domingo, 26 de abril de 2020

Creía que mi padre era Dios



CREÍA QUE MI PADRE ERA DIOS
Lo que voy a contar sucedió en Oakland, California, al final de la Segunda Guerra Mundial. Yo tenía seis años. No sabía entonces lo que era la guerra, pero sí era consciente de alguna de sus consecuencias. El racionamiento, por ejemplo, ya que yo tenía una libreta de racionamiento con mi nombre. Mi madre la guardaba junto con las libretas de mis hermanos. Recuerdo los apagones, las alarmas antiaéreas y los aviones de combate volando sobre mí. Mi padre era patrón de un remolcador y recuerdo que hablaba de buques de transporte de tropas, de submarinos y de destructores.
También recuerdo a mi abuela llevando tocino a la carnicería para ser reciclado y acudir al edificio federal que estaba en el centro de la ciudad para arrojar los restos de papel de aluminio por las ventanas que habían acondicionado para tal fin en la fachada que daba a la calle.
Pero lo que mejor recuerdo es al señor Bernhauser. Era nuestro vecino de atrás y era especialmente malvado y antipático con los niños, además de ser grosero con los mayores. Tenía un ciruelo italiano cuyas ramas colgaban por encima de la valla trasera de nuestro jardín. Si las ciruelas colgaban de nuestro lado, podíamos cogerlas, pero Dios nos librara de traspasar la valla. Se desataban truenos y centellas. Nos gritaba e insultaba hasta que alguno de mis padres acudía a ver qué era todo aquel alboroto. Normalmente venía mi madre, pero aquella vez lo hizo mi padre. El señor Bernhauser no le caía bien a nadie, pero mi padre le tenía una manía especial porque nunca nos devolvía los juguetes y las pelotas que caían en su jardín. Así que allí estaba el señor Bernhauser gritándonos que nos fuéramos al infierno y dejáramos su árbol en paz, cuando mi padre le preguntó qué era lo que pasaba. El señor Bernhauser tomó aliento y lanzó una diatriba contra los niños ladrones, los transgresores de la ley que robaban fruta y contra los monstruos en general. Creo que a mi padre se le colmó la paciencia, porque lo que hizo a continuación fue gritarle al señor Bernhauser que se muriera. El señor Bernhauser dejó de gritar, miró a mi padre, se puso colorado, después morado, se llevó la mano al pecho, se puso gris, se fue doblando lentamente y cayó al suelo. Que mi padre le gritase a un viejo miserable ordenándole que se muriera era algo que escapaba a mi comprensión. Creía que mi padre era Dios.
Recuerdo que Ray Hink vivía al otro lado de la calle. Estábamos en el mismo curso y su abuela vivía en el piso de arriba. Era una ancianita pequeña que siempre llevaba un vestido de cuello alto. Se sentaba al lado de la ventana con unos prismáticos de ópera y vigilaba el vecindario. Si nos portábamos ben, nos dejaba mirar por los prismáticos y oler los pétalos de rosa que guardaba en un jarrón de alabastro encima de una mesa. Decía que los pétalos de rosa venían de Alemania y que el jarrón era de Grecia. Una tarde me dejó sus valiosos prismáticos y me puse a mirar la calle. Llegó un taxi y un joven alto y delgado, vestido de marinero, descendió del coche. Estrechó la mano del taxista, que acababa de sacar su petate del maletero, y supe inmediatamente que se trataba de mi tío Bill que volvía de la guerra. Mi abuela bajó la escalinata del portal y le abrazó. Estaba llorando. Recuerdo las estrellas que colgaban en las ventanas de las casas de nuestros vecinos. Mi abuela me dijo que era porque habían perdido a un hijo en la guerra. Yo estaba contento de que no hubiese ninguna estrella en nuestra ventana. Aquella noche celebramos una gran fiesta en honor del tío Bill. Me fui a dormir feliz porque mi tío había vuelto a casa sano y salvo. Nunca volví a pensar en el señor Bernhauser.
Robert Winnie
Bonners Ferry, Idaho
Creía que mi padre era Dios
Relatos verídicos de la vida americana
Edición de Paul Auster

El día de Reyes del año 2003 recibí como regalo el libro Creía que mi padre era Dios, de Paul Auster (Anagrama). No es que Paul Auster hubiera escrito el libro sino que, como él explica el el prólogo, un programa de la Radio Pública Nacional de los EE.UU. le pidió una colaboración regular; por ejemplo, que les leyera uno de sus cuentos una vez al mes. Por educación no se negó, pero estaba atareado con su trabajo diario, por lo que su mujer le sugirió que lo que podía hacer es pedir que la gente escribiera sus propias historias y se las mandase, y que él las leyera por la radio.

Y así lo hizo. El asunto se llamó Proyecto Nacional de Relatos convocado por la NPR. La única restricción que puso a los oyentes es que los relatos tenían que ser verídicos y breves (para poder leerlos por radio). Recibió más de cuatro mil relatos. Y, para hacer justicia a los relatos, decidió publicar un libro que tituló como uno de sus relatos, el que he incorporado como entrada. Para el libro seleccionó 179 relatos representativos de los cuatro mil, y a mí... me gustan todos. Como a Paul Auster.

Recuerdo que cuando leí el libro hace 17 años me daba cuenta de que los relatos en sí no contaban nada, pero todos juntos daban un lienzo fidelísimo del alma de esa nación. Algunos relatos eran anécdotas, como la que fue testigo de un accidente de carretera; otros, recuerdos de la infancia, la abuela o la maestra. Algunos eran síntesis de trayectorias vitales o historias como la de un coche o una bicicleta. Y todos eran relativamente chorrones, como el breve relato de Steve Lacheen, de Filadelfia (Pensilvania), que perdió nadando en la playa una Estrella de David hecha a mano y muchos años después la encontró en una tienda de antigüedades. Como el relato del principio: no sabemos decir bien de qué iba, parece que recuerdos más o menos inconexos de cuando el autor tenía 6 años, el ciruelo de un vecino cascarrabias (está claro que presenciar su infarto le impresionó mucho) y la abuela de un compañero de clase. Pero nos ha hablado de cómo vivían durante la guerra (libretas de racionamiento, el esfuerzo colectivo del reciclaje). Nos ha contado el recuerdo de la abuela de su amigo, y les aseguro que yo he conocido a señoras así cuando era niño, la señora mayor que se entretiene mirando a la gente pasar por la calle. La alegría cuando el familiar regresa del frente. Y las estrellas. En su día no me dí cuenta de ese detalle, pero hoy es lo que más me llama la atención.

Lo tenemos asociado como una estampa typical USA. La bandera americana, en el jardín de la entrada. Como en las películas de Clint Eastwood. También en las escenas de entierros militares, los marines de honor plegando la bandera y dándosela a la desconsolada viuda con sus dos hijos al lado... Curiosamente, al menos yo nunca había relacionado ambas imágenes. Y el relato lo explica: indica que un miembro de la casa ha muerto en combate. Je, ahora ya sé de dónde sale la bandera (imagino que en tiempos de la segunda guerra mundial no daban banderas sino las estrellas que cita el relato).

El libro agrupa los relatos en diez categorías: animales, objetos, familias, disparates, extraños, guerra, amor, muerte, sueños y meditaciones. El que he seleccionado pertenece al grupo de guerra. Lamentablemente, el libro está descatalogado, por eso he incluido un relato entero. Quizá puedan conseguirlo en formato electrónico, no lo sé. En cualquier caso, si lo encuentran de segunda mano no lo duden y cómprenlo. No se arrepentirán. Seguro que hacen como yo y lo guardan cerca del cuarto de baño, para leer relatos al azar.

En fin, permítanme como despedida un relato más (uno de los cortos). No es especialmente bueno, pero en estos momentos ese azar ha jugado en su favor.

SAVENAY
Durante la Primera Guerra Mundial mi padre estuvo estacionado con el ejército norteamericano en Savenay, una pequeña ciudad del oeste de Francia. Hace pocos años visité Savenay llevando conmigo algunas fotografías que mi padre había sacado allí. Una de ellas mostraba a mi padre acompañado de dos chicas jóvenes en un camino rural. Había una casita al fondo. Siguiendo el camino, no lejos de Savenay, encontré aquella casa, una pequeña cabaña de ladrillo, rodeada por un murete de piedra. Crucé la verja y llamé a la puerta. Una anciana asomó la cabeza por la ventana del piso superior y me preguntó qué deseaba. Le mostré la fotografía y le pregunté en mi mejor francés si la reconocía. Desapareció dentro de la casa y después de una larga discusión en el interior con otra mujer, me abrió la puerta. La anciana me preguntó de dónde había salido aquella foto. Le dije que era de mi padre y que creía que la había tomado desde el camino frente a aquella casa. Sí, por supuesto, me dijo. La fotografía había sido tomada desde el camino y ella y su hermana mayor (la otra mujer que estaba dentro de la casa) eran las dos chicas que aparecían en la imagen. La anciana me dijo que su hermana recordaba el día en que se hizo la foto. Dos soldados pasaban por el camino y se habían acercado para pedir agua. Yo le dije que uno de aquellos soldados era mi padre (o mejor, que se convirtió en mi padre muchos años más tarde). Desgraciadamente, dijo la anciana, su madre no había permitido que les dieran agua a los soldados. Me dijo que su hermana lo había sentido mucho. Le agradecí su amabilidad y me dí la vuelta para marcharme. Un instante después la mujer me llamó y dijo: "Mi hermana quiere saber si no querría usted un poco de agua".
Harold Tapper
Key Colony Beach, Florida
Creía que mi padre era Dios
Relatos verídicos de la vida americana
Edición de Paul Auster




Pink Floyd - Wish you were here (versión de Reina del Cid)

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