos del teatro. Pero hoy en Barcelona, en Cataluña, el arte no pinta nada. Lo que tenga que ver con el arte no pinta nada.
Y esto nos retrata.
Giacomo Puccini - Tosca (Te Deum)