viernes, 17 de febrero de 2012

La disciplina es para los soldados

Hace años yo trabajaba en una fábrica donde el gerente me dijo, un día, una frase que se me quedó para siempre: "La diciplina es para los soldados". 

Me explico:

1.- El gerente

El gerente, en aquella empresa, era un tipo impactante. En su juventud, tras licenciarse, fue contratado por una empresa como gerente de cualquiera de las empresas del ramo (hay que tener en cuenta que en aquella época no había tantos licenciados como ahora ni personas con la formación suficiente). 

El hombre, que aunque físicamente era poca cosa en lo demás no se arrugaba por nada, aceptó el reto. Poco a poco fue evolucionando dentro de aquel grupo, siempre como gerente de empresas. Llegó un momento en que el grupo le encomendaba la gestión de empresas, digamos, con problemas. En los años 80, por cierto, muchas empresas tenían muchos problemas. Problemas estructurales, que debían resolverse cortando por lo sano. 

Ya cercano el final de su vida laboral, mi gerente dejó el grupo, se tomó un año sabático (que dedicó, entre otras cosas, a aprender informática) y buscó una empresa en la que invertir sus ahorros, ganar un buen dinero y retirarse ya definitivamente. Lo que hacía trabajando para un grupo de empresas, pero ahora los beneficios serían para él. Y, claro está, una de las condiciones para invertir era que él fuera el gerente. ¡Se jugaba sus ahorros, no iba a dejárselos a otro! 

El caso es que nuestro gerente era un hombre ya curtido en mil batallas. Puede que no fuera un experto en el ramo, pero tenía a paletadas lo que yo no entonces: horas de vuelo.

2.- El socio mayoritario

Si el gerente era un tipo especial, el socio mayoritario y presidente de la empresa también había roto su molde. 

Un inmigrante que dejó su Andalucía natal en los años sesenta y se plantó aquí poco menos que con una mano delante y otra detrás. Encontró trabajo en una fábrica pequeña y antigua (de antes de la Primera Guerra Mundial, que en la Guerra Civil fue nacionalizada y que en la carestía de los 40 supo reconvertirse con lo que había y sobrevivir), de maquinaria. Como vendedor. Un pequeño sueldo y a comisión.

Pero este hombre era un lince. Un tipo como yo no he visto otro. Su gran pelotazo lo dio cuando le sacó al principal cliente del sector un pedido imposible de máquinas. Le faltó tiempo para localizar una cabina telefónica y llamar a la fábrica: ¡el pedido del siglo, y con un cheque de anticipo! Pero ¡diantres!, al día siguiente llaman los hijos del anciano cliente y cuentan (traduzco): "El papá se ha vuelto loco ha perdido la cabeza, lo está tirando todo" (más o menos). El anciano, ese día, acababa de perder la chaveta y se había puesto a delirar y a decir y hacer insensateces. Como nuestro pedido.

Total, que mi héro decide anular el pedido y devolver el talón y los hijos, agradecidos, se convierten en fieles suyos. Acaba de comerse al mayor pez del estanque.

A partir de ahí, va como un tiro. Y, por si fuera poco, el tipo era listísimo y un fenómeno, tanto comercial como técnico del sector. Llega un momento en que, con las comisiones, gana mucho más que los socios de la fábrica. Éstos, desesperados, le hacen un trato: en vez de pagarle tantas comisiones, le pagan con participaciones de la empresa. En unos años era el dueño absoluto. Y a los 53 decide que ya está bien y que se retira.

Contrata a un gerente, pero no congenian (¿he dicho ya que el presidente era un carácter imposible?) y lo echa a patadas. Vale que también el gerente era tonto, porque se echó una amante en Berlín y la veía a cargo de la empresa, disimulando las razones de los viajes y los gastos. Escarmentado, encuentra a mi gerente. Le vende el 15% y empieza a planificar su retirada.

3.- El ingeniero (osea, yo)

El nuevo gerente, al poco de llegar, detecta que la empresa además de antigua tiene una estructura muy arcaica, con unos técnicos muy especializados. Y busca un ingeniero que sepa de todo y que defienda a la Casa en el nuevo berenjenal de mercado en el que se iba a meter: a partir de ahora, no sólo venderíamos máquinas de fabricación propia, sino que iríamos a montar la instalación industrial completa. Obra civil incluida.

Mi fichaje no fue fácil, pues el presidente tenía dudas por no hablar yo el catalán. ¿El gerente? Me dijo a la cara en la entrevista: "Usted es un fraude". Según opinaba, era imposible que yo fuera todo lo que decía ser. Recuerdo que yo contesté que no le mentía, que no le estaba diciendo que supiera alemán. ¡Cielos! ¿Cómo iba yo a saber que el gerente estaba casado con una alemana (a la que había cortejado en Lisboa mientras estaba casado con su primera mujer)? El hombre quiso allí mismo que cambiáramos al alemán, y ya me ven chapurreando las excusas necesarias en el idioma de Goethe.

Pero el caso es que me ficharon. Y allí que me fui, joven y arrogante, dispuesto a comerme el mundo. Y es que yo era muy muy bueno. Pero mi conocimiento era de las cosas técnicas, no de la gestión de las personas. Y era muy, muy arrogante. ¿Quién dijo miedo? Pues eso.

4.- El conflicto

Una de las cosas que tenía contra mí el presidente es que yo era ingeniero superior. Es decir, oficialmente yo sabía más que él. Y eso no lo podía soportar. Por ejemplo, cuando vio mis tarjetas de visita (con el título profesional debajo) ordenó devolverlas. Debía aparecer mi puesto, como en las suyas el de "presidente", y nada de títulos (chascarrillo: años después, se contrató a un nuevo comercial. Pero el fichaje casi se frustró - y el presidente se negó a pagarle el sueldo que pedía - porque conducía un BMW 750. Y el presidente tenía sólo un 735. Demasiado para él. Que no sabía, por cierto, que el BMW era de segunda mano).

También hay que decir que, hasta entonces, el presidente en la fábrica era Dios en la Tierra. Las aguas se abrían a su paso. Cuando llegaba, por las mañanas, hacía "la ronda" (yo solía decir que se ponía "la gorra de capitán de yate"). Iba uno por uno, saludando y viendo qué hacían.  Y especialmente en la oficina técnica le gustaba sentarse en un tablero e inventar él las líneas generales de la nueva máquina. Por decreto, nadie sabía más que él y nadie era mejor que él. Mis choques con él fueron constantes.

Al principio, evidentemente, me ganaba él. Y le gustaba ganar por goleada. Pero aprendí. Y mejoré. Y conseguí darle la vuelta a la tortilla y (estúpido de mí) cuanto más fracasaba el presi en machacarme más se encolerizaba.

Tampoco aguantaba el presi al gerente, pues éste tenía más tablas que un teatro y soslayando con habilidad al socio mayoritario estaba realmente cambiando la empresa. Pero es que yo, además de bastarme, era el fichaje estrella del gerente, la persona en la que éste se estaba apoyando para hacer el cambio.

5.- La bronca

A la fábrica se iba en coche. Es razonable pensar que, tal como está el tráfico, un día al mes llegara algo tarde. Un día de veinte, un cinco por ciento. No es mucho, ¿verdad? Le pasa a cualquiera, vaya. Pero en mil días, menos de cinco años, son cincuenta días de llegar tarde. Y cincuenta son muchos días. Un día tenía que pasar algo. Y pasó. Llegué tarde y ... me convocaron a una sala de visitas. El presidente y el gerente. La bronca fue de campeonato; a esas alturas yo había aprendido a aguantar cualquier chorreo, pero aquel día fue duro. Y sin embargo, lo mejor me ocurrió al acabar.

El socio mayoritario, sentada su autoridad, se fue más contento que Chupillas. Yo me quedé un segundo con el gerente, y de pronto éste me dice: "No hagas caso de todo esto. La disciplina es para los soldados, y ni tú ni yo somos los soldados aquí".

Los obreros, los trabajadores de la fábrica y el personal de las oficinas, todos tienen un horario que cumplir y unas obligaciones. Cada día tienen que hacer unas tareas que se les encomiendan, y un modo de hacerlas. No pueden saltarse las normas. Han de hacer lo que han de hacer y como lo han de hacer. Si no, sería el caos.

Pero además de ellos, estamos algunas personas - como el gerente y como yo- que somos los que escribimos esas normas. Los que marcamos el camino, distribuimos, investigamos, mejoramos. Un delineante tiene una metodología que seguir para hacer un plano; un proyecto se gestiona con un método y se ordena de una forma determinada. Pero yo, en cambio, puedo hacer lo que me dé la gana. Porque parte de mi trabajo es descubrir nuevos modos de hacer las cosas, cosas que mejoren lo que se hace. Si el orden en la olla para el gazpacho es ajo, pimiento, tomate, sal, aceite y vinagre, yo soy el que puede intentar hacer el gazpacho en otro orden o con otros ingredientes: quizás así sepa mejor o resulte más fácil hacerlo.

6.- Desde entonces

Pienso que a tipos así no se nos debe tener encorsetados con las rígidas normas de los demás. Y qué, si llego tarde. También me voy tarde. No pasa nada si algún día no justifico un gasto, si me tomo un día libre o abandono unas horas mi trabajo para hacer una gestión que no se le permitiría a otro. La disciplina es para los soldados.

Desde entonces, me he topado con muchas normas. Normas lógicas que regulan cosas básicas para el funcionamiento global, y normas estúpidas que regulan lo trivial. Y a menudo he encontrado que cuanto más tonta es la persona que pone la norma, más estúpida es. Y mi cruz es que mi capacidad de aceptar tonterías es limitado.

Así que los demás me tienen catalogado como un irredento, un verso suelto, uno que va por libre.  Yo suelo defenderme usando el símil de las películas del oeste, el explorador que acompaña al destacamento de caballería. ¿Lo conocen? El explorador es parte del destacamento, pero ni viste el uniforme de los soldados ni cabalga en las columnas de dos que forman todos los demás. No, él se adelanta, va por aquí, por allá, retrocede... Acompaña al destacamento, sí, pero no hace lo que los demás soldados. Y ¿saben? el éxito del destacamento radica en el éxito del explorador. Pues en definitiva será éste el que descubra el mejor camino.

Por suerte para mí, ahora suelo tratar con ingenieros y éstos entienden fácilmente este concepto. Hablamos de innovar, de investigar, de probar cosas nuevas en  equipos piloto. Entienden que no somos soldados.

Pero no todas las personas con mando en plaza son ingenieros. Y, lo dicho, cuanto más tonto sea el teniente que manda el destacamento, más va a querer atar en corto al explorador. Hasta que se meten en un desfiladero estrechísmo con paredes muy verticales sin advertir las señales de humo que llevan dos días siguiéndoles. Y les pasa lo que les pasa.