Dedico unos días de
agosto a recorrer el Territorio Dinópolis. Es cierto que ya estuve en el puente
del 1º de mayo, pero entonces batí todos los récords y la sensación de que
aquello merecía mucho más tiempo fue irresistible. En agosto hay días libres a cascoporro,
y me organicé un periplo que incluyó una visita a Peñarroya de Tastavins, noche
en Aguaviva, baño en el río Bergantes, Castellote, dos noches en Galve, Ariño y
Belechite, que cae de paso en el regreso. En Aguaviva el nuevo alcalde (creo
que podemita, o del palo) ha cambiado que los pregones ya no se acompañen de
jotas sino de rancheras de Rocío Dúrcal, y lo del Bergantes es indescriptible
para mi capacidad, pero la esencia de todo es Galve. Ir a Galve es ir al
corazón de Teruel… no, al de Aragón. Aragón es una tierra que las guías de
turismo calificarían como polifacética: la montaña del Pirineo y su opuesta de
los Montes Universales, la aridez de Belchite y el Mar de Aragón, el Moncayo y
el Somontano, el Bajo Aragón y la vega del Ebro. Sin embargo, un mismo carácter
común subyace en tan distintas comarcas y las vincula a todas, y este carácter
sale a la vista en Galve, Teruel.
Para los ojos de un
barcelonés, Galve no es un pueblecito, es un pueblucho: el día del reparto de
ubicaciones, Galve quedó ahí, en medio de la nada. En un páramo rodeado por
montes suficientes para aislar las comunicaciones pero insuficientes para que
aporten algún interés o riqueza. Sin árboles, sin río - el cercano Alfambra es
más bien una acequia-, sin pastos, sin nada. Sin socorrista en la piscina
pública, no les digo más. Apartado de la carretera, no sé qué sería de Galve
sin Dinópolis, y creo que tampoco ellos lo saben.
Galve tiene 130
habitantes; 28 de ellos niños, lo que es motivo de orgullo para todos pues
supone tener escuela. Hace quince años la escuela estuvo a punto de cerrar, al
quedarse sin el mínimo de niños; desesperados, pusieron anuncios buscando una
familia con hijos que aceptara instalarse en el pueblo. Por suerte, una familia
de Zaragoza (no sé decir si maña, rumana o argentina) aceptó, y aunque sólo
resistió la dureza de Galve un año, permitió dar continuidad. Hoy se puede
estudiar hasta 2º de ESO, algo es algo, ya que el resto de la ESO han de
hacerlo en Teruel, y es mejor que vayan con 14 años que no con 12; piensen que
casi todos van a la Escuela-Hogar de Teruel, donde los niños quedan internos de
lunes a viernes: duro es para las familias y para el chico el irse de casa tan
pronto. Algunos optan por ir y venir en el día, en un autocar que sale de
Perales de Alfambra, pero Perales está, en el mejor de los casos, a 14 minutos
en coche. En invierno, ese tramo de carretera es de mucho cuidado. Si sumamos
el tiempo de viaje hasta Teruel, ¿a qué hora ha de levantarse el chaval y su
padre o madre? Y si hay más niños en casa… No, la mayoría opta por el internado
Como en tantos pueblos de la provincia.
Todos sabemos que el
invierno es duro. El frío es cruel, y a las seis de tarde, cuando cae la noche,
Galve se cierra. Pero el habitante afirma que vivir en su pueblo compensa. Y en
verano, por caluroso que sea el día de agosto llega un momento en que Manolo
afloja y la vida surge de debajo de las piedras. Las sillas salen a la calle,
brota las conversaciones, aparecen perros sueltos en las calles y los niños se
suben a sus bicicletas; no hay mucho más que hacer, pero esta sencillez es
suficiente. El viajero accidental llega, ve y escucha a los pájaros. Y piensa
que cuando uno quiere descansar y olvidarse de los problemas de la ciudad,
Galve es el sitio. El habitante de las ciudades que viene aquí sabe que
encontrará descanso, tranquilidad, silencio y noches frescas. Dormirá bien y
sus neuronas agradecerán el sosiego. La paz lo llena todo y es culpa suya si no
sabe disfrutarla, si se ahoga en la molicie del pueblo.
A mí me gusta mirar
por la ventana, alojado en una fonda de gruesas paredes de carga -creo que
todos los edificios de aquí son de paredes de piedra, no llegan ni a
mampuestos-, o en las calles, que cualquier calle linda con el campo. Me
reconforta ver el paisaje adusto, que me hable de una vida recia, un invierno
riguroso como oposición a un vera agostador, una tierra que exigirá un trabajo
ímprobo por cada simiente que dé. Me gusta oír unas castañuelas, me recuerdan
dónde estoy. Me dicen que aquí radica el alma de mi tierra.
José Antonio Labordeta - Canta, compañero, canta