viernes, 6 de abril de 2012

Los pastores llevan botas de agua

Acabo de terminar "Viaje a la Alcarria", de Camilo J. Cela. Diría que es una excelente novela, pero no puedo: hasta Cela reconoce, en su introducción, que no es una novela, sino más bien "una geografía". En cualquier caso, me ha gustado mucho.

El libro relata el viaje que hizo Cela por la comarca en el 46 ó 47; lo escribió las navidades del 47 y se publicó en el 48, aunque la edición que yo leí era la cuarta, de 1958. De todas formas, no se cambió nada - quizás las erratas de sitio, todo lo más- con la salvedad que en la cuarta edición incluyó versos y cancioncillas que había dejado fuera en las otras y que había publicado por seaprado en un librillo que tituló "Cancionero de la Alcarria". Nada importante, como ven.

Incido tanto en lo que va de una edición a la otra porque entre 1947 y 1958 España cambió muchísimo, y hay escritores que van reescribiendo sus obras de una vez para otra; éste, por suerte, no es el caso. Así que la obra es un relato fiel de cómo eran las cosas en la Alcarria en esa época; y podemos intuir que más o menos sería así por todos lados, con las diferencias lógicas de cada lugar.

La verdad es que el canalla de Cela escribía muy bien, porque siendo un libro en el que no pasa nada, sin vampiros ni elfos ni crímenes ni misterios ni nada, se lee de un tirón y con avidez, siempre queriendo saber cómo sigue. Ahora, que yo no sé qué pensarán las generaciones futuras si lo leen, pues igual no lo entienden; las cosas han cambiado tanto que probablemente les sonará tan cercano como para nosotros un libro de viajes de Cervantes:
"...[el viajero] ha estado hablando con él del tiempo, ..., de lo que presumen las criadas de Madrid, que no son nadie, que son como todas, pero que tienen unos humos que parecen condesas. El arriero y el viajero acuerdan que lo mejor es ni mirarlas a la cara y casarse con una chica del pueblo, con una chica de la que se sepa en qué trotes ha estado metida.
- De las que se van a Madrid, ya ve usted, nada se sabe. Igual vuelven como Dios manda, que con más julepe que una cuadrilla de cómicas."
Para captar un pasaje tan anodino como éste de aquí a veinte años... ¿de qué están hablando? Hablan de las chicas de los pueblos que, no viendo futuro y por necesidad, abandonan el pueblo y se emplean en los hogares de Madrid. Estoy seguro que mis hijos ya no se imaginarán una realidad como ésa, ni entenderán porqué luego éstas despreciarán a sus paisanos que no salieron de sus villorrios, ni los reparos ni qué es eso del julepe. Pero, sobre todo, no sabrán qué es un arriero.

Y es que en los años 40, los arrieros son una realidad omnipresente en el campo. Los transportes se hacen por caballerías, con asnos o mulos, con bueyes,... Un viajante con el que coincide varias veces se mueve de pueblo en pueblo en bicicleta, y en el último pueblo, Pastrana, ya rico, el médico le da un paseo en coche. Pero, básicamente, todo el mundo se mueve a pie o animalmente.

Me hizo gracia, también, que (al principio del viaje) todo el mundo estaba obsesionado con que el viajero iba a Zaragoza; parecía como si Zaragoza fuera el destino ideal de todo el que quiere salir de allí. Hace casi treinta años, cosas de la juventud, yo también hice un miniviaje a pie por el extremo norte de la Alcarria, parando en varios pueblos. Hablaba con la gente de allí, intentaba conseguir huevos, chorizos, dónde dormir, esas cosas. Y ocurría lo mismo: para ellos Zaragoza era el edén. Unos, porque habían hecho la mili allí y fueron sus mejores años (jóvenes, en la ciudad, con compañeros...); otros, porque familiares suyos habían emigrado y habían medrado, tenían una vida mejor. O simplemente porque tenían más comodidades, agua corriente, todo.

Sí, hubo un tiempo en que había una gran diferencia entre la vida en la ciudad y la vida en el campo: los de ciudad decíamos que en esos pueblos el reloj se habían parado (¿recuerdan?), y los de pueblo... digamos que eran gente sencilla.

También me asombró una frase, suelta por ahí. Yo pensaba que en 1947 habría una censura férrea que no dejaría escapar estas cosas, pero se ve que no; no debía ser la vaca tan grande como nos cuentan ahora, más bien se cumpliría aquello de "por un perro que maté, mataperros me llamaron":
"... el viajero se acuesta de espaldas y se queda mirando para unas nubecillas, gráciles como palomitas, que flotan en el cielo. Una cigüeña pasa, no muy alta, con una culebra en el pico. Unas perdices se levantan de un tomillar. Un pastorcito adolescente y una cabra pecan, con uno de los pecados más antiguos, a la sombra de un espino florecido de aromáticas florecitas blancas como la flor del azahar."
Cuando lo leí, no pude dejar de acordarme de cuando era jovencito y trabajaba en una fábrica, y del maestro de taller que me explicó porqué los pastores siempre llevan botas de agua.