viernes, 7 de junio de 2013

Cataluña: lo que nos espera

Hace poco, el príncipe Felipe asistió a una representación de ópera en el Liceu de Barcelona (acto y lugar en los que la buena educación y urbanidad de los asistentes se da por supuesta). Fue recibido con una ostentosa pitada, que mucha gente consideró de muy buen gusto. Los medios de comunicación jalearon gozosos con la noticia. Y no pasa nada.

En las manifestaciones que suele haber por aquí, a menudo los asistentes acuden con banderas catalanas. No importa sobre qué sea la manifestación, las banderas catalanas no faltarán. De las españolas no verá usted ni una. Yo me imagino a los manifestantes, en su salón social, planeando la algarada: aunque 99 de cada cien asistentes quisieran llevar la bandera española, ni uno solo lo propondrá. El uno restante, por su parte, no necesita ni proponerlo: llevará la bandera catalana, y punto. Y cuanto más alegal la bandera (hay varias variantes de bandera catalana, además de la legal), mejor.

Cuando el Barcelona juega contra algún equipo extranjero, mucha gente acude al campo con banderas. Unos las llevan con los colores del Barcelona; otros, la catalana. Les aseguro que nadie, entre los cien mil asistentes, osará llevar una bandera española. Más aún: si le comentara a otro asistente su intención de portarla, éste le mirará como si lo hubieran abducido y le dirá "pero estás loco, tú qué pretendes, ni se te ocurra, esas cosas están de más". Por supuesto, si le dijera que va a llevar una bandera catalana, el otro le dirá que la suya va a ser más grande. ¡Faltaría más! Y, ya en el campo, nadie ondearía una bandera española. La pitada que recibiría de sus vecinos (no de todos, sólo de una parte) sería de escándalo. Una parte de sus vecinos no aceptará esa bandera, y la otra parte callará. Si la bandera fuera la catalana, la parte que no pitaba a la española tampoco le pitará, mientras que los que le habrían pitado le defenderán a muerte como alguien intente criticarle.

Lo mismo que con las banderas nos sucede con los políticos. Un político puede ser un truhán y un incompetente; si es catalanista, no importa. Nuestro presidente puede no hacer nada de nada en economía, industria, sanidad, infraestructuras, I+D, telecomunicaciones, transporte o lo que usted quiera. No importa, se ha envuelto en la bandera. Criticarle sería como criticar al que ondea la bandera catalana en un partido de fútbol o en una manifestación contra el paro. Tan es así que, en aquellos años en los que nuestro presidente se decía del partido socialista, más negado se volvía, más nacionalista se proclamaba. Y así se salva la cara en la política.

Sirvan los ejemplos de las banderas para dejar claro que, en el tema España/Cataluña, aquí en Cataluña sólo tiene voz una de las partes; la otra parte jamás se hará notar. Puede, por lo tanto, llegarse a la conclusión que la voz que se oye mayoritariamente es la voz de la mayoría.

Por descontado, me dirán que aquí nadie es tan tonto y que nadie cree que en Cataluña la mayoría quiera la independencia. Y que por lo tanto, lo que no hay que hacer es darle cancha a esta gente. Que lo mejor es el silencio, que ellos ya se quedarán afónicos; total, no van a conseguir nada.

Verán, yo no estoy de acuerdo. Recuerdo que el año pasado, mientras esperaba para testificar en un juicio, un conocido, que me pareció que no era independentista, dijo que otra cosa sería que la absoluta mayoría de la población quisiera la independencia: contra el pueblo entero no se puede gobernar, que el tiempo de las pistolas ya pasó. Aquello me hizo pensar. Si quieres la independencia, lo que has de hacer es ganarte a la mayoría.

Tengo entendido que se atribuye a Goebbels (sí, el jerarca nazi) la frase de que "una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad". Pues si consigo repetirte las suficientes veces, desde que sabes andar, que Cataluña no es España, no importará si lo es o no: para ti, no lo será, y además será indiscutible.

Bien, los nacionalistas llevan más de 30 años al frente de la educación aquí. Y más de treinta años con los medios de comunicación en su poder. Si quieren saber si han conseguido algo, piensen en las banderas. Piensen en cuántos catalanes están convencidos de que Cataluña no es España, de que España nos roba, de que nos iría mejor sin ellos, etc. Vale, no son mayoría, son una minoría. Un 20%, quizá. Pero es que sólo se ha dispuesto de 30 años. Dénnos otros 50, y verá el porcentaje que conseguimos. De momento, han conseguido dos cosas fundamentales. La primera, establecer entre políticos un estado de pensamiento similar al reductio ad Hitlerum. Si no eres nacionalista, eres el representante de Satanás en la Tierra. Si mi propuesta es más catalanista que la tuya, aunque yo sea oposición tú debes apoyar mi propuesta. Y la segunda ha sido establecer como idea natural y lo contrario una aberración que, en cualquier nivel, Educación y Medios de Comunicación han de estar, por supuesto, en las manos más catalanistas posibles.

Vivo aquí. Créanme, el chorreo es constante. Constante. Suave, a menudo imperceptible como un calabobos, pero cala. Empapa. Como les digo, es sólo cuestión de tiempo. Y ya les digo que, cuando se den cuenta, entonces sí será el llanto y el rechinar de dientes y el ¿cómo hemos llegado a esta situación?

Es posible que alguien me crea, y me pregunte qué hacer entonces. Ahí ya, lo siento, soy pesimista. El nacionalismo se basa en una filosofía, en una estrategia. Es un plan a largo plazo, se concibe como un camino muy largo que se recorre en pasitos cortos pero en el que lo importante es que nunca haya pasitos hacia atrás. Para anularles, también se necesita una filosofía. Una estrategia. Y ahí mi pesimismo: ¿ustedes creen que entre nuestros próceres va a haber una personalidad de la talla necesaria? ¿Ustedes creen que nuestros politicastros, curtidos en las artes traperas de medrar en los partidos políticos, tienen lo que hay que tener para este asunto? Yo, no. Y no creo que surja nadie en los próximos 30 años, y para entonces, me temo, esto será ya un problema imparable.



Los estadounidenses consideran como sus más grandes presidentes a Washington y a Lincoln. Al primero, por razones obvias. Al segundo, porque durante la guerra de secesión también el norte quería dar la independencia al sur; prácticamente, sólo Lincoln quería preservar la Unión. Pero era Lincoln, y fue capaz de salirse con la suya. Por eso le adoran.