jueves, 13 de octubre de 2011

Trabajar sin cobrar

Cuando hacía la mili y todavía era recluta, el teniente que se encargaba de la instrucción me arrestó. Ocho días. La tarde del primer día me llamó a su despacho y me propuso un trato: me quitaba el arresto y me perdonaba las tardes de instrucción que me quedaban, con lo que me podría ir a casa cada día a las dos, y yo... le calculaba una casa a su cuñado en no sé qué terrenito de Cuenca. Aquello debió abrirme los ojos sobre las veces que no cobraría por mi trabajo, pero no lo hizo y así me ha ido.

Es moneda común que no todo se cobre: a un cliente habitual se le perdonan cosas, sea un café un camarero, una revisión dental (sin limpieza) si eres dentista o un recurso contra una multa de aparcamiento un abogado. El mecánico del coche, el pintor o el empleado del banco. Sí, entra dentro de lo que se considera “cortesía”, y tanto unos como otros son conscientes de que es un favor pequeño que queda sobradamente pagado por todo lo demás.

Los ingenieros de estructuras, en esto, no somos tan diferentes. El otro día, por ejemplo, fui a ver a un cliente. En un momento dado, el cliente me explicó que un compañero tenía una consulta que hacerme, y me lo presentó. Resulta que ese compañero tenía un chalet en un pueblo, y se le había agrietado de arriba abajo. Había encargado un proyecto a un ingeniero y un estudio del terreno a un geólogo, y la solución que le proponían le valía una pasta. Estudié las fotos que tenía, llamé al geólogo para que me explicase su opinión, convenimos una alternativa más barata y se la sugerí al propietario. Gracias fue todo lo que recibí, pero ni esperaba más ni necesitaba más; fue algo para mí muy sencillo, que resolví en quince o veinte minutos, y que liquidé sin mayor compromiso por mi parte. Hasta aquí todo normal.

También asumo las ocasiones en que el cliente desaparece; se entrega el proyecto, los cálculos o lo que se pidiera, y no se vuelve a saber de ellos. Son gajes del oficio.

Y donde más se trabaja “por la patilla” es en las obras. Unas veces, de particular a particular, que no pasa nada porque a cambio no pago los cafés, y otras veces, cuando se está trabajando de manera oficial.

Como ejemplo de lo primero es corriente que el jefe de obra o el encargado me hagan consultas para su casa, para la del cuñado, para arreglarse el techo de la cochera o para construirse un sistema de acceso a la depuradora de su piscina (lo que, por cierto, me llevó casi cuarenta horas de trabajo). Estas cosas no se pagan. Hubo quien me pidió que le calculara el cristal para el acuario que quería hacerse su vecina. Me costó, pero conseguí convencerla de que un cristal para un acuario de seis metros de altura quizás era un pelín excesivo.

Y en una ocasión un encargado me pidió que testificara como perito en un juicio que le habían puesto. Sólo en el juicio perdí la mañana entera. Cosas que pasan.

Cuando se está trabajando de manera oficial, porque se pretende vivir de ello, la cosa cambia. Y en algún caso...

El origen de todo es que aunque en teoría todo queda resuelto en un proyecto, es bastante frecuente que haya que intervenir durante la construcción; bien porque el proyecto no lo contemplaba todo, bien porque el constructor quiere estudiar alternativas, o simplemente porque las cosas a veces no salen como se piensan. Cuando las obras son de cierta envergadura, como no se sabe cuántas intervenciones serán necesarias, y ante el temor de que sean demasiadas, se suele llegar a un acuerdo de “a tanto la consulta”, sea grande o pequeña. Al constructor, lógicamente, le saldrán a cuenta las consultas complejas, y al ingeniero las fáciles. Es normal que si la cuestión es más que compleja se acepte como un trabajo con honorarios específicos, y que si la cuestión es facilísima ni se cobre. Y es pan nuestro de cada día que se discuta y se emplee más tiempo en acordar qué intervenciones se facturan que en las intervenciones que se quieren facturar.

Pero es que hace poco un constructor me convocó por escrito, que fuera a la obra que querían discutir un tema conmigo. Fui a la obra y me plantearon el problema: tenían que encofrar y hormigonar unos muros muy altos, de forma troncopiramidal invertida, y la cosa podía venirse abajo durante la ejecución. En otras situaciones lo habían resuelto mediante una estructura especial, patatín patatán, que en definitiva querían que les calculase y les dibujase. ¡Tonto de mí! Entendí su problema, y hablando despacio y con palabras llanas les expliqué otra manera de resolver el problema; apenas necesitarían un par de metros de alambre de atarse los zapatos, si se sabía qué hacer y en qué orden. Quedaron encantados. Y yo también, porque gracias a mí se habían ahorrado una buena cantidad, más de treinta veces mis honorarios, y lo había hecho todo en una visita. Me estaba ganando el sueldo.

Pues bien, el constructor se niega a pagarme: ¡dice que cómo me atrevo a cobrar lo que le resolví en diez minutos! Me llama bandido, explotador, chantajista, dice que le hago coacción... Yo le digo que si soy bueno es porque doy soluciones fáciles a problemas complejos, pero él erre que erre. Que no y que no, y ya veo que va a ser que no.

Total, cobrara o no iba a seguir siendo pobre...