Cuando un edificio cae se forma una polvareda. Cae con estrépito, el ruido se oye desde lejos y todos levantan la cabeza y miran qué ha pasado.
Pero en ese momento no hay nada ya que hacer, sino gestionar los escombros como se pueda.
La ruina de un edificio es un proceso lento. No es de un día para otro (salvo el momento final, el del estrépito). Lo importante es ver las señales de daños a tiempo, y repararlas a tiempo. No basta con ver las señales, señalarlas (o no) y seguir como si nada.
Estamos asistiendo al derrumbe del armazón institucional de nuestro país. Van cayendo puntales, van ocurriendo cosas, pero de momento las instituciones siguen ahí (menos en Navarra, que ya se va la Guardia Civil de Tráfico). Y España, la piel de toro, sigue ahí.
Algunos vemos las señales, y las señalamos, pero no se nos hace caso. Exagerados, se nos llama. Alarmistas, agoreros.
A la muerte de Almanzor cayó el califa. Aquello fue el principio del fin, pero nadie lo supo entonces. Y si lo hubiera dicho le habrían silenciado por exagerado, alarmista y agorero.