Mi abuela era una señora muy mayor. Quiero decir, yo siempre la conocí como una abuela vieja, una señora antigua. Siempre salía de casa con guantes, nunca con las manos descubiertas, y nunca estaba fuera de casa al caer el sol (excepto la noche de aquel 24 de diciembre que nació mi hermano y nos quedamos los chicos solos y ella vino a cenar con nosotros; claro que es una excepción que se permite). Jugaba al tresillo, apostando unos céntimos, y a veces a la canasta. No comprendía bien la modernidad de entonces, pensaba que mi novia (y éramos los dos adolescentes) era... ¡la institutriz de mis hermanitos! (aquella palabra se me quedó grabada: ¡institutriz! ¡Como si fuera ochenta años antes!). Quiero decir, no respondía al estereotipo de abuela joven cincuentona, sino al de abuelita venerable, de otra época. Pero es que yo creo que ya nació mayor.
El caso es que su edad era un misterio. Nunca nos la quería decir. Un día (para una panda de gamberros un bolso no es inviolable) supimos qué año figuraba en su carnet de identidad como el de su nacimiento. Realmente, mi abuela era muy vieja, pero ¿nos valía para saber su edad? La verdad es que, aunque ella juraba y perjuraba que era de aquel año, no nos fiábamos. Por la familia corría un rumor: durante la guerra habían ardido los archivos del registro civil donde había nacido, y la gente había tenido que volver a inscribirse. Y lo que se decía es que mi abuela y sus hermanas (seis en total, todo mujeres)... habían aprovechado para quitarse años. Se decía que cinco. Por supuesto, aquello era una maledicencia que todas las hermanas negaban y nunca se supo la fuente, ¡menuda patraña!
Así que no sabíamos a ciencia cierta cuántos años tenía la abuela.
Un día murió su hermana Carmen, sin descendencia, y mi padre tuvo que tramitar las cosas, papeles de herencia y esas cosas. El caso es que un día mi padre dijo que el notario le había dicho que su tía Carmen había nacido en cierto año, por lo demás muy fácil de recordar porque en él ocurrieron suceso famosísimos. Y a mi padre le había chocado porque él sabía que su madre y su tía se llevaban dos años. De ser así, mi abuela habría nacido... cinco años antes de lo oficial. Pero para entonces los nietos no teníamos ningún interés en saber la edad de la abuelita; nos bastaba saber que conoció a Matusalén de niño.
El tiempo pasó, la abuela murió y la generación intermedia se fue haciendo mayor. Probablemente, la fuente y la persona que lo supo de la primera fuente estarían ya muertas o seniles. Sin embargo, un año hubo una anécdota en la familia. Ocurrió que tras la muerte de una de las últimas hermanas, su hija, que sabía que (su madre) se carteaba una felicitación navideña con unos parientes muy lejanos a los que ella no conocía, decidió contactar con ellos. Y resultó que nosotros pertenecíamos a una rama perdida de una antigua familia: mi bisabuelo, que era militar, había abandonado en el siglo XIX el terruño familiar y tenido la vida itinerante de los militares de carrera, pero había mantenido un cierto contacto con su familia. Esta familia había sido más lejana para mi abuela y sus hermanas, pero a pesar de ello habían mantenido una correspondencia, algún conocimiento, supongo que con el paso de (muchos) años lo justo para cumplir con las tradiciones navideñas, participar de natalicios y bodas, esas cosas de entonces.
Pues bien: el resto de la familia había mantenido la relación entre ellos, únicamente nosotros éramos una parte ajena: parece ser que sabían que existíamos de manera genérica, pero no quiénes éramos. De hecho, ellos seguían acudiendo de vez en cuando al pueblo de los antepasados. Y, claro, al reestablecerse una línea de comunicación surgió la idea de montar una reunión de todos, en el pueblo donde estaba la casa familiar. Sí, porque nosotros no lo sabíamos, pero esta familia conocía su propia historia y sabía todo su árbol genealógico hasta algún patriarca que había plantado un árbol y montado una casa en ese pueblo... en el siglo XVIII. Y la casa y el árbol seguían allí, y seguían perteneciendo a alguien de la familia. Una casa normal, no se vayan a creer, de campo, con un corral y un pequeño huerto circundado por una tapia.
La reunión fue multitudinaria, y aunque a los más jóvenes justo nos venía para relacionarnos con nuestros primos segundos de otras ciudades (y que, hago notar, todavía pertenecían a la rama "nuestra", son nietos de hermanas de mi abuela), los mayores se lo pasaron bomba. Tanto es así que un día (lo prometo) contaré la más fantástica e increíble historia verdadera que se descubrió en aquel encuentro.
Pero al grano. Dentro del programa de actividades no podía faltar la visita común a la casa del tatatatatatarabuelo, en la que moraba en aquella época una señora mayor... con cuya madre resulta que se carteaban mi abuela y sus hermanas. Y esta señora tenía...
Una foto. Una foto de las seis hermanas, niñas (las mayores ya unas mujercitas); mi abuela, la menor de las seis, aparecía sentada en el suelo, con un gran balón. Todas ellas vestidas según la gala de la época, que era para una fotografía de entonces. Creo que no sabían bien quiénes eran esas chicas, pero mi madre las reconoció al instante. Eran ellas. No sabemos qué edad tendría mi abuela en esa foto, pero por el aspecto le echamos unos tres años. ¿Dos, cuatro? Tres, probablemente.
Y por detrás de la foto, escrita con cuidada caligrafía, la felicitación navideña... de dos años antes de nacer mi abuela.
Mi madre pidió permiso, que le fue concedido, y ahora la foto la tiene ella.
Y es que a veces parece increíble lo que han cambiado las cosas en un par de generaciones.