domingo, 28 de agosto de 2016

Porqué nos vamos a extinguir




Cuando hacía la carrera, los dos primeros cursos eran comunes; la especialización entre mecánicos y eléctricos (únicas opciones disponibles en Zaragoza, en aquel momento), empezaba en 3º. Por las fechas en las que pensaba qué camino coger, mi padre (que no es ingeniero industrial) me dio su punto de vista: mira, hijo, me vino a decir, la diferencia entre un eléctrico y un mecánico es que lo que hace el mecánico lo entiende todo el mundo, mientras que lo que hace un eléctrico sólo lo entienden ellos. Y recuerdo que capté la idea al instante. En aquella época, yo era bastante bueno en electrónica: sabía y había montado radios de galena, preconstruido placas de circuitos integrados, trabajado con computadoras y hecho mis pinitos de programación, había montado circuitos eléctricos y electrónicos varios,… supongo que algo por encima de lo normal para entonces. O bastante por encima, incluso. Y, sin embargo, no sabía explicar cómo funciona una radio de galena o cómo amplifica las señales un transistor. Por no hablar de misterios insondables como los condensadores y los chips o circuitos integrados. Estaba claro: iba a ser mecánico.

Lo que quiero decir es que ya desde el principio he pensado que el ingeniero ha de saber lo que hace y porqué lo hace. Ha de saber el porqué de las cosas. Es comprensible, pues, que al final haya acabado calculando estructuras. No me negarán que esto es sota, caballo y rey, hay poco misterio. De hecho, en la obra cualquier paleta nos discute, cualquier herrero decide saltarse nuestras instrucciones, porque tienen sus propias ideas sobre el particular. Nadie le discute a otro ingeniero. Incluso, un fontanero discutirá la parte estructural del tendido de las tuberías o la bancada de las bombas, pero no discutirá las bombas.

Hay dos materiales estructurales básicos: el acero y el hormigón. Sí que se pueden hacer y se hacen estructuras en madera, aluminio, ladrillo, PVC y lo que ustedes quieran, pero esto es como los veterinarios, que estudian el perro, la vaca, el cerdo y el caballo, a pesar de que hay infinidad de especies. Pues bien, el acero y el hormigón se parecen como un huevo a una castaña. El acero es un material noble, serio, fiable. Hace lo que tiene que hacer, se comporta como se espera que se comporte, deforma y transmite los esfuerzos como se espera que lo haga,… digamos que es un material científico. De hecho, el acero es un material como el que se estudia en la carrera, en la asignatura de Elasticidad y Resistencia de Materiales. Un material de libro. El hormigón, en cambio, es una caca. Una mezcla desconocida de agua, arenas y gravillas varias, cemento y algunos esotéricos aditivos. No se sabe nunca qué densidad tiene, qué pesa. Ni si es impermeable o no, su pH, su módulo de elasticidad, su límite elástico… Tan es así, que con él todo son conjeturas y coeficientes de seguridad adicional por si acaso. Eso, por no hablar de su comportamiento en la estructura. No se sabe  a qué tensión está trabajando, cómo transmite los esfuerzos, qué deformación tiene, qué esfuerzos nos está provocando con la retracción y la fluencia, etc.

En mi época, esta diferencia se mostraba en que el hormigón se calculaba con fórmulas aproximadas y márgenes de seguridad que sólo nos decían si la estructura aguantaba o no y, todo lo más, qué acero poner para que la cosa funcione. La mayor parte del hierro en la obra se ponía por cuantías mínimas y prolongaciones adicionales, fruto de la experiencia de "si se hace así no pasará nada".

Cuando la estructura era de acero, por el contrario, el calculista sabía a qué tensión estaba cada punto de la estructura. Sabía qué valor podía admitir, y sabía qué margen de seguridad tenía la estructura. Sabía cómo afectaba la tracción, la flexión, el cortante y la torsión. Y sabía cómo afectaba cada uno de dichos esfuerzos cuando surgían a la vez. Pero no solo eso: lo sabía incluso antes de que hubiera calculadoras. La aritmética básica era suficiente, pues las fórmulas necesarias eran bastante sencillas. Y una consecuencia de esa sencillez es que el ingeniero se las sabía.

Pero es que ya les he dicho que el acero es un material que se comporta como se estudia durante la carrera en la asignatura de Elasticidad y Resistencia de Materiales. En la carrera de Ingeniería (al menos la que yo estudié) las cosas no eran porque sí, porque lo dice el míster (salvo en inglés y en administración de empresas, un poco en metalurgia y, por supuesto, todo lo referente al hormigón por lo que les he contado antes). No, entonces lo que se decía se demostraba. Y los exámenes medían el conocimiento del alumno en tanto en cuanto éste tenía que demostrar el porqué de lo que respondiera.

En resumen, en una estructura de acero, el ingeniero de mi época sabía la tensión a la que estaba y, sobre todo, la sabía sin duda posible, pues sabía demostrarla. En una de hormigón, a lo más que se podía aspirar era  a saber que no se iba a caer. Y que no se caía era porque la experiencia mostraba que en esas condiciones las estructuras de hormigón no se caían.

No es de extrañar, pues, que siempre me gustaran más las estructuras metálicas.

Pero un día, no sé porqué, las cosas cambiaron. La norma española del acero, que daba las reglas básicas para el cálculo - reglas que, insisto, se correspondían con la Ciencia que conocía el ingeniero-, quedó derogada. Anulada. Declarada inservible. A partir de ese momento había que emplear una nueva norma. Que no es un problema excesivo, pero es que, quien fuera, decidió que la norma del acero tenía que ser como la del hormigón. Quiero decir, que el acero se tenía que calcular como el hormigón.

Es decir, que en vez de calcular el ingeniero a qué tensión está el acero y compararlo con el límite que él le establezca, ha de calcular qué esfuerzos máximos aguanta la barra en cuestión y compararlos con los que tiene. Y esto es como cambiar de la noche al día, sin amaneceres y sin nubes. Pero es que siguieron cambiando cosas, y ahí ya el desbarre alcanzó lo inimaginable. Porque, no me pregunten cómo ocurrió, el acero dejó de comportarse como predecía todo lo que había estudiado el ingeniero.

Voy a poner un ejemplo del antes y el después.

Imaginemos una barra sometida a esfuerzo axil. La tensión es N/A, y si hay pandeo es N·w/A, y se ha de cumplir que sea menor que f, el límite elástico. Con la nueva norma, la sección resiste f·A y se ha de cumplir que f·A es mayor que N. Si hay pandeo, la sección resiste f·A/w (solo que ahora w ya no es el estudiado y matemáticamente demostrado durante la carrera).

Imaginemos que la barra está sometida a flexión. La tensión es M/W. La nueva norma dice que la sección resiste f·W. Igual nos da, pues, ya que antes había de cumplirse que M/W<f y ahora M<f·W. Puede y suele ocurrir que la barra esté sometida a axil y a flexión. ¿Norma vieja? No problem. La tensión es N/A+M/W; si hay pandeo, Nw/A+M/W, y si usted es antiguo, N/A+0,9M/W. Esa tensión se compara con el límite elástico, y listos. Si además quiere tener en cuenta el cortante y no se cumple el teorema (¡teorema!) de Colignon, calcula la cizalladura que genera el cortante y la torsión, y la suma con el axil cuadráticamente según el criterio de Von Misses. En resumen: uno calcula a la tensión a la que está el acero, y luego decide.

Si ahora se aplica la norma nueva, ¿cómo se combina el axil y la flexión? En realidad, no se combina, sólo se tiene en cuenta la existencia del otro tipo de solicitación. En primer lugar se mira el axil. Si N<f·A, todo bien y se pasa a mirar la flexión: ha de cumplirse que M<Mp, siendo Mp el momento flector que aguanta la pieza, que ahora ya no es f·W. Como ahora hay un axil, la pieza aguanta menos. Tiene su lógica, pero la aplicación numérica es un poco laboriosa. Hay que calcular el ratio entre el axil que actúa y el que resiste la pieza, y con ese dato y una compleja fórmula calcular el flector que resiste la pieza. Si además la flexión es en dos direcciones (algo que no suponía ningún problema con la norma vieja), hay que calcular por separado qué flector resiste la pieza afectada por el axil (no por la otra flexión), y luego calcular, según la forma de la pieza, unos extraños coeficientes que afectarán a los ratios de los flectores actuantes y soportados en cada dirección, y una vez aplicados se mira si la suma es menor que 1. La norma nueva, por supuesto, sólo dice cómo calcular esos coeficientes en unos casos canónicos, si la sección tiene una forma rara se puede usted ir olvidando. Cortantes y torsiones, por descontado, es una guerra diferente pero parecida en la filosofía.

Por supuesto, la norma nueva tiene lógica, pero también es verdad que analiza secciones completas, no cada punto de la sección. Tampoco tiene en cuenta efectos mecánicos de concentración de tensiones, sin ir más lejos. En fin, que cualquiera con experiencia en la norma antigua (o en calcular máquinas antes de los ordenadores y la norma nueva, por ejemplo) le encuentra las cosquillas a la norma nueva sin sudar.

Llegados a este punto, ¿qué es lo que no me gusta de la norma nueva? Lo he dicho muchas veces. En primer lugar, no parece emanada de la ciencia de los materiales, sino fruto de observaciones en ensayos en laboratorios, en los que se ha buscado fórmulas que cuadren con los resultados que se obtienen. En una norma que se ha de aprender (bueno, esto es una opción) y aplicar, sin pedir demostraciones. Es así porque sí.

En segundo lugar, es tremendamente compleja. Son tan complejas que, en la práctica, uno no puede aplicarlas. Hay que hacer tantas comprobaciones y tan extrañas y laboriosas, que es invaible hacerlas. Se necesita un ordenador que calcule toda la estructura, todas las hipótesis de cargas, todas las comprobaciones. Que se encargue de todo y nos diga si la estructura es correcta o no (de momento, que en breve simplemente nos dimensionará por completo la estructura).

Y, en tercer, lugar, es tremendamente compleja. Sí, ya sé que ésta es la segunda razón, pero como segundo punto afectaba al hecho de que el calculista perdía la opción de ser él quien calculara. Ahora me quejo de su complejidad si la comparamos con las fórmula antiguas para calcular lo mismo. ¿Porqué es tan compleja? A fin de cuentas, las sencillas fórmulas del pleistoceno han demostrado su validez con millones de estructuras construidas. ¿Eran incorrectas? Yo creo que no, que eran suficientes. Nadie me ha explicado aún la necesidad de aplicar estas fórmulas nuevas. Que, como digo, son muy complejas: ya no hay quien se las sepa. Así que ahora tendremos especialistas en estructuras que no sabrán las fórmulas para calcular y, en consecuencia, calcular - ellos- estructuras. Tendrán que preguntarle al ordenador. No estoy seguro de que esto me parezca una buena política. Porque, insisto, antes sí sabían.

Así que esto es lo que hay, porque en el caso del hormigón ocurre otro tanto (ejemplo: limite 35). ¿Entonces? Bueno, hemos llegado a un punto en el que no importa si todo esto está bien o está mal, si será beneficioso o perjudicial; esta discusión se debió tener (y quizá se tuvo) hace mucho, ahora ya es la realidad.  Y la pregunta que se ha de hacer el que quiere ser ingeniero de estructuras es qué tiene que hacer él para ser un buen ingeniero.

Para ser un buen ingeniero de estructuras, dos habilidades son básicas: las tablas y el conocimiento. Las tablas las dan las obras o muchas horas de vuelo; eso, antes y ahora. Y por el conocimiento me refiero al conocimiento de cómo funciona una estructura; dado que vamos hacia un mundo en el que el ordenador se encarga de saber lo que hay que saber, el conocimiento de cómo funcionan las estructuras se aprenderá experimentando con el ordenador. Pero... claro: hay dos tipos de personas: las que aprenden a hacer lo que hacen y las que aprenden de lo que hacen. Muchos (muchas), tras largos años calculando estructuras con ordenadores, aprenden trucos; para que se me entienda, y perdonen la procacidad: una puta, si quiere, hace que acabes en cinco minutos. El operador de programas, cuando es una estructura de las que tiene por la mano, puede obtener resultados muy rápido. Eso no significa que sepa de estructuras: solo significa que con el programa adecuado, ciertos tipos de estructuras los resuelve muy rápido. Pero también hay y habrá ingenieros que aprenderán sobre estructuras; de hecho, es posible que los ingenieros que antes aprendían calculando ellos y los que aprenderán mediante ordenadores sean de la misma clase de ingenieros.

Mi consejo, pues, para el que quiera ser buen ingeniero de estructuras: su esfuerzo ha de ir dirigido a aprender el funcionamiento y los porqués de las estructuras, no el funcionamiento y el porqué de los programas. Que no se conforme con ser un experto en los programas, sino que sepa porqué las estructuras responden como responden. Aunque, vaya por delante, le aviso de que ni las normas, ni los ordenadores, ni el trabajo del día a día se lo van a poner fácil, porque la sociedad no quiere (en general) que el ingeniero sepa de estructuras, sólo que las resuelva.

En cualquier caso, la realidad es la que es y el progreso es tozudo: no se rinde, y va por ese camino. Así que si la profesión de calculista de estructuras está abocada a la extinción, es porque el misterio de calcular estructuras está, en la práctica, dejando de ser un misterio. Al igual que ahora mismo cualquiera puede generar hielo en su casa, aunque no tenga ni idea de los detalles técnicos ni del nivel tecnológico necesario para que eso ocurra. A fin de cuentas, en esto consiste el progreso.

Y yo, como es lógico, me alegro. ¡Snif, snif!




Héctor Berlioz - Sinfonía fantástica

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