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martes, 2 de junio de 2015

Mujeres que viajan solas




Vuelvo del aeropuerto y en el autobús, en los asientos de al lado, estaban dos mujeres alemanas. Que hablaban en alemán, quiero decir. Una de ellas, ya no joven, viajaba con una mochila con cantimplora en un bolsillo lateral y dos bastones de caminar por la ciudad (en plan deportivo, se entiende) tan de moda; botas de montaña y pantalones de malla elástica y logotipo de marca deportiva. La otra, más mayor (talludita, ¡qué diantres!), bronceada (pero con el bronceado de las que no trabajan, no de los que asfaltan carreteras, ya me entienden), pantalones cortos, cierto escote y bolso. La maleta, supongo que en el portamaletas. Charla animada entre todo el trayecto, pero la más joven se ha de bajar en Plaza de España. Despedidas y abrazos, tchuss, tchuss. La más vieja continúa trayecto, pero ya sola, está más nerviosa. Un pasajero pregunta al conductor (yo voy detrás) por la parada para ir a una calle; el conductor contesta, pero duda, va mirando las calles, y como yo me sé la respuesta y no he de conducir, intevengo. Entonces la alemana se arma de valor, saca un papel, una reserva de un hotel por internet impresa, mira la dirección y pregunta cómo ir. Primero dice el barrio, la Barceloneta. Caray, le cae lejos, el conductor no sabe, pero yo sí. Me dice la calle, y la verdad es que es fácil, ha de bajarse en Plaza de Cataluña, y coger el 59 en el inicio de las Ramblas. ¿No Metro? No, no Metro. La alemana no sabe qué es "Las Ramblas", así que le explico. El conductor, atento, me pide que cuando pasemos justamente por ahí le repita las indicaciones y que le avise de que hay mucho ladrón suelto en las Ramblas.

Esta escena me trajo recuerdos de mi primer viaje de mochilero por Alemania, a mediados de los 80. Frankfurt, Hamburgo, Hannover, Múnich, lo normal; años después, Berlín, Nüremberg, esos sitios. Viajaba solo, y cuando viajas solo y en plan mochilero te fijas en cosas diferentes. Y lo que más me llamó la atención y aún recuerdo es el enorme número de mujeres sesentonas y setentonas que viajaban solas. En aquel momento no sabía bien calcularles la edad, pero reflexionando se me ocurrió la explicación... y de rebote, la edad que tenían (por cierto que ví otra cosa que también me sorprendió, pero que por lo anterior me pareció lógico: salas de espera para mujeres. En todas las estaciones las había, ya digo que me fijaba en cosas raras).

Verán, hace treinta años no éramos como somos ahora. Usted quizá crea que sí, pero no. Hace treinta años, una persona de setenta se había tragado la guerra civil en primera línea de trinchera. Ahora uno de setenta tenía 10 años cuando acababa la autarquía. Hace treinta años, una persona de treinta tenía suficiente con dos canales de televisión. Ahora, uno de treinta no concibe un mundo sin 80 canales y un teléfono con conexión gratuita a internet. Hace treinta años, las cosas se decían por carta; ahora no. Hemos cambiado.

Pues bien, yo diría que hace treinta años era casi imposible encontrar en España a una mujer de entre sesenta y setenta que viajara sola en tren. Que las había, seguro que sí; pero pocas. Las mujeres, si estaban casadas, viajaban con el marido; si viudas, con los hijos; y si eran solteras, con más amigas solteras. No era normal que viajaran solas, no estaba en nuestra cultura social. No era habitual, y como prueba aporto que en aquel tiempo me asombrara tanto ver a mujeres mayores solas. Y, sobre todo, ver a tantas. Muchas, ya le digo. Y se movían con soltura, sabían en qué parada bajarse, gestionaban ellas su equipaje, esas cosas. Se las veía acostumbradas.

Se me olvidaba mencionar otro detalle que también me pareció curioso: no ví apenas (de hecho, quizá ninguno) hombres de sesentaytantos o setentaytantos viajando. ¿Entienden? En la muestra estadística de los trenes, la población alemana tenía un enorme agujero en esa franja de edad masculina. Por si los más jóvenes aún no lo han pillado: hace treinta años, la segunda guerra mundial había acabado hacía 40 años; los de la franja 60-75 años tenían en 1945 20-35 años. Normal que no hubiera hombres de esa edad en Alemania, y que hubiera tantas mujeres que se desenvolvieran bien solas: llevaban 40 años haciéndolo, llevaban 40 años sin sus hombres.




George Winston - Thanksgiving

lunes, 10 de noviembre de 2014

El Muro de hace 25 años



Ayer, 9 de noviembre, se cumplieron 25 años de la caída de l Muro de Berlín. A una parte importante de la población, lo del Murod e Berlin no les significará nada; otros, en cambio, exclamarán cosas del tipo "¡Cómo! ¡25 años ya! ¡No puede ser, qué barbaridad, cómo pasa el tiempo!". Yo me temo que soy de los que pedirían un recuento.

Mi primer intento serio de ir a Berlín es de cuando pretendía hacer mi proyecto fin de carrera. Quería hacer un restaurante giratorio sobre una torre, y me habían dicho que en Berlín había uno y que fuera a verlo. Pero resulta que en aquel momento yo estaba haciendo el servicio militar, y la cosa no era tan fácil. No po dinero, pues yo trabajaba ya de antes, sino por el hecho de estar en la mili. Verán, no era cuestión de tener días de permiso: es que uno no puede abandonar el país, podría ser prófugo. Así que tocaba pedir al coronel un permiso especial para el viaje. Joven e impetuoso, lo solicité.

En el interín,las cosas en el cuartel se me complicaron. Había llegado a un pacto con un teniente, por el cual él me libraba de la instrucción y yo le calculaba una casa a su cuñado. Él me libró de la instrucción, y yo me dediqué a darle largas (para que luego se diga que la mili no es una escuela de la vida). Él me arrestó y yo me ví metido en un lío. Había aprobado el cursillo de cabos y el ascenso era inminente, pero al mismo tiempo quedó libre una plaza de imaginaria y me presenté voluntario. Al hacerlo renunciaba a ser cabo y a todos los permisos y pases de fin de semana, pero me permitía (me permitió) esquivar a mi teniente los ocho meses que me quedaban. Pero, claro, cuando me llegó la autorización para ir a Berlín tuve que rechazarla.

El caso es que no pude hacer ese viaje hasta el verano de 1990. Todavía existía Alemania del Este, pero la frontera estaba abierta. Y como ese año sí tuve vacaciones, allí que me fui.

He de reconocer que mi llegada no fue muy espectacular. Venía en un tren de Praga, por supuesto llegaba a Berlín Este, y era muy temprano. Mucho. Nada abierto en la estación. No problema, me tumbé en un banco y me eché a dormir. Al cabo de un rato, me despierta un policía con un perro asesino con bozal. Batida en la estación. Junto con una banda de vietnamitas, me echan de la estyación. A la puta calle. Por cierto que fue la primera vez que ví vietnamitas, supongo que por ser un país comunista es lógico que estuvieran en uno.

Ahí me tienen, vagando por las calles de Berlín Este. Por fin abre una cafetería. Yo, como occidental, era rico, lo había descubierto al entrar en el Este, pero no lo sabía al salir de España, y mis billetes de marcos eran enormes para el Este. Pago, y me dan el cambio: un montón de marcos. Ya puedo coger el metro y pasar al Oeste, de nuevo al mundo libre. Donde descubrí otra jugarreta de los orientales: me habían dado el cambio en marcos orientales. No los aceptaban en el oeste. Me fijé con detalle en las monedas y, en efecto, eran de la DDR. En fin, cosas que pasan. Aunque si mi llegada a Berlín no fue la de un marajá que va a pedir la mano de la hija de otro marajá, mi salida sí fue de verdad humillante. Cómo no, también por Berlín Este; aunque antes, en el Oeste,... no, mejor no lo cuento.

¡Yo les estaba hablando hablando del muro! Aquel verano del 90 el muro todavía estaba allí. La parte más urbana se había demolido, pero el original medía 160 km; quedaba mucho muro. Tanto que, desde el centro, me di un paseo por su trazado. En un determinado punto estaba solo, nadie cerca, y el muro tenía un roto tremendo. No recuerdo si aproveché un bolo de hormigón para romper un fragmento que estaba a punto, creo que no. Lo que sí hice fue llenar mi mochila de cascotes. Muchos, 11 ó 12. Quería llevar uno a cada uno de mis 8 hermanos, otro para... no recuerdo, pero cogí muchos. Luego, en el hotel, los envolví en papel de periódico, los puse en la bolsa de ropa para lavandería que tienen todos los hoteles y desde ese momento mi maleta pesó un quintal.

Lo triste del caso es que, al legar a casa, no los repartí. Alguno, a los más mayores, creo, pero la mayoría de mis hermanos eran jóvenes y decidí guardárselos para cuando se independizaran. El tiempo pasó, 24 años, yo lo olvidé, y nunca los dí. Aún los tengo, perdidos en algún rincón de mi casa, dentro de una bolsa de plástico blanca y quizás envueltos en hojas de un periódico alemán de 1990.

Pues bien, les confesaré una cosa. También, parte de la verdadera razón por la que no los repartí y por la que los tengo olvidados no sé dónde. Aquella tarde, en Berlín, no me dí cuenta; luego, al llegar a casa, sí: son fragmentos normales de hormigón. Normales y corrientes, de los que es por completo estúpido guardarlos. Nada indica que sean del Muro, pueden ser de cualquier muro de cualquier lugar. O, si nos ponemos trascendentes, pueden ser de cualquier Muro de cualquier lugar. Y son sólo fragmentos, sin más. No valen la pena.


No volví a Berlín hasta 1998. En esa ocasión ya tenía un guía, un alemán oriental. Pero todo era distinto.

Quizás algún día les cuente esa historia.




Somewhere Over the Rainbow - Israel Kamakawiwo'ole