domingo, 1 de enero de 2023

Alháquem II

https://www.youtube.com/watch?v=4Vs6xB52B3s 

 

 

El segundo califa de Córdoba fue, entre 961 y 976, el omeya Alháquem II. Su padre, Abderrahmán III, había tenido un reinado largo, 49 años, en los que fue dominante frente a los reinos cristianos, y Alháquem mantuvo ese dominio, empezó dándoles unas palizas a todos y así consiguió una paz duradera, en la que se dedicó por completo a su afición a las letras y al desarrollo de la prosperidad del califato; de hecho, nunca había reinado en España un califa tan sabio ni había buscado con tanta pasión los libros raros y preciosos. Fundó 27 escuelas, donde los hijos de padres pobres eran instruidos gratis, y las academias cordobesas se convirtieron en las más famosas del mundo. 

También desarrolló la agricultura, hasta el punto de que los historiadores dijeron que había cambiado la lanza y la espada por la azada y el rastrillo. España le debe la aclimatación del arroz, del algodón, de la caña de azúcar, del azafrán y de la palmera. En todos los puntos de Al Andalus había manufacturas de seda, algodón y paño, y cobraron fama por el tinte de las pieles (los cordobanes). Consiguieron adelantos notables en la cerámica, y trajo la costumbre oriental de variar los pastos. Los árabes no eran comerciantes comparables a los fenicios o los cartagineses, pero la posición de Arabia en medio de Oriente y Occidente y las peregrinaciones que tenían por centro la Meca favorecieron las relaciones mercantiles. Córdoba se aprovechó de esa red, y la seda y la lana, en bruto o manufacturada, el aceite, el azúcar, el ámbar, la cochinilla, el hierro, los metales y las armas bien templadas fabricadas en Toledo y Córdoba arrasaban en Oriente, de donde obtenían objetos de lujo (de hecho, los únicos que se recibían en la península del extranjero).

Alháquem II también favoreció el cultivo de la historia, la poesía descriptiva y el panegírico, el cuento y la novela, la retórica, la gramática, la geografía, los estudios filosóficos,... Las escuelas se asociaban a la mezquita, con especial fama la de Córdoba, y surgieron además academias de "hombres doctos". En pleno siglo X, cuando mayor era la ignorancia en el resto de Europa. El gusto por los libros y por la ostentación de tenerlos llegó al punto de que en Córdoba había potentados que alardeaban de tener grandes bibliotecas, y para alucinar: el catálogo de la biblioteca pública de Córdoba constaba de 44 volúmenes en los que sólo se apuntaba el título del libro y su colocación.

Es la fama del nivel cultural de la España musulmana. Y lo que he escrito es cierto, pero... hay un pero.

Sí, desarrollaron la agricultura. Pero no trajeron el aprovechamiento de las aguas y los procedimientos de cultivo: eso lo aprendieron de los naturales. Y estudiaron y recopilaron, pero no desarrollaron un saber original. La verdad es que los árabes no tenían, cuando invadieron España, la superioridad cultural que se les supone, siendo además los que llegaron pocos y extraños a las ciencias y a las artes. Además, en Oriente, donde los árabes eran numerosos, salieron de su primitiva rudeza con el paso de los siglos y gracias a la influencia civilizadora de sirios, persas y griegos, pero los musulmanes que cruzaron a España eran en su mayoría moros africanos: no aportaron nada; basta comparar el pobrísimo desarrollo cultural que se produjo en el Magreb, de donde procedían. En España, en cambio, el desarrollo cultural se produjo por tres vías: por los mozárabes (los hispanos cristianos que vivieron en el califato hasta el siglo XI), los muladíes (los cristianos que se convertían al islam) y ¡las mujeres! Sí, las mujeres indígenas: al revés de lo que pasó en Oriente y en África, aquí las mujeres triunfaron sobre las preocupaciones religiosas y sociales que las esclavizaban, y brillaron a menudo como poetisas, como doctoras y como princesas, recabando homenajes tales de respeto y de consideración que al estudiar la literatura arábigo-hispana muchos autores sospechan que entre los árabes españoles nació el espíritu caballeresco.

 

Las cosas hay que contarlas como son.



Johann Strauss - Galope de los bandidos