Durante mi infancia y primera juventud pasé algunos veranos en el Sur, en Andalucía: Campamento, el Puerto, Chipiona. Mis padres tenían la sabia costumbre de leer la prensa local, y como una de las ventajas de veranear por allí es que mi abuelo podía estar con nosotros y él era un gran aficionado al ABC (edición de Sevilla), pues leíamos el ABC.
El articulista favorito de mi madre era, entonces, Antonio Burgos (para los que no tengan una buena impresión de este hombre, que consideren que en aquella época, por mor de su evidente juventud, era distinto a como sea ahora). El caso es que un día exclamó que Burgos debía, necesariamente, tener más o menos la edad de ella. Y no erraba de mucho, era apenas unos años más joven.
¿Porqué había llegado mi madre a esa conclusión? Mi madre había vivido en Sevilla hasta 1962 y Burgos describía una Sevilla que ella conocía, una vida en Sevilla que ella recordaba. Ustedes me dirán que eso no demuestra nada, que la Sevilla de 1965 no diferiría mucho de la de 1962, incluso con respecto a la de 1971 no habría habido grandes cambios. ¡Pues no! Y de eso va hoy mi artículo. 1962 fue "el año de la riada", y todo el que tuviera entonces uso de razón y viviera en Sevilla sabrá a qué me refiero.
1962 fue un año pródigo en riadas, el Llobregat se desbordó y Cornellá quedó arrasada ; Valladolid, Gerona,… la lista sería interminable. El caso es que lo de Sevilla fue bestial: el 25 de noviembre de 1961 el Tamarguillo, apenas un arroyo que cruzaba el centro de la ciudad, se desbordó, y durante días se circulaba en barca por la Campana o la Plaza de España (Sevilla está a 10 m sobre el nivel del mar, con lo que el terreno hasta el océano tiene pendiente casi nula y el desagüe por fuerza fue lentísimo, por filtración). Tras las riadas, se desvió el Guadalquivir (lo que hay en Sevilla es ahora un brazo sin salida), se reconstruyeron los muros,… pero también cambiaron muchas cosas: si habláramos con los que entonces eran jóvenes nos contarían cosas - la vida sin televisión, los braseros de carbón, la novedad de la Coca-Cola, las misas en latín, el hielo en barras en la fresquera,… - que nos sonarían a paleocristiano; y, casualmente, la gran mayoría de los cambios los fecharíamos hacia 1962.
Es así: la vida antes de 1962 nos sonaría a nosotros a paleocristiano. Y, sin embargo,…
El otro día volví en coche de Panticosa y encontré bastante avanzadas las obras de la prolongación de la Autovía a través de Arguís y Monrepós. Y como yo soy el paradigma de Abuelo Cebolleta, les contaré cómo era cuando yo era chico.
Cuando yo era chico, el paso de Arguís y Monrepós era muy distinto: era por la carretera "vieja". Y no tan vieja, todavía el tramo central Arguís-Monrepós me parece prácticamente nuevo y casi pendiente de acabar. Pero es que la bajada de Monrepós no es tampoco tan nueva (por el tipo de firme empleado, yo diría que tiene 20 años), y recuerdo perfectamente el inicio de las voladuras de la montaña para hacer el primer tramo, Nueno-Arguís, hace tan sólo 31 años: las piedras taponaban el río, y a mí, visto desde los túneles y curvas de la carretera vieja del otro lado, me parecía un crimen ecológico imperdonable.
Sí, en aquella época era normal tocar la bocina al atacar cualquier curva, para avisar al que pudiera venir por el otro lado. Tráfico que, todo hay que decirlo, no era muy intenso: el trayecto normal para ir a Jaca (¿y quién iba a querer ir a otro sitio entonces?) era por Ayerbe y el puerto de Santa Bárbara.
Pero aún hay más. El trayecto Zaragoza-Huesca. Hoy, una autovía, y no hace falta cruzar Huesca. En aquellos años…
Había al menos dos cruces con la línea del ferrocarril al mismo nivel, con barrera. Es decir, si se acercaba un tren la barrera bajaba y la carretera quedaba cortada (lo explico para los que no han conocido una experiencia semejante), con las consiguientes colas. Nadie hacía en menos de una hora los 70 km que hay entre ambas ciudades. A veces veías al tren unos kilómetros antes y acelerabas, intentando llegar antes de que bajase la barrera, pero ¡quiá!
No obstante, lo peor estaba a la vuelta. Sí, porque hay que pensar que cuando yo volvía del Pirineo ¡lo hacía todo el mundo! Las caravanas eran lo corriente, y unas caravanas como no hay ahora: cientos de coches, unos detrás de otros. De vez en cuando, algún loco se lanzaba a adelantar para avanzar una patética veintena de coches. Y eso donde se podía, porque de Villanueva de Gállego a Zuera la carretera era un continuo sube-baja con cambios de rasante pronunciadísimos. Cuando estabas en el pico de arriba y veías la bajada y siguiente subida creías que podías adelantar y te lanzabas… para llegar abajo embalado y descubrir que los otros coches también se habían embalado, que estabas intentando adelantar cuesta arriba y que perdías la visibilidad…
Eso sí, eran unas caravanas a menudo rapidísimas. Desconozco por qué, pero en ocasiones todo el mundo iba a 100 por hora.
En ocasiones, claro. La última vez que sufrí una caravana de entonces fue a finales de los 80 (los primeros 12 km de autovía, hasta antes de Villanueva, se inauguraron en 1991). Y tardé ¡siete horas! desde la cara norte de Monrepós. Invierno y todo nevado. Coches parados. ¿Qué pasaría? Al llegar al túnel de la Manzaneda (en realidad, al llegar al puente) veo que por alguna extraña razón, miedo quizás, los coches delante de mí no se metían en el túnel hasta que el anterior no había salido… ¡Ah, era por eso! Ingenuo de mí: la caravana siguió a cero por hora hasta la Academia General Militar, puede que hasta los leones. Y en este punto los mayores que yo sonreirán: ya saben por qué. Sí, efectivamente. En la puerta de la Academia había ¡un semáforo! Para regular el cruce de tantos soldados como tenía, que el autobús de Zaragoza paraba enfrente en la gasolinera. Y todos en procesión hasta ese semáforo. Jamás volví a intentar regresar del Pirineo a Zaragoza un puente de San Valero.
Pues todo esto que les estoy contando, y que a los veinteañeros les sonará a maricastaña, es prácticamente ayer para mí, recuerdo vivo.
Tal como es para mi madre y su quinta la vida antes de las riadas de 1962. Y como lo era para el abuelo Cebolleta. Lástima que tengamos que hacernos mayores para comprenderlo.
Que, a propósito, en aquella época el ABC (no sé ahora) publicaba los domingos dos suplementos: "Blanco y Negro", al estilo de los hoy omnipresentes suplementos dominicales pero que en aquellos años nos parecía un refinamiento inconcebible,… y "Gente Menuda": un suplemento dedicado especialmente a los niños, chistes, historietas, pasatiempos, Mingote, etc. ¿Por qué en la actualidad es impensable que un periódico incluya un suplemento similar? ¿Nadie quiere que los niños quieran que se compre su periódico?
El articulista favorito de mi madre era, entonces, Antonio Burgos (para los que no tengan una buena impresión de este hombre, que consideren que en aquella época, por mor de su evidente juventud, era distinto a como sea ahora). El caso es que un día exclamó que Burgos debía, necesariamente, tener más o menos la edad de ella. Y no erraba de mucho, era apenas unos años más joven.
¿Porqué había llegado mi madre a esa conclusión? Mi madre había vivido en Sevilla hasta 1962 y Burgos describía una Sevilla que ella conocía, una vida en Sevilla que ella recordaba. Ustedes me dirán que eso no demuestra nada, que la Sevilla de 1965 no diferiría mucho de la de 1962, incluso con respecto a la de 1971 no habría habido grandes cambios. ¡Pues no! Y de eso va hoy mi artículo. 1962 fue "el año de la riada", y todo el que tuviera entonces uso de razón y viviera en Sevilla sabrá a qué me refiero.
1962 fue un año pródigo en riadas, el Llobregat se desbordó y Cornellá quedó arrasada ; Valladolid, Gerona,… la lista sería interminable. El caso es que lo de Sevilla fue bestial: el 25 de noviembre de 1961 el Tamarguillo, apenas un arroyo que cruzaba el centro de la ciudad, se desbordó, y durante días se circulaba en barca por la Campana o la Plaza de España (Sevilla está a 10 m sobre el nivel del mar, con lo que el terreno hasta el océano tiene pendiente casi nula y el desagüe por fuerza fue lentísimo, por filtración). Tras las riadas, se desvió el Guadalquivir (lo que hay en Sevilla es ahora un brazo sin salida), se reconstruyeron los muros,… pero también cambiaron muchas cosas: si habláramos con los que entonces eran jóvenes nos contarían cosas - la vida sin televisión, los braseros de carbón, la novedad de la Coca-Cola, las misas en latín, el hielo en barras en la fresquera,… - que nos sonarían a paleocristiano; y, casualmente, la gran mayoría de los cambios los fecharíamos hacia 1962.
Es así: la vida antes de 1962 nos sonaría a nosotros a paleocristiano. Y, sin embargo,…
El otro día volví en coche de Panticosa y encontré bastante avanzadas las obras de la prolongación de la Autovía a través de Arguís y Monrepós. Y como yo soy el paradigma de Abuelo Cebolleta, les contaré cómo era cuando yo era chico.
Cuando yo era chico, el paso de Arguís y Monrepós era muy distinto: era por la carretera "vieja". Y no tan vieja, todavía el tramo central Arguís-Monrepós me parece prácticamente nuevo y casi pendiente de acabar. Pero es que la bajada de Monrepós no es tampoco tan nueva (por el tipo de firme empleado, yo diría que tiene 20 años), y recuerdo perfectamente el inicio de las voladuras de la montaña para hacer el primer tramo, Nueno-Arguís, hace tan sólo 31 años: las piedras taponaban el río, y a mí, visto desde los túneles y curvas de la carretera vieja del otro lado, me parecía un crimen ecológico imperdonable.
Sí, en aquella época era normal tocar la bocina al atacar cualquier curva, para avisar al que pudiera venir por el otro lado. Tráfico que, todo hay que decirlo, no era muy intenso: el trayecto normal para ir a Jaca (¿y quién iba a querer ir a otro sitio entonces?) era por Ayerbe y el puerto de Santa Bárbara.
Aprovecho la ocasión para recomendar a todo el mundo a recorrerlo al menos una vez: está prácticamente igual - quizá peor- que en aquella época. Ahora bien, no viaje con el espíritu de hoy en día, pensando que en hora y media va de Zaragoza a Jaca. Y ya puestos pare en el pantano de la Peña a tomar un bocadillo, hombre.
Pero aún hay más. El trayecto Zaragoza-Huesca. Hoy, una autovía, y no hace falta cruzar Huesca. En aquellos años…
Había al menos dos cruces con la línea del ferrocarril al mismo nivel, con barrera. Es decir, si se acercaba un tren la barrera bajaba y la carretera quedaba cortada (lo explico para los que no han conocido una experiencia semejante), con las consiguientes colas. Nadie hacía en menos de una hora los 70 km que hay entre ambas ciudades. A veces veías al tren unos kilómetros antes y acelerabas, intentando llegar antes de que bajase la barrera, pero ¡quiá!
No obstante, lo peor estaba a la vuelta. Sí, porque hay que pensar que cuando yo volvía del Pirineo ¡lo hacía todo el mundo! Las caravanas eran lo corriente, y unas caravanas como no hay ahora: cientos de coches, unos detrás de otros. De vez en cuando, algún loco se lanzaba a adelantar para avanzar una patética veintena de coches. Y eso donde se podía, porque de Villanueva de Gállego a Zuera la carretera era un continuo sube-baja con cambios de rasante pronunciadísimos. Cuando estabas en el pico de arriba y veías la bajada y siguiente subida creías que podías adelantar y te lanzabas… para llegar abajo embalado y descubrir que los otros coches también se habían embalado, que estabas intentando adelantar cuesta arriba y que perdías la visibilidad…
Eso sí, eran unas caravanas a menudo rapidísimas. Desconozco por qué, pero en ocasiones todo el mundo iba a 100 por hora.
En ocasiones, claro. La última vez que sufrí una caravana de entonces fue a finales de los 80 (los primeros 12 km de autovía, hasta antes de Villanueva, se inauguraron en 1991). Y tardé ¡siete horas! desde la cara norte de Monrepós. Invierno y todo nevado. Coches parados. ¿Qué pasaría? Al llegar al túnel de la Manzaneda (en realidad, al llegar al puente) veo que por alguna extraña razón, miedo quizás, los coches delante de mí no se metían en el túnel hasta que el anterior no había salido… ¡Ah, era por eso! Ingenuo de mí: la caravana siguió a cero por hora hasta la Academia General Militar, puede que hasta los leones. Y en este punto los mayores que yo sonreirán: ya saben por qué. Sí, efectivamente. En la puerta de la Academia había ¡un semáforo! Para regular el cruce de tantos soldados como tenía, que el autobús de Zaragoza paraba enfrente en la gasolinera. Y todos en procesión hasta ese semáforo. Jamás volví a intentar regresar del Pirineo a Zaragoza un puente de San Valero.
Pues todo esto que les estoy contando, y que a los veinteañeros les sonará a maricastaña, es prácticamente ayer para mí, recuerdo vivo.
Tal como es para mi madre y su quinta la vida antes de las riadas de 1962. Y como lo era para el abuelo Cebolleta. Lástima que tengamos que hacernos mayores para comprenderlo.
Se te ha olvidado decir que in illo tempore (expresión sólo apta para no damnificados por la LOGSE) en Huesca no había semáforos. Una ciudad entera sin un sólo semáforo. El cielo, vamos.
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