sábado, 21 de julio de 2012

Los Almendros

Aquel primer verano, mi hermano mayor tendría siete años (aún no habría cumplido los ocho); el siguiente seis, yo cinco, Fernando cuatro y ya mi hermana dos. Y mi madre estaba embarazadísima, mi hermano Daniel nació el 1 de septiembre. Un piso totalmente urbano no es lugar para que semejante manga de gamberros pasara uno de aquellos largos veranos, con una madre de siete meses. Necesitábamos correr, desparramarnos; no podíamos estar encerrados.

Pero, por otro lado, para mantener a toda aquella caterva, mi padre trabajaba (pluriempleado, seguramente; creo que llegó a estar echando horas en cuatro empleos a la vez). ¿Qué hacer? Pues bien, de algún modo mis padres consiguieron alquilar "Los Almendros".

Los Almendros era un chalet con jardín, situado en las afueras, a unos 8 km de nuestra casa en el centro. Pertenecía a una acaudalada familia de Zaragoza con numerosísima prole; parece ser que aquella propiedad la tenían prácticamente abandonada, y les venía bien que una familia la ocupara unos meses - las casas necesitan vidas para no venirse abajo. El caso es que nos lo alquilaron ese verano por un precio casi simbólico, excelente.

Luego, a aquel primer verano le siguieron otros, y otros (otro hermano), y otros (otra hermana),... Era un sitio increíble.

Los Almendros, ya lo he dicho, era un chalet con jardín. La casa era amplia, y disponía de sótano, desván y porche, en la zona delantera y en una zona lateral.

A la izquierda de la casa, según se sale, estaba un porche con una mesa de ping-pong, un pequeño pero tupido bosque de cipreses y abetos, y en el centro del bosque, oculto a todas las miradas, un claro en el que se había colocado un columpio. En la esquina donde el seto y la valla de la parcela tocaba a la casa había un agujero por el que podíamos colarnos a lo que había detrás (un colegio para niños sordomudos que en esos meses estaba vacío, pero tenía muchos sitios que explorar y en los que jugar: una gran piscina vacía, por ejemplo, donde recuerdo que me picó una avispa en el pie cuando bajaba por la escalerita - qué iba hacer, tenía las manos empleadas en sujetarme, no podía saltar ni nada, sólo mirar cómo me iba a picar...).

En frontal de la casa, además del porche, había dos parterres de césped flanqueando el camino de entrada. Los dos parterres eran bastante grandes, incluyendo olivos en los extremos y uno de ellos unos enormes macizos de adelfas, en los que los niños entrábamos y te escondías dentro, a cubierto por la sombra que daban y casi invisibles desde el exterior.

A la derecha, saliendo por la puerta de la cocina, estaba la pileta con la bomba de agua (había que achicarla con una bomba manual, ¿es que no había agua corriente?), un numeroso grupo de almendros y, ya al fondo, una cochera y el cobertizo donde el jardinero guardaba sus herramientas. Los almendros no daban sombra, había muchos guijarros y ningún sitio en el jugar, así que los niños raramente nos aventurábamos más allá de la pileta.

Toda esta zona estaba limitada a lo largo por un ancho camino de gravilla que llevaba directamente a la verja de entrada de la finca; según se entra, lo descrito estaba a la izquierda del camino.

A la derecha del camino, separado por un alto seto, lo primero que había era un amplio huerto de unos cien árboles frutales variados; solíamos coger fruta según maduraba, y cada año, al acabar el verano, recolectábamos toda la que podíamos y mi madre hacía mermelada, para el invierno.

Después del huerto, pero separado por un pasadizo de seto con puertas ocultas, estaba la piscina. Para los niños, una piscina enorme. Y nuestra, sólo para nosotros. Luego otro seto, ¡una acequia!, y ¡un campo de fútbol de hierba! Ahí aprendimos todos a montar en bicicleta. Detrás de la portería del fondo, un espacio cementado (que entendemos que era una pista de patinaje) y unas higueras, que lindaban con unos cerezos por donde se llegaba al huerto. También estaba por ahí la entrada al pasadizo de seto de antes.

El otro linde del campo de fútbol era una hilera de chopos. Esta hilera hacía una L, pues también separaba el camino de guijarros que iba a la caseta del jardinero. Y rodeaba... una pradera. Así, sin más. No césped, no. Una pradera, de unos 70x70 metros, quizá más. 

Y ya, por fin, al otro lado de la pradera y donde la hilera de chopos perdía su casto nombre... una chopera. Una chopera enorme. Este era el punto más alejado de la casa, y realmente la esquina estaba lejos, muy lejos. Dudo que ningún adulto llegara ningún día hasta ahí: ¿a qué iba mi madre a ir tan lejos, si aquello ya era sólo campo y bosque? Desde luego, para nosotros los niños chicos esa esquina era otro planeta. La llamábamos "el punto X".

Obviamente, mi padre podía irse a trabajar al punto de la mañana y nosotros quedarnos con nuestra madre, con total tranquilidad. Y es que allí era imposible aburrirse. Primero, porque los cuatro mayores ya éramos de por sí una panda, y con la imaginación desbordante que teníamos inventábamos juegos a todas horas. Segundo, porque un chollo como el que teníamos no se dejaba escapar: casi cada día teníamos visita, a menudo de amigos que venían a pasar la mañana mientras sus padres trabajaban. ¡Y nosotros encantados!

Como es de esperar, de estos veranos guardo multitud de anécdotas. A mi hermano Fernando, no sé porqué, le prendimos fuego a la cabeza y, cuando nos dimos cuenta... ¡Fernando, corre a la acequia! Y le capuzamos la cabeza en ese agua, así sin más. ¡Qué susto!

Quizá fue allí donde se me despertó mi vena de ingeniero. Por mi santo mis padres me regalaron ¡una carretilla! (de plástico, por supuesto); el caso es que en la chopera, no sé porqué, había cientos de ladrillos, apilados y abandonados. Pues bien, con la carretilla, acarreando ladrillos, nos construimos una caseta en el centro de la pradera. Cierto que no tenía techo, pero teníamos siete, seis, cinco y cuatro años: no nos daba para más. Pero sí recuerdo que tenía una pared interior, ocultando la vista desde el hueco de entrada. ¡Me encantaba jugar a construir, fuertes o lo que fuera!

Y, por si fuera poco, había mucho más. Siguiendo al colegio de la parte de atrás había una vaquería donde comprábamos la leche. Junto a la entrada principal, una charca con patos (pero allí no íbamos nunca). Por detrás del huerto y las higueras, un camino que lindaba con un polígono industrial que recorríamos en bicicleta cuando las tuvimos (¡qué susto cuando nos salieron unos perros asesinos y tuvimos que pedalear más rápido que el Induráin ése!). Más allá de la chopera, saltando una alambrada de espinos, había... una chatarrería, o un cementerio de coches, no sé. Lo que sí sé es que nos encantaba colarnos y jugar entre los vehículos allí abandonados; recuerdo, por ejemplo, una furgoneta blanca, que nos metíamos en su caja y era un submarino para nosotros. O un volante, con su columna de dirección, que nos llevamos a nuestro jardín: la perfecta ametralladora antiaérea.

Que ésa es otra. En aquella época, el juguete favorito de cualquier niño era, sin duda... las pistolas.  Todavía no las obligaba la ley a tener cerrado el cañón ni un punto rojo para que se adivine que eran de juguete, y daban el pego perfectamente. Y lo mejor es que cualquier pistola que se precie disparaba pistones. Ahí estábamos, todos los chiquillos pegando tiros constantemente (hasta que se acababan las rueditas de pistones, claro). Recuerdo incluso un revólver con cachas rojas que enterramos (o perdimos) un año y desenterramos un par de años después.

No sé. Podría escribir cienes de páginas sobre aquellos veranos en Los Almendros; en el fondo, es hablar de un tiempo que ya fue, de familias densamente pobladas, de chiquillos con pocos juguetes y mucha imaginación, de juegos inventados y comunitarios, de jugar a espías, a soldados, a detectives y a todo lo que las feministas y los psicoeducadores de hoy en día prohibirían a gritos; de pasar el tiempo sueltos, de veranos largos en la ciudad sin necesitar que los adultos nos entretengan, de caerse y hacerse heridas, de subir a los árboles y mancharse con barro, de hacerse un tirachinas,... De un tiempo, en suma, en el que teníamos poco pero se nos prohibía poco y se nos permitía mucho; quizá, de un tiempo en el que los niños no estábamos tan sobreprotegidos como ahora y así conseguíamos ser más niños que los de ahora.

En fin. Me temo que, para cualquiera, nunca ha habido veranos como los de su infancia. Para mí, desde luego, como los veranos en Los Almendros, ninguno.