Hace muchos años, estaba estaba en cierta ocasión en un descampado con una panda de conocidos. Era de noche, y algunos de éstos eran pandilleros, en el sentido que cantaba Loquillo, de los que se reunían en las pistas de autos de choque. En fin, allí estábamos. De pronto llegó un tipo, que conocía a uno de los nuestros (a uno de los pandilleros, por cierto, aunque años después se convirtió en una conocida loca). No llegó solo, vino con amigos, creo recordar. El caso es que el tipo tenía un tema que discutir con él, quizá de mujeres, quizá de dinero, nunca fue asunto mío. Ocurre entonces lo normal: empiezan las reciminaciones, el tono de la conversación sube... y en un momento dado el recién llegado se lanza sobre mi conocido.
Yo estaba en primera fila, atento a qué pasaba, no me había echado atrás en un no quiero líos, si va a haber sopapos conmigo que no cuenten, sí, pero yo disto mucho de haber sido un pandillero, juego en otra liga; si hubiera sido a mí, habría tenido que recoger las gafas en Fuendejalón por lo menos. Pero nuestro pandillero, ya lo he dicho al principio, no estaba solo. Resulta que, durante la discusión, uno de sus compinches se había deslizado detrás del recién llegado, y una décima de segundo después del gesto de ataque le había sujetado por detrás. El resto de nuestros pandilleros dan un paso al frente, los amigos del nuevo se mantiene fríos y... ya está. No pasó nada más. El tipo tuvo un par de segundos para recapacitar, sopesó la situación. Quizá consideró que estaban en inferioridad numérica, no se había dado cuenta que el nuestro estaba con compinches, que había perdido el factor sorpesa o, sin más, que el motivo de la disputa no valía una disputa mayor. Quizá es que nadie estaba bebido, que era una noche fría de invierno. O, qué caramba, que allí había más gente, no era el momento ni el lugar.
El caso es que, como diría Cervantes, miró al soslayo, fuese... y no hubo nada.
Han pasado muchos años de esta escena. No recuerdo los nombres, ni siquiera quienes estábamos allí. El compinche de la loca se llamaba Juan Carlos, creo, no sé si estaba allí porque su novia estaba o viceversa; ya digo que ha pasado mucho tiempo. Pero todavía recuerdo el hecho de que cuando empezó todo, Juan Carlos estaba en el lugar exacto para el quite. Él ya se olía lo que iba a pasar, tenía experiencia, y con la habilidad que le da la práctica había conseguido deslizarse entre los amigos del recién llegado sin que se dieran cuenta de su presencia. Supo cuándo el otro se iba a abalanzar sobre el de los nuestros, porque fue instantáneo. Y tuvo la sangre fría de controlar la situación, siendo que en definitiva el único que hizo violencia fue él al sujetar al marrullero y retenerlo hasta que el otro se tranquilizó. No es sólo estar en plena forma, atento y con reflejos: no, aquello lo habría vivido muchas veces antes, tantas que seguramente reaccionaba por instinto.
En ese momento fui consciente de lo separados que estaban nuestros mundos, el mío y el de ellos.