domingo, 20 de marzo de 2022

Sobre el Estado autonómico

https://www.youtube.com/watch?v=E1JZC6dJcX4 

 

 

Creo que fue el Emiliano, mi profesor de matemáticas en esa tierna edad de los 11 y 12 años, quien nos contó la historia de los Horacios y los Curiacios: en los inicios de la antigua Roma, entran en guerra con la ciudad vecina y deciden, civilizados ellos, que bastaría el combate entre tres elegidos de cada pueblo. Los de Roma son los tres hermanos Horacio, pero éstos son derrotados. Uno de ellos consigue escapar y le persiguen los tres rivales, y lo que hace el hermano es conseguir separar a los tres Curiacios, enfrentarse a ellos por separado y así les vence. De ahí divide y vencerás. No sé porqué la enseñanza nos la dio el profesor de Matemáticas, pero nos enseñó muchas otras cosas así que me da igual.

La clave del éxito de un pueblo, de un país, es la cohesión entre sus habitantes. La conciencia de ser todos miembros del mismo, de buscar un interés común. Los habitantes del país, como nos enseña la historia de los Horacios, deben permanecer unidos.

Recordaba el otro día, en mi entrada sobre nuestro nacional complejo de inferioridad, la vida de Bessel y la sensación de que sería imposible en nuestro solar patrio. Reflexionando sobre ello, me llamó la atención la tremenda colaboración que se daban entre sí todos los teutones. 

Y en la España actual sería inimaginable.

Claro, la excusa habitual de los españoles, ignorantes como somos, es que nuestra guerra civil fue lo peor de lo peor y que nos destruyó internamente. Pues la guerra civil fue una discusión con palabras gruesas comparada con la guerra de los Treinta Años, que es como conoce la Historia lo que no fue sino una guerra civil alemana en la que se inmiscuyó España, gendarme entonces del mundo, y el resto de las naciones decidió meterse también para perjudicar a España (Austria no cuenta porque era parte entonces del ámbito alemán). Y, sin embargo, tras la paz de Westfalia pelillos a la mar. Es porque, aunque los alemanes en el siglo XVII no fueran un solo país (a los ojos de los españoles actuales), sí lo eran. Ellos nunca lo dudaron.

Siempre me hizo gracia que Alemania se dijera en alemán Deutschland. Porque se traduce como "la tierra de los que hablan deutsch". Deutsch es "alemán" en alemán, y su país es la tierra de los que hablan alemán. En España es al revés, españoles somos los que vivimos en España, el español es el idioma que hablan los que viven en España. En nuestro caso, primero tuvo nombre el país, y por él sus habitantes. Este matiz, claro, se tornó peligroso hace 90 años, ya que para ellos, por definición, por su misma concepción del mundo, Deutschland era donde quiera que vivieran los que hablaran deutsch. Austria ("el reino del Este", en alemán) era tierra deutsch. Lógico, por tanto, el Anchluss, la anexión de Austria a Alemania. Y la anexión de los Sudetes, ya que si allí se hablaba alemán era tierra alemana (y también lógico que tras la segunda guerra mundial Checoslovaquia decidiera extirpar el idioma alemán de sus habitantes), y todo lo que siguió después. 

Cuando yo era chico, España era una, grande y libre. Había regiones, pero eso era todo. Uno vivía en una región, pero eso no le convertía a uno en regional de allí. O sí, pero de manera distinta a como es ahora: uno pasaba, de manera automática, a ser regional de allí. Y, como mucho, conservaba en su historial el de qué región era su origen. Si uno vivía en Zaragoza se le consideraba aragonés, aunque antes hubiera vivido en Santander, en Oviedo, en Salamanca y en Toledo. Y si había nacido en Plasencia, se le consideraría "de Extremadura". Aragonés de origen extremeño, andaluz de origen catalán, catalán de origen andaluz. Había personas que no se movían nunca de su terruño, claro, pero había muchas personas que cambiaban. Yo mismo, sin ir más lejos. Mis padres. Algunos de mis abuelos. De mis bisabuelos. En aquella época se era "español de tal sitio".

Ya no más. Incluso se me hace difícil explicarlo a quien no lo hubiera vivido.

Ahora vivimos en lo que llamamos Estado autonómico. 

Llevamos más de cuarenta años de autonomías, así que ya podemos, todos, opinar con conocimiento si ha sido una buena idea o no.

Estados Unidos se declaró independiente en 1775. Su Constitución se aprobó en 1788. Quiero decir, no se dieron prisa en redactarla. Sus padres fundadores, políticos extraordinarios, pensaron el texto y sobre todo lo discutieron mucho, y el resultado fue una Constitución sencillísima que ha regulado un país de dimensiones y diversidad extraordinaria (ya me dirán qué tienen en común Alaska y Florida, Vermont y Hawai, Arizona y Minesota, Tejas y Delaware), tanto en las postrimerías del siglo XVIII como en los siglos XIX y XX y, podemos asegurar, XXI. Pero en España tuvimos prisa, siempre mala consejera. Ni siquiera las Cortes que la redactaron (entiéndase) eran Cortes constituyentes, las elecciones de 1977 fueron para diputados y senadores en las "Cortes Españolas", sin más. Al año siguiente se votó la Constitución; yo creo que fue todo demasiado precipitado.

El sistema autonómico tiene una cosa buena. Una cosa buenísima, que basta por sí sola para mantenerlo. Despreciando el poder municipal, que en realidad se ocupa de las mezquindades de nuestra vida, si no hubiera autonomías todo el poder lo tendría el gobierno central. ¿Se imaginan ustedes lo que habría sido de nosotros si Sánchez y Pablo Iglesias hubieran podido mandarnos sin ningún poder que se interpusiera, que les marcara unos límites de hasta dónde podían llegar? El Estado Autonómico es la garantía de que los errores no serán absolutos. Sí, vale, también consigue que los aciertos no sean plenos, pero creo que todos estamos de acuerdo en que nuestros errores van a ser muchos más y mucho más gordos que nuestros aciertos.

Las cosas malas del sistema autonómico... Muchas las sabemos, somos conscientes. Otras no.

El gasto inútil. Un Defensor del Pueblo nacional, más 17 Defensores del Pueblo autonómico, más no sé cuántos locales (la ciudad de Barcelona tiene el suyo propio, por ejemplo).  Si los demás defensores han sido como el catalán, no hay más que añadir señoría y pedimos la silla eléctrica. 17 organismos para regular la caza. 17 dinastías de presidentes autonómicos, con sus palacios, sus expresidentes, oficinas de expresidentes, personal de las oficinas de expresidentes,... 17 agencias meteorológicas, 17 institutos geológicos, 17 departamentos de astronomía,... La lista de gastos inútiles daría varias vueltas al mundo: el estatuto catalán contempla incluso nuestro propia oficina de patentes (y lo glosé en 2011, cuando empecé con el blog: Oficina de patentes).

Por ejemplo, las normativas. Por sí sola, la diversidad de reglamentos justificaría que se anulara el sistema y se volviera al centralismo.

Pero, en mi opinión, lo peor del sistema autonómico es que ha traido la división. No sé si era previsible o no, imagino que agudos conocedores de la psique española lo verían venir, pero cada autonomía se ha dedicado a convencer a sus gobernados que ellos eran un ente propio. Que ellos eran de esa autonomía, diferentes a los demás que son, obvio, de otra autonomía. Rompiendo la unidad. Rápidamente triunfaron los que decían que iban a Madrid a defender los intereses de ellos, su pueblo, frente a los demás (obviamente los demás pueblos de España). 40 años después, la opinión general es que los políticos de cada autonomía lo que han de hacer es luchar contra los políticos de las otras autonomías para conseguir la mayor porción posible de tarta. Y si no luchan por ello, entonces son unos vendidos y unos traidores que nos han engañado. Nadie quiere algo que beneficie a los demás si no nos beneficia a nosotros. 

Lo que ha hecho el Estado autonómico ha sido reforzar los vínculos e identidades regionales, debilitando cuando no destruyendo en el proceso los vínculos nacionales, de manera que podemos decir, 40 años después, que la cooperación nacional se ha roto.  

Entre los jóvenes quedan algunos lazos, la difuminada conciencia de que pertenecen a un mismo país, pero se desconocen entre sí. No conocen la geografía, la cultura o la idiosincrasia de otras regiones. Peor aún, ni se plantean el trasladarse a vivir allí.

Hoy, en Cataluña no aceptaríamos que viniera uno de fuera a gobernarnos, a dirigir un departamento de Educación o de Política Territorial o las universidades, e imagino que otro tanto ocurrirá en las demás autonomías. Se han vuelto endogámicas, como los países.

Esta pérdida de la cohesión nacional ha de ser, a la larga, lo peor. Los logros que conseguiríamos gracias a la ayuda de todos no van a darse. Lo que podríamos llegar a ser, no lo seremos. ¿Es éste el camino que estamos tomando? Y, si lo es, ¿lo queremos?

Mucha gente piensa que no pasa nada por convertirnos en países más pequeños. Dinamarca no es mucho más grande que Extremadura, Eslovenia es más pequeña que Valencia, Aragón es más grande que Estonia y Andalucía lo es que Austria.

Si yo pudiera, cambiaría las cosas. Si ha de haber 17 comunidades diferentes, adelante (aunque no veo la ventaja de Cantabria o La Rioja, por ejemplo). Pero les quitaría su poder legislativo. Que fueran como los ayuntamientos, que pueden sacar sus ordenanzas municipales, pero en cuestiones obvias y muy acotadas. Que haya un presidente, elegido por los ciudadanos, que tuviera su cohorte de consejeros y departamentos, pero configurando la administración autonómica como una gestoría. Como una rama del Poder Ejecutivo en la comunidad, una delegación. Se les dan unas competencias, a todos las mismas, y que las gestionen. Pero el reglamento con el que se gestionan, el mismo para todas. Las leyes, que sigan siendo las mismas para todos. Sí, los ayuntamientos hacen sus ordenanzas municipales y sus presupuestos anuales, y las administraciones autonómicas harían lo equivalente en su nivel, pero hasta ahí. Nada de Parlamentos regionales. Nada de que se inventen sus propios chiringuitos, sus agencias, observatorios, institutos y demás zarandajas. Se les asignaría a cada autonomía un presupuesto general en Madrid, y que cada una termine de desarrollarlo. Por supuesto, quitaría la simbología, himnos y banderas sobre todo, y los honores: a fin de cuentas, son gestores, no los representantes de cada pueblo. No dioses, sino las personas elegidas por los ciudadanos para gestionar los caudales públicos durante cuatro años. Menos ínfulas. La política, que se haga en Madrid; aquí, los hechos.

De hecho, intentaría que los ciudadanos vieran a su administración autonómica como eso, los gestores de los caudales públicos. Podría haber elecciones cada año, pongamos en noviembre: se anuncia en octubre o septiembre las líneas maestras del presupuesto para el año siguiente (por ejemplo: tanto para Sanidad, desglosado en tanto para infraestructuras sanitarias, tanto para equipamiento, tanto para formación y tanto para gastos corrientes, y ya está), cada partido explica a los ciudadanos cómo lo gestionará, se vota en noviembre el partido que gestionará (como no habría parlamento sería lógico que fuera en dos vueltas), trámites legales y el 1 de enero empiezan los gestores de ese año. ¿Autonomía? Claro que sí. ¿Rendición de cuentas anual? La verdadera, ante los electores, no ante un parlamento que es en realidad la misma administración. Y no pasa nada porque sea anual: también se paga la renta cada año, y dura mucho más la campaña de la renta que la electoral.

El tema de impuestos debería seguir un patrón similar. Ya hay impuestos que los establecen los ayuntamientos, como las tasas de residuos o el impuesto de circulación; pues lo mismo, en un nivel autonómico. Las licencias de caza, los derechos de amarre en puertos, pero también las tasas que quisieran gravar. ¿Que quieren cobrar un impuesto extra por vivir en La Rioja? No problema, allá ellos. Si están contentos con lo que obtienen a cambio... Así que si un partido opina que la porción que les toca del reparto central no es suficiente para lo que quieren hacer, son libres de proponer en las elecciones de ese año un nuevo impuesto especial a sus votantes. Y si lo son buenas ideas, ganarían: también en la escuela concertada los padres aceptan pagar extras, pues aprecian las ventajas, mejores ordenadores, aulas más confortables, esas cosas. Los ciudadanos no nos oponemos a pagar, nos oponemos a que despilfarren lo que nos cobran.

¿Serviría un sistema así para defendernos del poder central? En muchas cosas, claro que no. Al igual que ahora: el código de circulación se sigue decidiendo en Madrid. Pero al acercar la gestión de lo que se hace, y con ello la decisión de lo que se hace, pienso que en muchas cosas sí. 

¿Conseguiría reconvertir las autonomías recuperar la cohesión nacional? No lo sé. Pero al menos no seguiríamos recorriendo el camino que nos lleva al desastre.




Rafael Amor - No me llames extranjero

 

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