sábado, 25 de marzo de 2017

El problema lapón



Mi anterior entrada versaba sobre el interesante libro de Paco Cerdà "Los últimos", en el que el autor nos muestra la realidad de los que viven en el entorno del Sistema Ibérico, la Laponia del sur. Problema que podemos resumir en "Ya no vive allí casi nadie, y es un círculo vicioso". Y es un problema nuestro, porque nuestra Laponia es una fracción enorme de España. Ayudamos a nuestros enfermos y heridos y a nuestros ancianos, ¿y no ayudamos a aquellos a los que hemos dejado solos y sin nada? 

Pues no, no les ayudamos. Porque a nuestros enfermos y heridos y a nuestros ancianos los vemos; a los que hemos dejado solos no.

El problema lapón es el círculo vicioso que supone. No hay vida allí, porque no hay apenas servicios. No hay servicios porque no hay población. No la hay porque no nacen niños. No nacen niños porque no hay mujeres en edad de tenerlos. No hay mujeres en edad de tenerlos porque no hay vida allí.

De hecho, en un intento de ilustrar cual puede ser el origen del problema, acompañé el artículo con la canción de José Antonio Labordeta "Coplas del tión". El tión es, en los pueblos del norte aragonés, el solterón. En los pueblos del norte hay muchos tiones, porque (lo explica la canción) no hay mujeres para todos; recuerdo que, en mis años de jefe de boy scouts, en cierta ocasión me preguntó un sesentón (o setentón) en un pueblo pirenaico si alguna de las chicas que me acompañaba estaría dispuesto a casarse con él. Y lo de Plan y Caravana de mujeres, les aseguro, era real al 100%. Aquel año recorrí ese valle, y les digo que... en fin. Espeluznante. Pus bien, las mujeres no están en los pueblos no por que no nazcan, sino porque se van. A Barcelona a servir, por ejemplo. Recuerdo también, años antes, un encuentro con jóvenes de pueblos del Campo de Daroca (territorio lapón). Las mozas estaban contentas, porque había una fábrica de huevos cerca y allí tenían trabajo. Y los mozos estaban más contentos aún.

Años después, el Heraldo se hacía eco de que muchos jóvenes de Teruel capital, hartos de que allí sólo hubiera tres pubs y se vieran siempre los mismos, solían alternar las salidas locales con salidas a Valencia (a 120 km de carretera, no autovías) y a Zaragoza (180 km, ídem). Sólo por ver caras nuevas.

Normal que quien podía se fuera. Y si quien se iba era una moza... los mozos irían detrás. Y donde vaya la moza, allí habrá futuro, mientras que si se van no lo habrá. Así de sencillo. Y cuando llegamos al siglo XXI y vamos a esos pueblos y miramos, no vemos mujeres madres, sólo abuelas. ¿Dónde están las que no vemos? Se habrán ido siendo niñas, porque sus padres emigraron, o mozas porque se fueron solas, pero el hecho es que no están. A partir de ahí, todo lo demás. Cuando los niños no llegan al mínimo, cierra el instituto, cierra la escuela. Cuando cierra la escuela, es cuestión de tiempo que todo lo demás cierre. Y en cincuenta años a lo sumo, se acabó.

¿Qué se puede hacer, ahora?

Hace casi 20 años surgió el movimiento Teruel existe. Lo de Teruel era espantoso, clamaba al cielo. Hoy Teruel no es la envidia de nadie, pero está irreconocible. Así que sí se puede. Y el primer paso es saber que la Laponia también existe.

En segundo lugar, por algún sitio hay que partir el melón. El círculo vicicoso hay que cortarlo en algún eslabón, aunque sea duro. En ese corte tendremos que poner dinero, está claro.

La agravante estriba en que es muy tarde. Es una región de abuelos y bisabuelos, hay muy pocos menores de 50 años y muchos menos menores de 40. Y como la realidad es tozuda pero es real, hay que conseguir que acuda población menor de 40 años a esas tierras, porque la que hay ahora ya no es bastante. En cierto modo, hay que comprarla. (Edito: mi hermano mayor, mucho más culto que yo, me ha hecho notar que al decir "agravante" se omite el sustantivo, que es "circunstancia". Por lo tanto, el artículo es femenino).

Para conseguir que la población se mueva, podemos usar los métodos de Stalin, el referente de los podemitas, o incentivarla. Con trabajo, y con dinero.

El trabajo no puede ser de titularidad pública, porque es una ruina; ha de ser de iniciativa privada. Por lo tanto, hay que incentivar brutalmente cualquier relocalización. Desde un taller de reparación o un lavadero de coches (dueño y dos empleados) a fábricas de cualquier tipo. Sí, prefiero que una fábrica de 400 empleados no pague impuestos, si a cambio se reubica en Laponia. Quizá el ahorro en impuestos le compense los sobrecostes de los transportes y los viajes.

Y también incentivaría a los empleados. Todos los que trabajan por cuenta ajena pagan un tanto de su nómina en concepto de formación y cosas así, y ese dinero se dice (ejem) que se destina a cursos de formación a parados y todo eso. Es una cantidad enorme; pues bien, podría cambiarse la formación por las ayudas a la relocalización, y si a usted le ofrecieran el puesto de trabajo que ya tiene y sufragar a coste perdido la compra de una vivienda allí... la oferta sería atractiva, al menos para muchos.

Aparte, si se consiguiera que se moviera población en un periodo corto, habría que hacer nuevas viviendas. Las que compraría el Estado para regalar a los desplazados. Una actividad económica más. Con los fontaneros, electricistas y carpinteros necesarios para su mantenimiento, por supuesto.

Además de conseguir que las familias se muevan, hay que retenerlas. Y se las retiene con servicios: si no hay médicos, si no hay farmacias y una red de ambulancias, si no hay panaderías o quioscos, carteros y mercados ambulantes, la vida allí es demasiado dura y sólo los robinsones y los misántropos querrán quedarse; los demás preferirán una vida más cómoda y volverán a las ciudades. Así que tendríamos que asumir que allí se presten servicios deficitarios. Escuelas, transporte públicos. Quitanieves. Curas. Y si en alguna zona no tienen algún tipo de comercio que habría que haber, pongamos por ejemplo un negocio de ordenadores con asistencia técnica,... pues que se saque una plaza a concurso, aportando el Estado el local e importantes incentivos fiscales.

Por supuesto, esto jamás ocurrirá. Por muchas razones, pero en concreto estoy pensando en los políticos de, por ejemplo, Barcelona: nunca aceptarán un plan que les quite a sus empresas, sus impuestos y sus habitantes/votantes para dárselos a unas comarcas de las que no han oído hablar ni les van a votar nunca. También me imagino a los ecologistas de las ciudades: harán lo imposible para que no se fabrique nada en su idílico campo, no se construya nada, no se crezca nada.

Pero mover las fábricas no es imposible. Es cuestión de dinero, mover las grandes, y el resto va casi solo. Desplace un fabricante farmaceútico, uno de componentes de automoción, de la industria alimentaria o de elementos para la construcción, y la comarca de destino tendrá futuro. En los años sesenta se hizo al crear y financiar los Polos de Desarrollo, ahora también se puede.

Pero claro, el más difícil circulo vicioso de romper es que estamos hablando de la Laponia del sur. Una tierra en la que ya no vive casi nadie, no vota casi nadie y no le importa a casi nadie. Una tierra que ya no puede hacerse oir y que, de todas maneras, en 30 años habrá desaparecido por completo.

¿Por qué hemos de resolver el problema de una gente que, de facto, no existe?

Pues porque no les conocemos. Si les conociéramos, cambiaríamos de opinión.




José Antonio Labordeta - Todos repiten lo mismo