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— El portal se cierra a las 10.
El otro día echaron por la tele una película de José Luis López Vázquez y Gracita Morales. Me gustan esas películas. Y también me gusta ver cómo era España entonces. En las correspondientes escenas de exteriores, los coches, los guardias, el parque móvil en su conjunto. La circulación por las calles. Y el vestuario, los peinados, las frases, las costumbres,...
En la película en cuestión, Vázquez y Morales hacen de un matrimonio que tiene dificultades para encontrar muchacha, hasta que al fin un pariente les coloca una, extranjera. En una determinada escena, la muchacha anuncia que va a salir de paseo, y ellos le recuerdan que ha de volver antes de las 10; la razón es la frase que cito.
Pero, claro. La frase refleja una realidad que en aquel momento era así, nadie pensaba que algún día no se entendiera, que mereciera una aclaración. Por supuesto, para mí no la merece, sé perfectamente a qué se refería, pero cada vez somos menos los que estamos en estas y más los que no lo captan. Y asisten a una representación en la que entienden las palabras, pero no lo que se dice.
Antes, las fincas urbanas tenían portero. Éste tenía muchas obligaciones: mantener limpia la escalera, en condiciones la iluminación y el ascensor, vigilar la entrada, sacar la basura por la noche, ayudar a los vecinos cuando lo requieren (y estar atento al coche que se deja mal aparcado), por supuesto gestionar la calefacción central,... Una de las obligaciones era cerrar el portal por la noche, y abrirlo por la mañana. Porque por el día, estando el portero, la puerta del portal estaba abierta, como es lógico. Pero, en ausencia del portero, debía estar cerrada. Y lo habitual es que se cerrara a las 10 de la noche.
¿Porqué era eso un inconveniente? En primer lugar: en esa época no había porteros automáticos. Había, en la calle, un timbre que sonaba en el piso, pero no había comunicación ni manera de abrir la puerta desde arriba: si sonaba, el pater familias debía vestirse, bajar al portal, ver quién llamaba y, si le interesaba, abrir la puerta. Ítem más: como además la puerta estaba siempre abierta, lo normal es que los vecinos no tuvieran llave del portal (hay portales con cerraduras que se comprende). Sólo se tenía la llave del piso. Si era necesario, en aquella época se llamaba al sereno (unas palmadas), éste acudía y abría la puerta. Pero eran situaciones que procuraban evitarse.
De ahí una consecuencia lógica, o tal vez a la inversa: las muchachas (y los muchachos) decentes no estaban, por ahí, pasadas las diez. A esa hora todo el mundo estaba ya en casa.
Y es lo que le dicen Vázquez y Morales: que a las 10 se ha de estar ya en casa, "porque se cierra la puerta del portal".
—¿Un terrón o dos?
Si usted entendió la frase de la película, sin duda entiende la pregunta de los terrones. Pero ¡ay!, me temo que se corresponde con un mundo ya pasado y pronto olvidado.
Chascarrillo: hago una prueba, y pregunto a un veinteañero si entiende la pregunta. Pues resulta que sí, sabe a qué se refiere. Y me explica el porqué: se dice en una canción de La bella y la bestia, la célebre película de Disney. Mientras la película permanezca en el recuerdo, pues, la expresión seguirá teniendo significado.
Hogaño eran frecuentes las visitas en las casas; si han leído (o empezado) Guerra y Paz de Tolstoi sabrán perfectamente a qué me refiero. Y en esas visitas, la cortesía y el protocolo lo eran todo. De ahí que todas las casas decentes tuvieran un mueble bar con los licores necesarios para agasajar (al menos whisky y brandy para los caballeros, anís para las damás, una botella de pacharán o de Pisco,...), cubitos de hielo en el refrigerador, la pertinente cristalería con copas surtidas (otra cosa que también está desapareciendo),... La visita podía ser imprevista, pero los anfitriones nunca podían ser cogidos de improviso.
Claro que a menudo esas visitas eran después del café: en mi casa, siendo yo chaval, una vez los padres volvían a sus trabajos, los niños a sus escuelas y las cocinas se recogían, a menudo las madres se reunían. Y se tomaba café. Pero café, con todo el protocolo, y eso exigía pastas de café. De ahí que más de una vez tuviera yo que escabullirme escopeteado a la pastelería a comprarlas.
Sigo. Fuera la visita después de comer o para la propia comida, siempre se servía café. Siempre. Y se tomaba, aunque en la intimidad no se hiciera. Se sacaba el juego de café, se calentaba leche para quien lo quisiera cortado, y se traía la cafetera hirviendo. Claro, no se dejaba la cafetera en el centro y que quien quisiera se sirviera, faltaría más, sino que el anfitrión iba preguntando a cada uno cuánto café quería y cómo, lo servía y luego, impepinablemente:
—¿Un terrón o dos?
El azúcar acostumbraba a estucharse en terrones, de unos 6 gramos diría yo, quizá más. Así que la medida estándar era el terrón. Uno era correcto, dos significaba mucho y desde luego pedir más no me suena haberlo vivido nunca. Y los medios terrones, en mi caso, se conseguían sacando el terrón de la taza antes de que se disolviera todo. Cuando tuve la edad, en casa yo era el encargado del protocolo del café: preparar el café (para que mi madre
no tuviera que dejar solas a las visitas), sacar las tazas, inquirir educadamente a cada asistente, servirlo y, por descontado, encargarme del azúcar. Y, también, recogerlo al terminar y retirarme discretamente, para que las señoras hablaran de sus cosas a solas.
Con el tiempo dejó de servirse en terrones, pero la costumbre perduró:
—¿Una cucharada o dos?
—Una, gracias.
Esta entrada no es por el terrón en sí, aunque es triste ser testigo de cómo parte de nuestro vocabulario se vaya perdiendo, sino por todo lo que rodeaba al terrón y que también se pierde. La parafernalia. Las pastas de té. Las visitas a las casas y el protocolo de las visitas. La habitación en la que se recibía, y en la que los niños no podían entrar. La misma costumbre de que los niños desaparecieran cuando llegaban las visitas.
Las costumbres de aquel mundo, en suma.
Los Panchos - esta tarde vi llover