miércoles, 26 de julio de 2023

Mis versículos favoritos XVII: la escena de la puerta

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El Libro del Génesis, el primero de los libros de la Biblia, es una caja de sorpresas. Muchas de sus historias son de las más conocidas de todos los tiempos: la costilla, la manzana, el arca de Noé, Sodoma y Gomorra... También los personajes principales, Adán y Eva, Noé, Abraham, Isaac, Jacob, José. Sin embargo, muy poca gente va más allá de los relatos famosos, no digo ya una lectura detenida, reflexiva, completa. Es una lástima, porque como digo, en el libro hay pasajes maravillosos.

Por ejemplo, la escena de la puerta.

No es una escena muy conocida; de hecho, sólo se lee en la liturgia el viernes de la XIII semana del tiempo ordinario cada dos años. Y no se lee completa, sino sólo el principio y el final:

Sara vivió ciento veintisiete años. Murió Sara en Quiriat Arba, o sea Hebrón, en la tierra de Canaán. Abrahán fue a hacer duelo por Sara y a llorarla. Después Abrahán dejó a su difunta y habló así a los hititas: «Yo soy un emigrante, residente entre vosotros. Dadme un sepulcro en propiedad, entre vosotros, para enterrar a mi difunta».

Después Abrahán enterró a Sara, su mujer, en la cueva del campo de Macpela, frente a Mambré, o sea Hebrón, en la tierra de Canaán.

Gen 23, 1-4.19

No se nota, pero falta algo: los versículos 5-18 y el 20. Y ahí está nuestra historia.

Esta escena ocurre con Abraham ya mayor, convertido en un próspero mercader que sin embargo vive fuera de su tierra de origen, recordemos que era caldeo de Ur y que se trasladó a vivir a Canaán, en la otra punta del mundo (de entonces). Y, como pasa en tantos sitios, no importa lo integrado que esté Abraham, el tiempo que lleve allí, para los lugareños de origen el otro siempre es un extranjero. Abraham cuenta con un enorme prestigio entre sus convecinos, que sienten que Abraham es una persona especial, alguien bendecido por su dios. Es rico y sus rebaños pastan en el territorio, pero es un extranjero. No tiene los mismos derechos que ellos. Y, como extranjero, no es dueño de tierras. Un extranjero es siempre una persona de paso.

Y Abrahám sabe que es extranjero, él mismo lo reconoce. Pero no quiere estar de paso. Quiere ser uno de ellos. Para eso necesita un terreno en propiedad, ¿y qué mejor excusa hay que la de un terrenito para enterrar a su mujer? Así que hace lo que se hace en esos casos: acude a la puerta de la ciudad. Esto no se dice explícitamente, porque en la cultura de ese tiempo no hacía falta: todos los asuntos comunes se trataban públicamente en la puerta, donde se reunían los ancianos (los sabios). Y también se deducirá más adelante.

El caso es que la operación es toda una exhibición de gestión oriental. Veamos:

Los hititas respondieron a Abrahán: «Escúchanos, señor; tú eres un príncipe de Dios entre nosotros. Entierra a tu difunta en el mejor de nuestros sepulcros. Ninguno de nosotros te negará un sepulcro para enterrar a tu difunta».

Hay que advertir, de entrada, que no es que los habitantes de Hebrón fueran los hititas que asociamos al imperio de Anatolia, es que en la antigua tradición israelita así llamaban a los habitantes originales de Canaán.

Y obsérvese lo que he escrito antes: los hititas (llamémoslos así) respetan mucho a Abrahán. Por lo tanto, cualquiera de ellos le cederá gustoso el sepulcro que desee, faltaría más.

Pero de lo de integrarse y ser uno de ellos, ni hablar. Sigue siendo un extranjero.

Toca a Abraham dar él el siguiente paso. Había empezado exponiendo su situación de extranjero y su problema como viudo reciente, y la respuesta que tenía había sido cortés pero no era la que necesitaba.

Abrahán se levantó, hizo una inclinación ante la gente del país, los hititas, y les habló así: «Si realmente queréis que entierre a mi difunta, escuchadme y suplicad en mi nombre a Efrón, hijo de Sojar, para que me venda la cueva de Macpela, que es suya y se encuentra en el extremo de su campo. Que me la venda al precio completo, ante vosotros, como sepulcro en propiedad».

Las cartas sobre la mesa. No quiere sólo un sepulcro prestado para enterrar a Sara, quiere uno en propiedad. Y no uno cualquiera sino uno que ya le echado el ojo, propiedad de Efrón.

Pero mantiene las formas: sigue apelando a la comunidad hitita, para que le apoye y consiga (la comunidad) que Efrón le venda la cueva. No que se la ceda, sino que se la venda.

Efrón estaba sentado entre los hititas. Efrón, el hitita, respondió a Abrahán de forma que lo oyesen los hititas y cuantos entraban por la puerta de la ciudad:

Resulta que... Efrón está delante. Abrahán ha empleado un circunloquio para hacer más cortés, más tragable su petición. Pero no engaña a nadie, desde luego no a los hititas.

«No, señor mío, escúchame: te doy el campo y te doy también la cueva que hay en él. Te la doy en presencia de mis paisanos; entierra a tu difunta».

En otras palabras: que no le vende la cueva. Le cede el sepulcro e incluso el campo que lo rodea, pero no hay venta.

¿O sí? Efrón se encuentra entre la espada y la pared, no puede conservar el sepulcro sin ofender a Abrahán (algo que no quiere hacer). Su respuesta es añadir, al sepulcro, el campo completo. Es mucho más de lo que pedía Abraham, él sólo quería la cueva que había en un extremo. Y aunque Abraham había dicho que pagaría el precio completo (es decir, lo que pidiese el vendedor, sin rebajas), no tengo claro la jugada de Efrón, si busca ganar lo más posible o si intenta que el coste disuada a Abraham. 

En cualquier caso, está claro que Abraham no puede aceptar que sea un regalo. A estas alturas de la negociación, se huele que la broma no le va a salir barata.

Abrahán hizo una inclinación ante la gente del país y habló a Efrón de forma que lo oyese la gente del país: «Escúchame tú, por favor: yo te doy el precio del campo, acéptalo y enterraré allí a mi difunta».

Efrón contestó a Abrahán: «Señor mío, escucha: el terreno vale unas cuatrocientas monedas de plata. ¿Qué es eso entre nosotros dos? Entierra, pues, a tu difunta».

Abrahán accedió a la petición de Efrón. Abrahán pesó para Efrón la plata de que éste había hablado en presencia de los hititas: unas cuatrocientas monedas de plata de curso entre mercaderes. Y así el campo de Efrón en Macpela, frente a Mambré, el campo con la cueva y todos los árboles dentro de sus linderos, pasó a ser propiedad de Abrahán, en presencia de los hititas y de cuantos entraban por la puerta de la ciudad.

Ha habido venta. Y no ha sido barata: los exégetas afirman que en aquel tiempo esa plata era una cantidad enorme. En aquel tiempo las monedas no eran cosa corriente: la gente normal solía hacer sus transacciones basándose en el trueque, y eran los mercaderes, los comerciantes de grandes distancias, los que sí manejaban las monedas.

Y Abrahán no solo es rico: es también hombre de palabra y acepta el precio exigido sin protestar. En la tercera entrada de esta serie (en este enlace) expliqué la teoría actualmente aceptada de los tres redactores del Génesis: está claro que el redactor de este pasaje es el sacerdotal, de ahí la detallada descripción del trato, el campo, la cueva y todos los árboles que estaban dentro del campo. Un contrato legal.

Y entonces Abrahán enterró a Sara, como se nos cuenta en misa. Con un detalle adicional, un último versículo:

Y así el campo con la cueva pasó de los hititas a Abrahán como sepulcro en propiedad.

Gen 23, 20

¿Qué importancia tiene este pasaje en el Génesis? Porque, los estudiosos están de acuerdo, el relato en sí es mucho más antiguo que el Génesis, era uno de los mitos históricos de los israelitas. Pero los judíos no rendían culto a los muertos, se les enterraba y ya está, a otra cosa. Tampoco sirvió de base a futuras reclamaciones de propiedad, en ningún momento de la Biblia se insinuó siquiera algo por el estilo. ¿Entonces?

Lo cierto es que no sólo Sara fue enterrada allí. También Abraham, su hijo Isaac y su esposa Rebeca, y el hijo de estos, Jacob, y su esposa Lía. ¿Raquel? No, Raquel no. Raquel murió tras el parto de Benjamín y fue enterrada en el camino de Efratá, hoy Belén, y Jacob marcó su tumba con una estela.

El sepulcro fue famosísimo: se conservan columnas precristianas en él, prueba evidente de que hace milenios que se le considera un lugar santo. Hoy hay una mezquita sobre él (prueba adicional de que Hebrón no está ahora donde estaba entonces, pues no se enterraba a la gente en la ciudad, el campo estaba alejado), y es también un lugar especial para los mahometanos. Está celosamente guardado y, es comprensible, no se pueden hacer excavaciones arqueológicas.

Pero si no tenía interés como santuario porque no se daba culto a los muertos, y no se usó como argumento de propiedad, ¿qué interés tenía? Para los judíos, estaba clarísimo:

Dios prometió a Abraham y sus descendientes la tierra de Canaán. Esa tierra iba a ser suya. Y, desde luego, Abraham y los patriarcas vivieron en Canaán. Pero Abraham era extranjero: vivía en Canaán, pero esa tierra no era suya. La cueva de Macpela sí. Y allí se cumplió en ellos la promesa: reposaron en una tierra que sí era suya.


Un detalle curioso: Jacob murió en Egipto, y el Génesis lo cuenta así:

Luego les dio estas instrucciones: «Cuando me reúna con los míos, enterradme con mis padres en la cueva del campo de Efrón, el hitita, la cueva del campo de Macpela frente a Mambré, en la tierra de Canaán, la que compró Abrahán a Efrón, el hitita, como sepulcro en propiedad. Allí enterraron a Abrahán y Sara, su mujer; allí enterraron a Isaac y a Rebeca, su mujer; allí enterré yo a Lía. El campo y la cueva fueron comprados a los hititas».

Cuando Jacob terminó de dar instrucciones a sus hijos, recogió los pies en la cama, expiró y se reunió con los suyos. 

Gen 49, 29-33

La verdad es que es enternecedor cómo mueren los patriarcas. 

 

 

W. A. Mozart - Misa de réquiem: Dies Irae