miércoles, 14 de diciembre de 2011

Gajes del oficio

Esta mañana he entregado una estructura que había estado calculando estos días. Todo perfecto, algunos comentarios sobre modificaciones y ya está. Un trabajo limpio y profesional, sí señor.

Luego, por la tarde he documentado la carpeta y he escrito la memoria de cálculo, y se me ha ocurrido que debía comprobar una cosita más que no había hecho (un cálculo en segundo orden con no linearidades y patatín). Lo hago, obtengo los resultados del ordenador y... la estructura estaba trabajando a más del doble de su capacidad. ¡Rompía seguro!

Me quedé blanco. 

Por suerte, fue una falsa alarma: me había equivocado en la comprobación. La estructura estaba bien (espero). La verdad es que sólo me llevó diez minutos, pero ¡qué diez minutos! Más aún, es posible que ni siquiera fuesen diez minutos sino sólo cuatro. Recuerdo que estaba oyendo música, pero sólo recuerdo la canción que oía antes y la que oía cuando encontré el error. Quizá ocurrió todo en lo que tarda una canción. Veamos.

Los primeros cinco minutos no hice nada. Bueno, sí, parpadeé, miré la pantalla y comprendí lo que significaban los numeritos y el color rojo que salía por todos lados. Pánico, pánico absoluto. En tiempos tenía una ayudante que siempre se maravillaba de que no me sudaran las manos en situaciones en las que ella sólo quería esconderse bajo una piedra. ¡Pues en ese momento yo tuve un pánico absoluto!. Mi primera reacción fue llamar al cliente para decirle que parara la fabricación, que me había equivocado y que quería repasarlo todo. Pero miré la hora y era tarde, seguro que habían cerrado en la fábrica. Y no tenía su móvil. Más pánico.

Recuerdo también que me levanté y paseé por la habitación con los brazos en jarras y resoplando cual jamelgo corriendo el Grand National. ¿Tenía mi pasaporte en regla, peluca, bigote postizo? Calma, calma. Todavía no lo sabe nadie. Puedo apañar las cuentas, poner que las cargas son menores de lo que son y obtener resultados positivos. Sí, en serio que pensaba trucar los números. ¡Estaba convencido que si hacía unas operaciones que dijeran que la estructura estaba bien, la estructura estaría bien! De verdad que sí, y además no me cabe duda de que no soy el único ingeniero que ha pensado algo parecido alguna vez. Total, seguro que no se iba a caer, Dios existe y está de nuestro lado, ¿no? ¿En qué momento se me ocurrió la estúpida idea de poner perfiles menores que los que me proponía el cliente?

Os juro que ése fue uno de esos momentos que no hay dinero que lo compense. Es posible que haya gente, nuestros clientes sobre todo, que piensen que los ingenieros cobramos demasiado, pero los nervios que pasamos si nos equivocamos (y todo el mundo se equivoca) no lo sabe más que otro calculista. De verdad.

Para más inri, pongámonos en antecedentes en este caso concreto. El cliente era nuevo. Nos había pedido un informe en una ocasión, hace muchos meses, y se le cobró muy poquito. Por primera vez volvía y traía una estructurita auxiliar de lo suyo, poquita cosa, pero para aguantar muchas toneladas. Por cierto que se parecía mucho a una estructura -calculada por una ingeniería alemana- que yo había visto venirse abajo este verano. La estructura era metálica (si hubiera sido de hormigón siempre podría echarle la culpa al encargado, al paleta, a la hormigonera, ... y además en hormigón todo se construye para mucho más de lo que ha de ser, por si acaso; pero cuando la cosa es de acero... vas a lo que vas). Y corría prisa, estaban casi fuera de plazo. Ítem más, habían ofertado una estructura ligera y se habían pillado los dedos, así que debía conseguir que fuera lo más ligera posible. Más aún: los honorarios que le pasé eran de los políticos, más para conseguir un cliente que para ganar dinero. Y aun así me pidió una rebaja. Que le dije que no, claro, porque no me gusta ofertar como en un mercado persa y regatear: si entra, entra, y si no a otro sitio. Pero entendía perfectamente la situación: me iba a pagar, pero yo debía ganarme mis honorarios ahorrando suficiente material en la estructura con respecto a lo que había dimensionado su delineante. Obvio, si no le salía más barato su propio diseño.

Así que tenemos una estructura en la que ya había apurado al máximo, hecha con un material que casi no deja margen de seguridad y calculada de prisa, el viernes la analicé (nota: en estos momentos trabajo en cuatro proyectos a la vez y a cada uno le voy dedicando tramos de jornada), el lunes la calculé, el martes la dibujé (completa, con todos los detalles) y hoy miércoles la entregué al punto de la mañana.

Y por la tarde descubro que me había equivocado. Lo dicho, no hay dinero que pague trabajar así. Porque, no sé si lo he dicho, nadie revisa a un calculista. Nadie sabe si he calculado bien o mal; yo digo un perfil, se pone y punto. No se trata de equivocarme en hacerlo dieciséis centímetros más corto (me pasó una vez y menuda la que se lió), una errata en un texto o poner un lavabo debajo de una ventana. No, un fallo en un cálculo no lo suele detectar nadie y las consecuencias pueden ser espantosas. Que en España se han caído puentes y presas, y que una nave a Marte se ha chocado con ese planeta porque alguien se equivocó al calcular la distancia a la que estaba.

Bueno, eso fueron los primeros cinco minutos. Calma, calma, repasemos. Hagamos la comprobación a la antigua usanza, sin ordenadores. La hago y me da que está bien, es imposible que falle en lo que el ordenador me dice que falla. Repasemos la comprobación del ordenador, a ver si está bien... 

Y no lo estaba. En un par de minutos encontré qué estaba mal y porqué. Respiré hondo y volví a oír que sonaba una canción. El mundo era maravilloso.

Así que la segunda reflexión trata sobre algo que digo a menudo: los ordenadores nos están matando el instinto del cálculo, y siempre, siempre, hemos de ser capaces de calcular la estructura a mano. Si no lo somos, no la modelicemos en un ordenador. Y aún más: aunque la calculemos por ordenador, hemos de hacer antes un predimensionado a mano. Si los resultados no concuerdan, malo. Algo estará mal, y probablemente sea el modelo que hemos metido al programa.

Y así son las cosas. Los calculistas nos la jugamos tanto como Fernando Alonso en cada curva, y cobramos bastante menos. ¡Déjennos siquiera el consuelo momentáneo de sentirnos mejores que los demás!!!



Addendum: Tras conversación con el cliente y conocer la previsión que ellos tenían, el ahorro en coste de material que les he generado equivale más o menos al doble de mis honorarios. No supera el ahorro que conseguí una vez de cuatro millones de euros en cristales, pero para ser una cosa pequeñita tampoco está tan mal. Me iré a la cama más contento.